Estaba perdido. Deambulaba sin rumbo por la caótica red. Deslizaba mis ojos por la pantalla, de una manera apática. Matando el tiempo hasta la hora de cenar. En una habitación con las paredes en blanco, todavía sin vida. Sintiendo ese punto de soledad que acompaña todo comienzo. Cuando llamaron a la puerta.
Cinco minutos más tarde, mis pies se hundían en la nieve. Risas desconocidas calentaban el gélido viento de Turku. El río Aura contemplaba lo fácil que surgen los lazos entre la gente joven. La cantidad de planes que brotan de la nada en el ambiente de una residencia de estudiantes.
Llegamos al Monk. Dejamos nuestros pesados abrigos en la entrada, como en cualquier pub finés. Nos deslizamos por un estrecho pasillo hacia el interior. El bar estaba abarrotado. Una luz mortecina iluminaba una veintena de mesas vintage, creando un ambiente íntimo, recreando la atmósfera intemporal de un garito de música en directo. Nos acomodamos en un lateral, cerca de la barra donde brillaban las distintas botellas de alcohol. Pedimos una cervezas mientras los músicos se preparaban para empezar.
El saxo rompió el silencio. Pronto el piano y la batería lo acompañaron, componiendo una frenética melodía. Los primeros momentos me dediqué a observar la cara de mis nuevos amigos. Distintos orígenes, distintas facciones. Pero tras unos minutos de música, todos adoptaron una mirada parecida. Todos bajo el embrujo del jazz. Contemplarlos me hizo pensar en la cantidad de falacias que corren sobre las distintas razas. Cómo se intenta limar los lazos entre los distintos pueblos.
Bebí un trago de cerveza. Rubia, amarga. Me dejé transportar por las sensaciones que afloraban en mí. Recordé la largas mañanas de domingo en casa. El humo de la pipa saliendo del despacho de mi padre. Siempre acompañado del sonido inconfundible del saxo. Vinieron a mi cabeza las imágenes de las innumerables películas de gánster. Muchas rodadas en bares similares. En lugares como New Orleans. Escenas repletas de mafiosos acompañados de bellas mujeres. Con una música parecida, siempre tocada por las talentosas manos de hombres de color, todavía bajo el yugo de la opresión.
Un fuerte aplauso me sacó de mi ensoñación. El músico recuperaba el aliento. Unos ojos austríacos me miraban. Levanté mi copa y brindamos en el aire. Por nosotros. Por el Erasmus. Por la primera de las muchas veces que acudiremos al Monk.