15 años de las “Reglas para la supervivencia de la novela” de Vicente Verdú 

Antes de nada, debe leerse el texto en cuestión, que se publicaba en 2007 en forma de decálogo/manifiesto en el semanal sobre libros en general “Babelia” del diario El País , y que, por estar muy bien escrito, articulado y argumentado, creo que merece una revisión 15 años después. Aquello tuvo, a mi juicio, una continuación tres años más tarde, en la columna titulada Contra la imaginación, y publicada también en El País.

Como se ve, son dos formidables reflexiones en muy apretado espacio respecto del papel de las letras en el mundo actual, ese mundo que se dirige hoy inexorablemente a lo que llaman the Next Big Thing, o sea, el Metaverso[1], la conexión de realidad virtual total, esa especie de “Internet hecha carne” que pronostican sus propagandistas y que Verdú aún tuvo tiempo de conocer bajo la imagen de la película The Matrix. Cuando era yo un filósofo recalcitrante, me solía gustar mucho leer a Vicente Verdú, precisamente porque le sacaba punta magistralmente a este tipo de cosas tan fascinantes . Verdú era ya mayor cuando yo le leía, y más aún cuando emitió el decálogo arriba transcrito, y de ahí el psicólogo de a pie podría deducir sabrosas pistas acerca de su necesidad de ser el más moderno y adelantado de todos, como quien dice “el más valiente entre mil”. Ahora tenemos a otro Verdú más bisoño en El País, Daniel Verdú, del que no he conseguido establecer la filiación a través del Google, pero no es necesario, puesto que el estilo de este último es más claro, sus lecturas más fáciles, y sus temas, en efecto, más “blogueros”, como pedía Verdú Senior en 2007. ¿Quiso el padre, o el tío, o el colega de rotativo, vivir desde el joven como “un acartonado Frankenstein”, por usar sus mismas palabras? No es de nuestra incumbencia…

Alberto Olmos

Lo llamativo y lo que me importa aquí de las Reglas para la supervivencia de la novela es que la prédica de Verdú no andaba buscando con el fanal a los literatos del futuro, sino que simplemente describía con riqueza de adjetivaciónes e ingenio lo que lleva existiendo hace más de cuarenta años, si no centurias. Recuerdo, por ejemplo, de mis mocedades lectoras a Quim Monzó o Sergi Pàmies en la España de los ochenta, pero a ellos podría unir ahora los nombres de Amélie Nothomb en Francia o el del Alberto Olmos de Trenes hacia Tokio también en nuestro país, quienes ya escriben y escribieron en el modo fragmentario, sin apenas estructura y pivotando sobre las vicisitudes del yo (allí donde el sujeto de enunciación es el mismo que el sujeto narrado y narrativo) que proclamaba Verdú. Hoy, supongo que Anagrama y otras editoriales de éxito deben estar ya llenas de eso que pedía Verdú para reverdecer la escritura mediante una suerte de toma de conciencia de sí misma en los tiempos del espectáculo ubicuo. Por no hablar de la Generación Nocilla, la Generación Mutante, la Generación Millennial y un largo etc., todo lo que ha recibido aquí sonoros nombres en la promoción editorial so capa de vanguardismo juvenil y que a menudo, como rimaba Machado, desprecia cuanto ignora. Los vanguardismos son siempre un poco sospechosos en un aspecto, y es cuando prometen que van a acabar con el excelente academicismo de un Jean Auguste Dominique Ingres y a cambio te devuelven una tela llena de manchas embadurnada a cubazos que además debes descifrar. Como generaciones son bien efímeras, pues siempre tienen pisándoles los talones otras que haciendo uso legítimo del Edipo reclaman su derecho a matar al padre que antes fue hijo para ocupar ahora su lugar. Los dioses por lo visto se divierten mucho con estos crímenes familiares, bien entendido que me refiero, desde luego, a los dioses seculares de la edición….  

