El 13 de julio de 1930, dos protagonistas atípicos del formidable universo que ahora es el fútbol escribieron las primeras líneas de la competición que todos ansían, que todos quieren jugar y que elige, cada cuatro años, a la escuadra nacional que reinará en el mundo. La historia de la Copa del Mundo de fútbol arrancó en ese verano que era invierno en Uruguay, con Estados Unidos y Bélgica jugando el primer partido de la competición sobre la hierba del estadio Parque Central de Montevideo. Sin necesidad de revolver el baúl de la memoria en busca de una estampa, es fácil imaginarse a estadounidenses y belgas, secundarios en el concierto futbolístico actual, patear el primer balón en busca de una gloria que siempre les esquivó, en un lugar con una historia particular. El primer balón de la Copa del Mundo rodó sobre el césped del Parque Central y lo hizo, sin que muchos lo supieran, sobre la sangre de un futbolista singular: el uruguayo Abdón Porte.
Abdón Porte nació antes que el fútbol y murió cuando el fútbol se le acabó. Nunca esta frase fue tan literal. Y quizá sea esa frase la que mejor hable de la edad de ‘el indio’, un jugador singular alumbrado para el mundo en la década de 1880 (hay diversas versiones sobre su año de nacimiento) y nacido para el fútbol en 1911, cuando se puso por primera vez la camiseta de Nacional. En marzo de ese año, después de haberse dejado las botas en los baldíos de la ciudad y de pasar por diferentes clubes de Montevideo, Abdón Porte se puso la camiseta de Nacional para jugar un amistoso ante Dublín. Fue titular. Pisó por primera vez Parque Central, un campo que siempre fue su casa y que al final se convirtió en su tumba.
Porte era un futbolista con un temperamento impresionante y con un físico imponente. Su juego aéreo era demoledor, era más que correcto con el balón en los pies y un portento en la zapa. Pronto esas dotes futbolísticas le hicieron emerger del centro de la defensa para hacerse dueño y señor del centro del campo de Nacional de Montevideo, un lugar donde sus características brillaban con mayor evidencia. Su fútbol le apoderó del centro del campo y su carácter le hizo capitán. En el vestuario era un referente, era un tipo en el que se podía confiar. En lo humano, era enorme; en lo futbolístico, también. Lo tenía todo para ser un ídolo, y la afición de Nacional no tardó mucho en corear su nombre. También porque Abdón Porte condujo al equipo a una época formidable: ganó cuatro campeonatos de Primera División en Uruguay y múltiples competiciones domésticas; llevó a Nacional a conquistar títulos internacionales y fue elemento esencial en el triunfo de la selección uruguaya en la Copa América de 1917.
Entre el fútbol de entonces y el fútbol de ahora hay un siglo de diferencia. Cien años de distancia que son abismales a la hora de entender este juego. En aquella época uno no se ganaba el puesto cada semana. Había titulares y jugadores en el banquillo, y los titulares sabían que lo eran, como los reservas se resignaban a serlo también. El fútbol uruguayo estaba dirigido en los equipos por comisiones directivas que regían el club en lo institucional y tomaban las decisiones en el ámbito deportivo. No existía la figura del entrenador. En la sede del club, cada semana, se colocaban en un pizarrón los nombres de aquellos que defenderían a la entidad en el partido del fin de semana. En ese fútbol, Abdón Porte se hizo grande cada año soportando el peso inexorable de un tiempo que sumaba, cada temporada, un año más a la edad del centrocampista. Tras el éxito internacional de 1917 con Uruguay y la victoria con Nacional en Primera División y en la Copa de Honor de ese año, llegó 1918, el último año de Abdón Porte.
Nacional fichó ese año a Alfredo Zibechi, centrocampista que debía continuar tirando de Nacional por la senda de los triunfos. La comisión directiva del club se reunió con Abdón Porte para poner sobre la mesa la evidencia que quedaba implícita con el fichaje de Zibechi: Porte iba al banquillo, Zibechi sería titular. El capitán de Nacional había jugado, sin saberlo, su último partido con el club de Montevideo, su última tarde de gloria en Parque Central. Acababan de derrotar por 3-1 a Charley. Era el 4 de marzo de 1918. Tras el encuentro, Porte escuchó de boca de los miembros de la comisión dos palabras que se le acurrucaron en lo más hondo de su alma de futbolista orgulloso: Zibechi, titular. Tras esa reunión, Porte y los miembros de la comisión directiva acudieron a la cena con la que habitualmente acababan las jornadas de partido para festejar con el resto el triunfo.
En esa cena con sus compañeros, el capitán estuvo más callado que de costumbre. En torno a la una de la noche, se disculpó ante sus compañeros y salió, con otros, para volver a casa. Porte tenía planes distintos para esa noche. En lugar de regresar al hogar cogió el tranvía a La Unión y entró, en plena noche, al césped del estadio Parque Central. En la oscuridad de ese 5 de marzo que acababa de empezar el coliseo de Nacional era puro silencio. En su camino hacia el centro del campo, Abdón Porte imaginó que los aplausos para él se callaban, que Parque Central rugía para otro y que en el futuro, en su futuro, sólo había silencio. Llegó al centro del campo y apagó el silencio con un disparo. Allí, en el círculo central de Parque Central, Abdón Porte se pegó un tiro en el corazón.
El sol comenzó a asomar cuando el cuerpo de Porte se hizo realidad en el centro del estadio de Montevideo. El perro de Severino Castillo, canchero de Nacional, siguió el rastro de la gloria que terminaba y se encontró al capitán tendido en el centro del campo, y llevó hasta allí a su dueño a base de ladridos. Castillo encontró a Porte en el lugar donde solía reinar con la camisa manchada de sangre y el revólver en el suelo. El uruguayo se mató en marzo, un mes antes de la fecha prevista para su boda. Castillo encontró en el suelo, junto a Porte, el sombrero de paja que había llevado el capitán en la noche anterior. En el sombrero había dos notas. Una, para el médico del club, José María Delgado, al que pedía “a usted y a los demás compañeros de comisión que hagan por mí como yo hice por ustedes: hagan por mi familia y por mi querida madre. Adiós, querido amigo de la vida”. Firmaba con una A. La segunda nota, era para Nacional:
“Nacional, aunque en polvo convertido
y en polvo siempre amante.
No olvidaré un instante
lo mucho que te he querido.
Adiós para siempre”.
Era 1918 cuando Parque Central regó su centro del campo con la sangre de uno de los ídolos de Nacional. La tribuna del estadio luce cada tarde una pancarta que dice ‘Por la sangre de Abdón’, y una de las gradas del estadio lleva su nombre. Doce años después, sobre el rastro de sangre de Abdón Porte, Estados Unidos y Bélgica inauguraban la Copa del Mundo de fútbol, cuya primera edición ganó Uruguay. “En aquella época no se movía ni un peso por el fútbol. Jugaban por la mortadela y por el vino. Y por la gloria”, dice Eduardo Galeano. Cuando a Porte se le acababa la gloria, decidió que no valía la pena seguir jugando.
Impresionante,lo desconocía…un gran artículo.
Gran anécdota y mejor relato.