Allá por 2006, en medio de la inabarcable nómina musical indie de Norteamérica, la ciudad de Montreal seguía en boca de todos gracias al antológico debut de Arcade Fire dos años atrás. De la misma ciudad surgió un grupo llamado Islands, nombre sencillo pero arriesgado. Las islas son desde siempre un elemento con infinita capacidad de sugestión. Elegirlas como cabecera demanda estar a la altura o hundirte bajo el peso de tu propio concepto.
Al mando de Nicholas Thorburn, que estrenaba proyecto tras la separación de The Unicorns, Islands entraron en escena con una fuerte declaración de intenciones: Return to the Sea, su primer trabajo, lleva en la portada un cuadro de Caspar David Friederich, se abre con un pastiche de nueve minutos llamado Swans (Life after death) y a lo largo de los siguientes transita sin reparos el sunshine pop (de guitarras y sintetizado), el rap electrónico, los ritmos tropicales, el country orquestado, o el experimentalismo ambiental a lo Talking Heads. Lo cierto es que semejante mezcolanza funciona, le reportó a la banda críticas estupendas (no tan entusiastas como las de Funeral, todo sea dicho) y les dejaba abiertas muchas puertas de estilo de cara a sus siguientes álbumes. Lo difícil era augurar por cuál entrarían.
La respuesta vino dos años más tarde con Arm’s Way, un conjunto de canciones de bases directas (las tradicionales batería y guitarras), sobre las que imperan continuos cambios de ritmo y se adhieren toda clase de ornamentos. Comienza con cortes de duración estándar (3-5 minutos) y sonido duro para ir suavizándose y tomando cuerpo progresivo (5-7 minutos) hasta acabar con Vertigo (if it’s a crime), que alcanza los 11 minutos. Salvo ciertos detalles, no tiene el carácter ecléctico de su predecesor, Islands prefirió tomar derroteros más conservadores. No habría problema de no ser porque melódicamente no quedó tan logrado como Return to the Sea. Siendo un álbum interesante y con personalidad, no difiere en exceso de tantos otros.
Una cosa curiosa que le ha sucedido a Nicholas Thorburn (también autollamado Nick Diamonds) en su andadura insular es que ha soportado continuas idas y venidas de los músicos que lo acompañan. Así, ningún álbum de Islands tiene detrás el mismo plantel. Quizás por ello son también totalmente diferentes en su propuesta. Un paso que muchas formaciones indie-rock dan casi siempre es probar a electrizarse, a veces porque se lo pide el cuerpo, a veces porque manda la moda. El caso es que Thorburn se sumó al carro con Vapours, publicado en 2009, año y medio después de Arm’s Way. El cambio le sentó bien a Islands. Su apuesta consiste en mantener la línea melódica pero simplificar tanto los desarrollos como el fondo, que consta aquí de poco más que guitarras, batería y sintetizadores. El conjunto es luminoso, despreocupado, sexy. Se disfruta con mucha facilidad, pero tampoco vuela mucho más allá, no lo pretende.
Llegados a este punto, Islands había resultado ser una de esas bandas talentosas y a las que valía la pena seguir, pero no imprescindibles. Cada nuevo trabajo suscitaba opiniones positivas, aunque en grado más bien medio. Y es una pena, porque esto y un paréntesis de tres años hizo que, si bien fue alabado, su fantástico cuarto LP pasara desapercibido para muchos.
A sleep and a forgetting fue concebido tras una ruptura el día de San Valentín de 2011 y presentado en sociedad justo un año después. No hay en él ningún atisbo de experimentación, ni de coqueteo electrónico, ni de collage estilístico. Sólo clasicismo e intimidad. A raudales. Dice mucho de la sinceridad y transparencia de este álbum el arrancar con una pieza lenta, susurrante y delicada como In a dream it seemed real, preciosa aun en la amargura de su letra. Le sigue This is not a song, otro tiempo reposado y triste que envuelve al oyente con sus teclados y lo transporta. Más movida (pero no por ello menos seria) es Never go solo, una maravilla conducida por el magistral uso del piano y clavada en todos los aspectos: texto, acompañamiento, giros armónicos, progresión. La mejor canción de Islands hasta la fecha.
Por si no habíamos tenido suficiente, No crying continúa ahondando en cuitas sentimentales con un encanto retro que en nada tiene que envidiar a la maestría de M. Ward o Richard Hawley.
La cosa se anima por fin con Hallways, otra gema con absoluto protagonismo del piano impregnada del espíritu vivaracho del rockabilly. Y de ahí pasamos a la también bailable Can’t feel my face, puro pop sesentero, limpio y encantador. Igualmente encantadora desde su desnudez instrumental es Lonely Love, que en la mitad del álbum hace notar su enorme coherencia.
La segunda mitad es aún más despojada. Islands dan un recital de manejo de los tiempos lentos, construyendo inmaculadas melodías que arropan desde bases variadas pero con un denominador común: la ausencia de prisa. Los arreglos son ricos a pesar de su sencillez, manteniéndose siempre en la querencia nostálgica. Así consiguen ir calando poco a poco pero muy hondo Oh Maria, Cold again, Don’t I love you, Same things y Swallows.
Un último reflejo de la primera mitad viene con Comes to light, de nuevo con perfecto ensamblaje de coros y ritmo en unos teclados preponderantes.
El álbum remata su cercanía iniciando a capella Grey Funnel Line, que pone punto y final casi a modo de elegía.
A sleep and a forgetting es un disco de deslumbrante honestidad, más allá de que su música sea maravillosa. Es toda una sorpresa insperada dentro de la trayectoria de Islands, grupo que con este viraje radical hacia lo clásico han logrado ampliar aun más las perspectivas de su colorido archipiélago discográfico.