Hermann Broch

Y esa es la cuestión. Verdú fue uno de los responsables en España sin pretenderlo de la confusión entre lo ultramoderno y lo posmoderno. La deconstrucción de la novela moderna se ha perpetrado ya un millón veces con muy notables resultados la mayoría de las ocasiones, de modo que Verdú llegaba un poco tarde para erigirse en el Schönberg de la literatura. Tiene razón Verdú en que la literatura debe buscar su terreno específico, y no servir de antesala al cine, las series o los videojuegos, pero es que eso, insisto, es lo que ha sido casi siempre la literatura del pasado, tanto inmediato como remoto. ¿En qué sentido, por ejemplo, la conciencia fenomenológica puesta en obra con gran dificultad por Hermann Broch en La muerte de Virgilio podría ser otra cosa que literatura? ¿Cómo, en otro caso, podría ser convertido en audiovisual Los idus de marzo de Thornton Wilder, una novela epistolar y para colmo coral sobre la Roma previa al asesinato de César? O, por terminar con algo patrio… ¿Qué serie, qué película se podría realizar con Cinco horas con Mario de Miguel Delibes que pudiese competir no ya con la novela, sino siquiera con los monólogos teatrales que sí han podido ser escritos sobre ella? Creo que Verdú no pensó bien lo que decía, a causa de que su concepto de novela estaba francamente reducido al folletín decimonónico de diez o veinte nombres ilustres verdaderamente grandes. Pero en ese mismo siglo tenemos Las confesiones de un inglés comedor de opio y sus secuelas, que es uno de los mejores libros de la historia universal y que cumple ya todos los requisitos que Verdú detalla en su decálogo[2]. Así que lo que ocurre es eso, que Verdú acertaba, pero respecto del pasado más que respecto del futuro. En su cabeza, creo yo, había una dicotomía entre Doña Perfecta de Galdós y un bloguero, y claro, planteada de esta forma la rivalidad, parece elemental inclinarse por un bloguero en pleno s. XXI.

Sin embargo, no es eso lo que tenemos a nuestro alrededor 15 años después. Los blogueros no pintan nada hoy, han sido sustituidos por youtubers que no tienen relación alguna con la lectura, ni consumida ni producida. Y las novelas que más se venden en la actualidad son, en efecto, plots para series de millones de seguidores, como la obra de ciencia-ficción de Margaret Atwood o la enésima recreación del conflicto vasco en el Patria de Fernando Aramburu. Desde este punto de vista, lo curioso de volver hoy al decálogo/manifiesto de Vicente Verdú es que lo que allí se reivindicaba se cumplía mucho más entonces que ahora, por ejemplo en la narrativa de autoficción lírica y suburbana de Francisco Umbral -o en El Giocondo, donde se explora el Madrid del ambiente gay nocturno donde el escritor no es protagonista-, o mucho antes en el memorialismo alambicado y puesto al servicio de la sensación de Marcel Proust o, llevando las cosas a un extremo, en el relato de sus propias andanzas de Jenofonte en Anábasis, que es del s. V a.C. Lo que vengo a decir es que si somos rigurosamente fieles a las reglas sugeridas por Vicente Verdú en 2007 para la no extinción de la escritura frente al avance arrollador de otros medios entonces lo más ultramoderno y vanguardista que se me ocurre a mí en estos momentos no es Lectura fácil de Cristina Morales, una novela lineal, social y de tesis al fin y al cabo, como toda la vida, como en la novelística de Émile Zola, sin ir más lejos, sino la Vita Nuova del Dante, que lirifica su propia vida alternando prosa y verso, o La vida de las abejas de Maurice Maeterlinck, que no se sabe si es filosofía, poesía o naturalismo… 

