Una juventud activa y bulliciosa es preludio indispensable para una vejez independiente y con propios recursos; mientras que aquel que de joven es un pan sin sal será en su vejez la verdadera imagen del aburrimiento.
R. L. Stevenson,“La gruñona vejez y la juventud”.
“A Lodging for the Night” (“Hospedaje para una noche”), el primer relato de R. L. Stevenson en ser publicado, el 14 de octubre de 1877, en The New York Times, tiene como protagonista a François Villon, poeta francés de finales de la Edad Media, bachiller en artes por la Universidad de París y frecuentador de los ambientes más canallas de la ciudad. Es una noche de noviembre de 1456. La nieve azota la ciudad. El poeta huye de las patrullas nocturnas, tras haber presenciado el asesinato de uno de sus compañeros de correrías a manos de otro de sus amigos. Debe huir de la horca que sin duda le espera, pero también encontrar cobijo para pasar la noche y no morir de frío. En su vagar por las calles nevadas encuentra el cadáver de una joven muerta por congelación, a la que registra sin contemplaciones para apoderarse de su escaso dinero. Mientras lo hace, reflexiona sobre “el misterio de la vida humana”, pues su mala suerte no ha permitido a la pobre víctima gastar sus cuartos en un último placer de los sentidos, antes que se comieran su cuerpo los gusanos.
Tras llamar en vano a varias puertas, llega a una casa en la que ha reparado en otras ocasiones, donde por una vez pedirá una cena honradamente en lugar de robarla. Su anfitrión, un anciano caballero con el que conversará el resto de la noche, se presenta como un noble señor que ha servido en varias guerras durante su juventud, y que reprocha a Villon su vida disipada dedicada al robo y la rapiña, a pesar de tratarse de un hombre cultivado que incluso sabe su parte de latín, en lugar de mantenerse gracias a un oficio honrado. El poeta, por su parte, le responde que sus malas artes son también habituales entre los soldados, que también practican la rapiña y que además en muchas ocasiones dejan tras de sí un rastro de campesinos ahorcados cuando éstos no responden a sus requerimientos de dinero para mantener sus campañas. La vida del soldado, por otra parte, no es tan dura como se dice, pues come y bebe de continuo al calor de un buen fuego, mientras el ladrón debe arriesgar su salud y su vida por un mendrugo de pan. Incluso, si se preguntara a los campesinos a quién prefieren, al ladrón que roba una sola oveja y no causa mayor daño, o al soldado que roba un rebaño entero y arruina a su propietario, sin duda el campesino preferiría al ladrón. Por último, son las circunstancias y el azar los que han hecho de Villon un bandido y de su anfitrión un gran señor, pero sus papeles se habrían podido intercambiar perfectamente de haber sido las cosas de otra manera. Al sentirse comparado con un ladrón, el anciano caballero se enfurece y comienza a hablar de honor, de fe y de elevados sentimientos, a lo que Villon responde que él mismo es sin duda un hombre de honor, pues siendo joven y estando armado, hubiera podido conseguir por la fuerza lo que ha pedido honradamente. El caballero termina por insultarlo y echarlo de su casa. El poeta se va, no tras antes añadir que su anfitrión es, sin duda, un hombre honorable, pero que le gustaría poder decir también que es inteligente, mientras que su cerebro está agarrotado y reumático por la edad. Su último pensamiento al abandonar la casa es: “Un viejo caballero bastante soso. Me pregunto cuánto valdrán sus cálices.”
Ya en este relato inaugural hallamos algunos de los temas más queridos por el autor escocés: ¿cómo vivir nuestra vida?; ¿es el azar o el destino el que nos hace ser lo que somos?; ¿somos víctimas de las circunstancias o, por el contrario, dueños de nuestra vida por la propia voluntad? En el caso de “Hospedaje para una noche” podríamos añadir además la oposición entre la ardorosa juventud y la vejez que se permite dar consejos basados en la experiencia, pero que no logra ocultar su mediocridad. Y ese es, precisamente, el asunto que trata el escritor en su ensayo “La gruñona vejez y la juventud”, que forma parte del volumen Virginibus puerisque y otros ensayos, del que pretendo ocuparme aquí.
