El domingo 1 de junio de 2008, el estadio pontevedrés de Pasarón acoge el partido de vuelta de una de las eliminatorias de ascenso a la Segunda División, que enfrenta al Pontevedra con el Ceuta. Durante toda la temporada, los dos equipos han trabajado para tener la oportunidad de alcanzar la categoría de plata, y días atrás la suerte del sorteo emparejó las bolitas de dos conjuntos separados por cientos de kilómetros. En el momento en el que los nombres de Ceuta y Pontevedra quedaron unidos, en uno y otro vestuario se empezó a hablar del rival y de las opciones de pasar la eliminatoria, pero en uno de ellos hubo una persona que calló mientras un escalofrío recorría todo su cuerpo por lo que el rival significaba. Ahora, transcurridos setenta y cuatro minutos del partido de vuelta, ese jugador, que milita en las filas del Ceuta, está en la banda, de pie, viendo cómo su compañero Álvaro se retira lentamente del terreno de juego. El Ceuta va ganando por 0-2, pero hay algo en el jugador que señala ese momento como especial. Ese jugador se llama Pedro Berruezo Bernal, y después de saludar a Álvaro, pisa por primera vez la banda de Pasarón, el lugar en el que, treinta y cinco años atrás, murió su padre; el césped sobre el que el sevillista Pedro Berruezo se desplomó para no volver a levantarse.
Era el 7 de enero de 1973, y los Reyes Magos habían dejado carbón bajo el árbol en las zapatillas de un Sevilla que estaba sobreviviendo a una campaña muy irregular. En esos momentos, recién empezada la segunda mitad, el Pontevedra hacía bueno el calor del invierno en Pasarón para imponerse al conjunto sevillista por 1-0 cuando en el minuto seis de la reanudación, el balón se marchó por un costado del campo. Pablo Blanco fue a sacar cuando Pedro Berruezo se encogió porque algo no iba bien. Intentó ponerse de pie y levantó la mano derecha dirigiéndose al banquillo, tratando de llamar la atención. Gritó y así encontró la muerte, cayendo fulminado con el brazo aún en alto. Todos corrieron hacia él. Manolín Bueno, que era el jugador más próximo a Berruezo en el momento del desplome, le metió la mano en la boca para impedir que se tragara la lengua. Instantes después llegaron hasta allí Antonio Gómez, kinesiólogo del Sevilla, y el doctor Díaz Lema, médico del Pontevedra, junto con los camilleros de la Cruz Roja. Todo lo que siguió fue confuso y veloz. Los protagonistas de la época relatan el episodio lo mejor posible. Gómez, acompañado de Toñánez (futbolista del Sevilla que no se había vestido para el encuentro) estuvieron presentes en el traslado del futbolista al sanatorio más cercano, la Clínica Mayoral. Antes, en el vestuario, se le había puesto a Berruezo una inyección de coralina. No reacionaba.
Cuando Berruezo se desplomó sobre Pasarón, todo el mundo se temió lo peor. Apenas un mes antes, en un encuentro ante el Barakaldo, Berruezo sufrió una lipotimia y quedó ingresado en la clínica Santa Isabel, donde se le sometió a un examen completo. Los resultados abrieron la puerta a la vuelta del jugador: todo estaba perfecto. Aun así, las pruebas no cesaron y Berruezo pasó tres semanas sin jugar, pasando incluso por las manos de un curandero en Brenes. Todas las pruebas a las que se sometió ofrecieron el mismo dictamen: estaba apto para jugar al fútbol. Antes del desvanecimiento ante Barakaldo, según recuerda su compañero Isabelo, el futbolista sufrió desfallecimientos en Alicante y Sabadell. La última caída, más fuerte, había desatado las alarmas, pero las pruebas descartaban cualquier dolencia. Desde entonces, la mente de Berruezo se centró en la reaparición, y esa reaparición señalaba al estadio de Pasarón, en Pontevedra. Ahora, en ese mismo escenario donde su equipo iba a caer finalmente por 2-0, el encuentro se reanudaba mientras los médicos intentaban reanimar a Berruezo a doscientos metros de allí, en la clínica. Todos los esfuerzos fueron en vano. Desde que cayó fulminado en el campo, el jugador sevillista no recobró el conocimiento. Oficialmente, Pedro Berruezo acababa de morir por un colapso cardiaco.
Sus compañeros se negaron a que se le efectuarán la autopsia para determinar con claridad las causas del fallecimiento. Ese colapso cardíaco que compone la versión oficial del trágico desenlace algunos lo sitúan más arriba, y hablan de un posible infarto cerebral. Sea como fuere, la única intención de sus compañeros en el Sevilla era que Berruezo volviera pronto a casa, donde le esperaba su mujer, embarazada. José María Alonso de Caso, directivo sevillista que encabezaba la expedición, gestionó la vuelta de Berruezo a Sevilla, y el cadáver, amortajado con la equipación del conjunto de Nervión, volvió a casa esa misma noche. Llegó a las cinco de la tarde al estadio Sánchez Pizjuán, donde se instaló la capilla ardiente. Una hora después llegaron sus compañeros. Las gradas del estadio sevillista estaban a reventar y el padre Teruelo, capellán del club, ofició una ceremonia que siguieron en respetuoso silencio alrededor de 25.000 personas. Los jugadores del Sevilla velaron el cadáver durante toda la noche, antes de que éste fuera trasladado a Málaga, lugar donde descansa.
La muerte de Berruezo llegó a casa antes que sus últimas palabras, escritas sobre una postal todavía en Pontevedra, minutos antes del partido. “Hola chatillas: Dentro de poco salimos para el campo pues son las 2 de la tarde del domingo, y mientras estoy en la habitación me pongo contigo con estas líneas. ¿Qué tal estáis? ¿Y la pequeña? Me figuro lo guapa y graciosa que estará con el trajecito de marmota y su cochecito. Y tú, ¿qué tal? Cuídate en comer y todo lo necesario. Esta noche te llamaré. Bueno, esto te lo digo y me escucharás antes de leerlo. Supongo que tu madre y hermana seguirán bien. Dale besos a la niña y familia, y para ti, de quien mucho te quiere, tu Pedro”. Estas palabras, recogidas hace unos años por el Diario AS en una de sus memorias sobre Berruezo, fueron las últimas que Pedro dedicó a su familia, horas antes de caer en la banda del pontevedrés estadio de Pasarón.
Al llegar el alba, y preparando ya el traslado del féretro de Berruezo a Málaga, su viuda, Gloria, quiso la alianza que portaba el jugador aún en la mano. Sus compañeros, presentes en el momento, abrieron el ataúd y recuperaron el anillo. Fue Isabelo el encargado de cogerlo y entregárselo a la viuda, a la vez que cogía una de las espinilleras que aún llevaba puestas el malogrado jugador. Gloria, la viuda de Berruezo, estaba embarazada en esos momentos. Unos meses después, el primer día de mayo de 1973, nacería Pedro Berruezo Bernal, el futbolista que ahora, treinta y cinco años después, el 1 de junio de 2008, ve cómo su compañero Álvaro se retira lentamente del terreno de juego y espera su oportunidad para saltar al césped de Pasarón. Unos años antes, el jugador había recibido de manos de Isabelo la espinillera que éste había guardado durante dos décadas. Y ahora, treinta y cinco años después, pisa el campo en el que murió su padre. Berruezo vuelve a la banda de Pasarón.