Maurice Maeterlinck

Es cierto que, como decía Hemingway, “nadie que tenga un cierto ingenio, que sienta y escriba con sinceridad acerca de las cosas que desea decir, puede escribir mal”, y es cierto también que todos tenemos una posición única con respecto al conjunto de la realidad que merece ser contada, pues, como escribe por su parte Dennis Overbye, casi retomando el concepto leibniciano de mónada “no es solo poesía; matemáticamente, en términos de Einstein, toda la información y la historia disponibles en cualquier lugar del universo se conocen como un cono de luz. Todos tenemos uno y el de cada quien es un poco diferente, lo cual significa que el universo de cada uno es ligeramente distinto”. Pero lo que ya no resulta tan verosímil o relevante es el hecho de que las llamadas “nuevas tecnologías” tengan forzosamente que modificar demasiado nuestra experiencia de la escritura. ¿De verdad es un WhatsApp en el que uno teclea “ya estoy llegando” algo que trastoca absolutamente nuestra percepción de la cultura? ¿El protagonista del American Psycho de Bret Easton Ellis es revolucionario  porque es millonario, bróker, asesino y diserta acerca de Supertramp (chiste malo: sin duda la banda favorita del expresidente de EEUU…), y no lo es tanto Quentin Compson III, ese pobre chico al que William Faulkner hace cargar con toda la intrincada mierda psíquica familiar (Julián Marías decía muy bien que las novelas cuentan unas cosas después de la otra, menos Faulkner, que cuenta las cosas unas dentro de otras…) de El ruido y la furia y ¡Absalóm, Absalóm!? ¿De verdad un blog interesante lo podría redactar hasta Bertín Osborne entre vinillo y vinillo y con el auxilio de un corrector ortográfico, otro de estilo, y hasta otro más de modales?

Yo entiendo que ni Vicente Verdú ni usted ni el que esto suscribe estamos en condiciones de juzgar si esos nuevos entornos de comunicación configuran o van a configurar nuevos lenguajes realmente valiosos o son sólo juguetitos pijos debidamente democratizados. El tiempo lo dirá. Pero lo ultramoderno es creer ver al tiempo venir, con el razonamiento implícito de que si ya se han producido transformaciones que parecen habernos cambiado la vida es que podemos aguardar más y mejores para mañana mismo. Creo que a Vicente Verdú le daba algo de mal rollo eso de formar parte de aquellos que, según la vieja serie animada francesa que vimos de niños, Érase una vez el hombre, “siempre están ahí para oponerse al progreso”. En cambio, lo posmoderno es más bien la coexistencia de los modelos: no Galdós o un blog, sino Galdós y el blog, o el blog a la manera de Galdós, o los Episodios Digitales de Benito Pérez Punto 2, etc. etc. Que unos modelos, o unas formas estéticas o vivenciales “progresen” sobre otras no sólo es harto discutible, sino que nos lleva a preguntarnos quién decide cuál pasa dentro y cuál se queda fuera, como hacen los porteros de discoteca. Cuando esta cuestión se planteó para las letras en el siglo XVII, en la célebre Querelle des anciens et des modernes -para que se vea que ni el debate lo hemos inventado nosotros-, la cosa quedó en empate, con el dictamen final de que la literatura no es como las ciencias, sino que se muestra demasiado dependiente del talento individual de cada creador. Hoy ni siquiera creemos ya que las ciencias sean como Las Ciencias, de manera que…