Mientras que el nombre de R. L. Stevenson como autor de obras de ficción es de todos conocido (salvo, a grandes rasgos, por el público infantil y juvenil, que ha perdido el gusto, entre otras cosas, por las historias de piratas, convirtiendo su poema introductorio a La isla del tesoro en una profecía lamentablemente cumplida), la faceta como escritor de ensayos del autor escocés resulta bastante menos popular. Y el caso es que, como señalan A. Pinto y J. Polo (3), su carrera literaria comenzó con la publicación de algunos de ellos en revistas como Macmillan’s Magazine y The Cornhill Magazine, allá por 1876. En 1881 fueron editados en forma de libro los que había publicado hasta entonces por separado, bajo el título Virginibus puerisque and Other Papers. Stevenson se curtió como escritor por medio de la escritura de ensayos, lo que le permitió ir depurando su estilo (La isla del tesoro, libro que le traería el aplauso popular, se publicó en 1883; El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde –“su mejor libro”, según Nabokov-, en 1886). El título latino, el del ensayo que aparecía en primer lugar, lo tomó Stevenson de Horacio:
Favete linguis: carmina non prius/audita musarum sacerdos/virginibus puerisque canto.
(“Guardad silencio : poemas no oídos antes/ yo, sacerdote de las musas,/ canto a las doncellas y muchachos”
¿Por qué leer los ensayos de Stevenson? Para él, como para otros ilustres predecesores (pensemos en el creador del término, Montaigne), el ensayo es una forma de relación íntima y cómplice con el lector, acerca de los más variados temas y vivencias personales del propio autor. Y, tratándose de una personalidad como la de Stevenson, eso ya debería bastar. (Acerca de su carácter, ahí va una muestra, que ha servido para dar título a este artículo: sabemos que su hijastro de doce años, Lloyd, hijo de un anterior matrimonio de su esposa Fanny Osbourne, ocupaba sus días en el sanatorio de Davos donde Stevenson intentaba recuperar su maltrecha salud, allá por 1881, con un teatro de marionetas, un ejército de soldados de hojalata y una pequeña imprenta, todos ellos regalos de su padrastro. ¿Quién no envidiaría la suerte del pequeño Lloyd?).
Toda su impresionante obra, que comprende ensayos, libros de viajes, novelas, relatos, teatro, poesía, crítica, sin olvidar su correspondencia (Stevenson escribía de forma compulsiva, dondequiera que estuviese: a bordo de un barco, en un tren a través de los Estados Unidos, e incluso mientras tosía sangre y era presa de violentos ataques de fiebre), es un espejo del hombre que la creó. Vitalista, intelectual, bohemio, romántico consumado, su intensa personalidad aparece constantemente en todo lo que escribió. Walter de la Mare dijo de él: “Realmente lo vemos en cada línea que escribió: aquella cara alargada, aquellos oscuros ojos acogedores, aquel cabello liso, aquellos delgados dedos”. Sin embargo, lo más interesante que podemos descubrir en sus ensayos no es el aspecto físico del escritor, sino su atractiva personalidad: su amor por la vida, por la lectura y por la naturaleza; su gran sentido del humor; su revolucionario (y no sólo para su época) concepto de la moral (lo veremos, por ejemplo, en su “Defensa de los desocupados”); la búsqueda de la paz interior y de la “verdadera sabiduría”, que “es saber estar acorde con nuestra edad y cambiar de buen talante según las circunstancias van cambiando”.
¿Cuál es el propósito de estos ensayos recogidos en Virginibus puerisque? El propio autor lo deja bien claro ya en la dedicatoria, dirigida a su amigo W. E. Henley:
“[…] yo empecé a escribir estas cuartillas con un definido propósito: ser el abogado, espero que no del diablo, sino de la juventud; exponer claramente, pero con suavidad, las opiniones de la juventud en oposición a las argumentaciones de la vejez […]. Yo me aferraba con todas mis fuerzas a aquella edad maravillosa; pero, por muy buen deseo que se tenga, no hay hombre que pueda estar siempre en sus veinticinco años.[…]
Es buena cosa haber sido joven en la juventud y, según los años van pasando, irse haciendo viejo. Son muchos los que ya son viejos antes de haber llegado a los veinte; pero ir cambiando de modo deliberado a través de las distintas edades es saber extraer la esencia de una verdadera educación.” (“Dedicatoria”, op. cit., pp. 17 y 18).
Stevenson considera que, si bien la juventud no siempre acierta en sus opiniones, es muy probable que la ancianidad no ande mucho más acertada en las suyas. Tras equivocarse en toda su vida, el anciano considera que ahora está en lo cierto. Tras siglos de fracasos, la humanidad aún está a la espera de un milenio feliz. Es más: ¿por qué avergonzarse de sostener ciertas opiniones en la juventud? Sería como avergonzarse de haber pasado por las distintas etapas de un viaje antes de llegar al destino.
