El que la arquitectura guarde una relación ancestral con el suelo que ocupa es algo que no podemos cambiar. Puede ser ligera y tocar la tierra sólo a través de pequeños apoyos, o puede permanecer semienterrada, fusionada entre rocas, pero nunca puede ignorar el soporte como un estrato más de su constitución. Lo que sí que es cierto es que hay terrenos más amables que otros a la hora de habitarlos. Lanzarote no es uno de ellos. Hace no mucho tiempo, parecía que allí no era el hombre el que adaptaba el lugar a sus necesidades, sino todo lo contrario. Debido a su gran dureza, el terreno volcánico es muy difícil de acondicionar, así que la arquitectura vernácula acabó por fusionarse con el suelo.
Para ponernos en contexto en esto de la relación de lo construido con el terreno, probablemente llegaríamos a personajes como Robert Smithson. Él fue quien acuñó el término land art para denominar esas actuaciones, a medio camino entre el paisaje, el arte y la arquitectura, que realizó utilizando el terreno como una gran escultura abstracta. La conocida Spiral Jetty (1970) podríamos verla como una obra y experimentarla como un camino, un rompeolas o un espacio público. Excavar la superficie del suelo quizás es la búsqueda primigenia del espacio.
Algunos jardines y parques en la obra de Isamu Noguchi presentan también muchas similitudes con el land art, aunque van un paso más allá hacia el campo de lo arquitectónico. Noguchi nos sumerge en ese playground de colinas y hondonadas, que hacen a la arquitectura partícipe o parte del suelo. Algo análogo, salvando las distancias, sucede con César Manrique en Lanzarote. A gran escala, los Jameos del agua (1966) o su propia vivienda -conocida como La Fundación- son un juego con la plasticidad de los tubos volcánicos, tal como los niños se divierten construyendo cuevas en montones de arena mojada.
La misma reflexión también funciona en sentido contrario, manipulando el interior de los materiales en vez de la superficie de éstos. El vacío geométrico soñado por los artistas es el que aparece en los grabados de Chillida o en los lienzos de ondas quebradas de Palazuelo, los cuales representan algo así como gigantes espacios excavados . Blanco sobre negro, negro sobre blanco. Este tipo de arquitectura estereotómica ha sido siempre difícil o casi imposible de llevar a cabo, aunque hay muchos ejemplos que han bebido incesantemente de obras artísticas como las del escultor vasco en búsqueda del “vacío construido”. Volviendo a César Manrique, sería demasiado simplista considerarlo tan sólo como artista por los huecos buscados-excavados en lava que convirtió en zonas habitables. Sus proyectos no se reducen sólo al lugar deshumanizado sobre el que se ha erigido una cierta arquitectura. Estos edificios –aunque, más bien, deberían llamarse intervenciones- son como una especie de filtro entre la mano del hombre y el entorno natural. Manrique fue especialmente consciente de que la naturaleza fluye, de que está constituida por ritmos y procesos, y empleó esta circunstancia como una condición seductora para su arte y arquitectura. También, muchas de las manifestaciones artísticas contemporáneas –el videoarte, las instalaciones, la arquitectura efímera…- intentan aproximarse a esta idea de cambio e influencia del tiempo, que en las obras y edificios tradicionales es más difícil de apreciar. Los espacios iluminados de James Turrel serían, por ejemplo, paramentos y techos inmateriales que aprovechan la tridimensionalidad de la luz para generar espacio. Lo mismo la nebulosa que rodea al edificio Blur de Diller y Scofidio, una piel cambiante que se apodera de los sentidos. La fenomenología es parte de la naturaleza, y la arquitectura ha asimilado positivamente este mensaje, por eso los espacios del S. XXI no serán sólo contenedores, sino también lugares que también disfrutamos a través de la percepción.
La Fundación César Manrique (1968), lo que fuera la vivienda de este artista, es el ejemplo que conjuga todos sus ideales, a modo de casa-manifiesto. “Convirtamos nuestra vida en una obra de arte”, contaba Manrique, y fue lo que precisamente hizo. Aunque hoy se accede a la Fundación como a un centro turístico convencional, en el pasado no debía ser muy diferente exteriormente a cualquier casa de labradores: blanca, irregular, imperfecta y rodeada de voraces coladas de lava. Lo que no puede uno imaginarse es la explosión de huecos y color al interior. Sobre la cota del suelo se asientan las habitaciones “tradicionales” de una casa, comunes en cuanto a su uso y geometría. Predominan las líneas rectas, y los espacios concatenados, aunque no hay ejes estructurales que ordenen la planta. Son frecuentes los huecos en medio de las estancias, que permiten al turista curioso asomarse al nivel inferior. Probablemente el detalle más impresionante es la ventana del salón, rebosando roca volcánica contra el fino vidrio. Esta ventana enmarca el cuadro de la lava inerte afuera. Aparte de mobiliario y otros objetos escultóricos que el mismo Manrique diseñó, en las paredes se exhibe su extensa y valiosa colección de arte contemporáneo: Miró, Chillida, Mompó, Picasso o Tàpies, entre otros. En la planta inferior surge un mundo completamente distinto de cuevas y corredores en roca viva. Parece como si la tímida ortogonalidad de la planta primera, se hubiera deformado ya sin tapujos. La intervención quiere ser mínima, así que, aprovechando las burbujas volcánicas, se van encadenando patios y otras estancias redondeadas. Interior y exterior se alternan en una sucesión sorpresiva, pues, cada vez que se atraviesa el umbral de una puerta, nunca sabes si saldrás fuera o permanecerás dentro. Los lugares estanciales, de geometría oblonga y abiertos al cielo, están repletos de objetos artísticos y cojines; como si aún quedaran recuerdos de noches circulares, de conversaciones y copas con amigos del artista. Hay un continuo contraste cromático. Cada patio asemeja un diminuto paraíso vegetal de suelo blanco y paredes negras; hay pequeñas piscinas, de agua muy azul, con ese aire idealizado de casa junto al mar.
Esta vivienda subraya el compromiso con el medio ambiente que, para gran fortuna de los lanzaroteños, Manrique extendió a toda la isla. En verdad, hay muy poca arquitectura en La Fundación, todo es más bien tosco, como una búsqueda de ese primigenio lugar de cobijo que la humanidad intentó construir. Si desapareciera esta casa, el paisaje, de algún modo, seguiría siendo el que era. Decía Antoni Tàpies que “la materia es el elemento sustancial de la vida”, refiriéndose a esta materia originaria que pertenece a la naturaleza y vuelve a ella. Tanto él como Manrique son artistas que exploran su entorno natural a través de los materiales, creando pinturas con relieve y arañando la plana superficie de las cosas. Este estado de contacto con lo elemental de la naturaleza es, de alguna manera, el que hemos visto también en las fotos de César Manrique caminando desnudo por Lanzarote, entre las piedras negras de malpaís. El arte necesita de la naturaleza, y la arquitectura, además, tiene que convivir y relacionarse con ella en una búsqueda de equilibrio al posarse en el suelo y exponerse a los factores que la constituyen, pero que le proporcionan nuevos significados.
Preciso y precioso.