Nuestra vida, el paso de nuestros breves años, es para el autor comparable a un torrente que arrastra al ser humano. No hay tiempo para hacer una pausa para cambiar:
“No es ésta ciencia de laboratorio en el que las cosas son experimentadas con minucia, sino que teorizamos con una pistola arrimada a la sien.” (“La gruñona vejez…”, p.77).
Sin embargo, el hombre puede aprovechar las distintas etapas de su viaje, la juventud en este caso, para mejorar y hacerse más sabio:
“Si hemos de completar y perfeccionar nuestra naturaleza y hacernos más grandes, más fuertes y más comprensivos en espera de una vida mejor en el futuro, debemos esforzarnos lo más posible mientras aún estamos a tiempo. Porque querer luego dotar de alas a una persona respetable y aburrida será hacer una parodia de ángel.” (“La gruñona vejez…”, pp. 84-85).
En otro de los ensayos del libro, “Defensa de los desocupados”, el autor nos habla de las muchas ventajas del saber disfrutar de no hacer nada. O, mejor dicho:
“La llamada indolencia, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer mucho de lo que no está reconocido en los dogmáticos formularios de las clases dirigentes, tiene tanto derecho a mantener su posición como la propia laboriosidad.” (“Defensa de los desocupados”, p. 87.).
A la juventud, según Stevenson, le va bien un poquito de indolencia. El escocés, gran amante de los libros como fue, opina que la verdadera educación no consiste solamente en encerrar a los jóvenes en aburridas clases:
“Los libros están bien en su estilo, pero son un pálido sustituto de la vida. Parece una pena estar como la dama de Shalott, mirando en un espejo, vuelto de espaldas al clamor y bullicio de la realidad. Y a quien se entrega demasiado a la lectura, como nos recuerda una vieja anécdota, no le quedará tiempo para pensar.” (ídem, p. 89).
Y no es que Stevenson, cuya cultura libresca es innegable, desprecie el conocimiento adquirido con esfuerzo: es simplemente que le resulta árido y frío, si no va acompañado del aprendizaje que proporcionan “los hechos palpitantes y calientes de la vida”, que están a nuestro alrededor, sin que tengamos que hacer nada más que mirar en torno. La calle es, para nuestro autor,
“(…) un poderoso lugar de educación que fue la escuela favorita de Dickens y Balzac y hace cada año muchos oscuros maestros en la ciencia de la Vida. Baste con esto: el muchacho que no aprende en la calle es que no tiene facultades para aprender.” (ídem, p. 90).
No es que quien hace novillos esté siempre en la calle. A través del contacto con la naturaleza, “se sentirá elevado a agradables pensamientos; y verá las cosas a una nueva luz. Si esto no es educación, ¿qué es entonces?”.
Un par de perlas más nos muestran su revolucionario concepto de la moral y su acusado espíritu individualista:
“Mostrar una excesiva diligencia, ya en la escuela o en la universidad, en la iglesia o en el comercio, es un síntoma de vitalidad deficiente; y cierta facultad para la vagancia implica un universal apetito y un fuerte sentido de la identidad personal.”
“Las cosas que se hacen por gusto son más beneficiosas que las que se hacen por obligación; participan de la cualidad de las mercedes en que no son forzosas y son por ello dos veces benditas.” (ídem, pp. 93 y 96).
Las personas que han seguido este modo de vida son personas felices, que irradian benevolencia e iluminan una habitación al entrar en ella.
“De modo que si una persona no puede ser feliz más que estando ociosa, ociosa debe permanecer. Es un precepto revolucionario, pero gracias al hambre y al asilo no hay peligro de que se abuse de él demasiado”. (ídem, p. 97)
Los asuntos tratados en el libro son muy variados: el matrimonio y las relaciones con los demás (“Virginibus puerisque”), la enfermedad (“Al Sur”), la esperanza (“El Dorado”), el contacto con la naturaleza (“Excursiones a pie”) o la nostalgia de un tiempo pasado (“Apología de las farolas de gas”) son algunos de ellos, que no pueden ser tratados aquí de forma exhaustiva. Sin embargo, no quisiera terminar este incompleto recorrido por Virginibus puerisque sin mencionar el ensayo que el autor dedica a la muerte, el titulado “AEx triplex”. Stevenson, desde muy temprano aquejado de tuberculosis (que no fue lo que finalmente lo mató, sino, al parecer, una hemorragia cerebral), sabía como nadie que nuestras vidas penden de un finísimo hilo. La muerte “sobrepasa a todos los demás accidentes de la vida, pues es el último de ellos”. Ya llegue de improviso, ya se acerque poco a poco, tan solo provoca devastación. Sin embargo, no debemos dejarnos llevar por la melancolía y los pensamientos fúnebres:
“Es mejor perder la salud como un manirroto que desperdiciarla como un miserable. Es mejor vivir y acabar luego de una vez que morir día a día en un cuarto de enfermo. A todo evento, empecemos nuestra página; aun cuando el doctor no nos dé vida más que para un año; aun cuando dude si llegaremos a tenerla para un mes, demos una valiente arremetida y veamos qué es lo que puede hacerse en una semana.” (“AEx triplex”, p. 126)
No importa que las tareas emprendidas por el ser humano lleguen o no a buen término. Su solo propósito, el mismo ímpetu que lo mueve a actuar (su “valeroso y esforzado corazón de ratón”, que diría nuestro Ferlosio, son suficientes para que la muerte no pueda arrancar de su alma ni una sola ilusión. Los amados de los dioses mueren jóvenes, decían los griegos. Según Stevenson, no importa la edad a la que muera un hombre, esto es morir joven.
El último párrafo de este ensayo, literariamente hermosísimo, es de los más llenos de fuerza y esperanza para nuestro corazón de ratón que hay en el libro, y que yo haya leído nunca. Cedamos la palabra a Stevenson una vez más:
“Cada corazón que ha latido con fuerza y con alegría ha dejado tras sí en el mundo un impulso esperanzado y ha contribuido a mejorar la tradición de la Humanidad. Y aun cuando la muerte, como una trampa abierta, atrape a los hombres; y, en medio del camino, cuando exponían vastos proyectos, cuando planeaban monstruosas fundaciones, cuando se sentían arrebatados de esperanza y borboteaba en sus bocas el más jactancioso lenguaje, fueran de repente cogidos en el lazo y obligados a guardar silencio, ¿no hay algo valiente y brioso en tal fin? ¿Y no parece que la vida se va con más nobleza, saltando, espumeante, de una vez, el precipicio que desparramándose en arenosos deltas hasta perderse?” (“AEx triplex”, p. 127).
Stevenson fue, sin duda, un hombre intenso, apasionado por la vida. Sabiéndose condenado a una muerte temprana, temió que su nombre, como el del romántico John Keats, fuera “escrito en el agua”, y quiso dejar tras él una pequeña pero indeleble marca que dejara constancia de su paso por el mundo. Nosotros, en un tiempo de remedios inmediatos, milagrosos y fraudulentos para nuestras crisis de identidad, en el que los agoreros de turno nos alertan contra supuestas pérdidas de valores del llamado mundo occidental, tenemos al alcance de la mano, y por un más que módico precio, este hermoso libro que, como poco, consuela, divierte y ayuda a vivir mejor. Si ustedes no quieren acabar como el respetable anciano de “Hospedaje para una noche”, vayan inmediatamente a una librería y háganse con un ejemplar de Virginibus puerisque, o róbenselo a un amigo si lo tuviera criando polvo en sus estanterías. Pero, rayos, truenos y centellas, léanlo.
http://hyperbole.es/2015/09/tusitala-susurrando/
http://hyperbole.es/2012/10/literatura-la-mejor-definicion/
Algún día, el siglo será stevensoniano…. ;-P
Supongo que por razones de espacio el texto aparece sin notas. Me gustaría añadir que todas las citas de Virginibus puerisque están extraídas de la edición de J. Polo y A. Pinto, en Alianza Editorial. La traducción, atribuida a Eulalia Galvarriato, es magnífica, y se trata de una edición fácil de encontrar.
El relato “A Lodging for the Night” puede encontrarse, entre otros lugares, en The Complete Stories of R. L. Stevenson (The Modern Library, New York), editado por B. Menikoff, cuya introducción me ha sido de gran ayuda para algunas de las ideas del texto. Hay traducción española (en Cuentos completos, edición y traducción de J. A. Molina Foix. Valdemar, 2013).
La referencia a Ferlosio se encuentra en “La homilía del ratón” (El País, 3 de febrero de 1981).
Gracias por descubrirme otra faceta para mi desconocida de este autor. Voy a ver si me hago con una edición de Virginibus puerisque y lo leo. Lo que comentas de la indolencia es genial!
http://marxmadera.org/sites/marxmadera.org/files/lafargue-refutacion-del-trabajo.pdf
Es una gran fuente de inspiración para quien conoce su historia y esta dentro del mundillo, espectacular el artículo.