Brett Easton Ellis

En fin, lo que no entiendo es porque a Vicente Verdú no le gustaban un poco los bestsellers de Michael Crichton, por ejemplo (que en gloria esté como estuvo en vida). Acoso, por ejemplo, es verdad que es el perfecto artefacto burgués de intriga que remeda los patrones decimonónicos, pero incorpora tecnologías sorprendentes, un elaborado discurso científico, experiencias de carácter empresarial, sexo extrafamiliar en que se invierten los roles de género habituales, y mogollón de ultramoderneces semejantes. Yo sí lo prefiero con mucho al diario de alguien que no conozco personalmente, sea Samuel Pepys o sea Iñaki Uriarte, precisamente porque Michael Crichton hablaba en tercera persona. Es realmente inconcebible que la tercera persona sea más arrogante que la primera. Cuando hablo en mi nombre, ejerzo mi cedazo sobre el mundo del modo más soberano, y si además soy irónico, efectivamente desprecio cuanto ignoro. El lector sólo puede aprender de mí a mí mismo… ¿cabe mayor orgullo luciferino?[3] Aducía Voltaire que el amor propio es como el órgano sexual humano: cada uno tiene el suyo, nos da placer y por eso es educado mantenerlo discretamente escondido. Con el desprecio propio, cuando es escrito, ocurre lo mismo multiplicado por dos o por mil (Dostoievski, Fante, Bellow, Crumb y tantos otros…) Enseñarla cuando es grande ya atenta al pudor, por seguir el símil de Voltaire, pero mostrarla cuando es birriosa y porque es birriosa requiere ya de cierta ayuda especializada… 

Vicente Verdú era muy inteligente y clarividente, pero yo propondría la visión inversa: que los libros nos cuenten lo que no somos. Justamente el cine, las series, etc., realizan ya la tarea de servirnos de espejos e incluso de fabricarnos una fantasía solipsista. El autor es un artesano, en eso estoy de acuerdo, pero sus materiales los encuentra fuera de sí, no en su ombligo. Que busque en la aludida “periferia” y no que levante muros de protección. La “muerte del formato novela”, se anuncia…. Como decía alguien que no recuerdo, y al contrario de lo que se piensa, la muerte está en nuestras manos, la vida no. 

Michael Crichton

[1] Cuya concepción, por cierto, proviene precisamente de una novela, Snow Crash, de Neal Stephenson,1992.

[2] Si no conocen todavía esa maravilla de ensoñación e ironía estrictamente atenida a hechos biográficos, lo tienen aquí: Lo que me pregunto ahora, recordando al ínclito inglés, es en qué han mejorado nuestras felicidades farmacológicas. De Quincey compraba el láudano en la botica, y le proporcionaba mucho más que bienestar, mucho más: visiones sublimes, horas y horas de una euforia serena, sensaciones divinas… Una modificación de la conciencia, por tanto, en términos de su expansión sin límite, un presentimiento, quizá, de Espíritu, con mayúsculas, y, desde luego, un nuevo horizonte para la creación poética, como fue el caso de su íntimo amigo y también opiómano Samuel Taylor Coleridge. No obstante, por unas causas u otras, finalmente el consumo de opio devino tormento hace poco más dos siglos. ¿En algún momento De Quincey se arrepintió de su vecindad habitual con el Paraíso? Bastante poco y con cierta guasa, por cierto. Pues bien: los medicamentos y terapias que tenemos hoy, y que evocan el “soma” de Aldous Huxley, dejan mucho que desear en comparación, tal y como yo lo veo. No insinúan ninguna vida espiritual, sino, al contrario, un dulce aborregamiento del cuerpo. Duermen, más que despiertan. Y, por último, cuesta creer que no terminen por ser adictivas, psicológicamente adictivas cuando poco (el opio, al menos, si se convierte en hábito mantiene el resto de tu salud en un estado excepcional, según refería De Quincey). Una felicidad, entonces, muy de nuestra época de masas entontecidas, de esas que cultivan el terraplanismo, el antivacunismo, la ingesta diaria de series y la construcción de mundos físicamente ineptos bloque a bloque en el Minecraft…

[3] Y eso que Verdú no llegó a oír hablar, hasta donde yo sé, de lo que hoy Kenneth Goldsmith y otros llaman “escritura no-creativa”. Estos se caracterizan por llevar la obsesión de Verdú de la prescindibilidad de la imaginación hasta el límite, proponiendo directamente el plagio so pretexto del “bricoleur” de Levy-Strauss –esta comparación es mía. Goldsmith dice, así, quela escritura no-creativa –el arte de manejar la información y presentarla como escritura– también es un puente que conecta las innovaciones humanas de la literatura del siglo XX con la robopoética tecnológica del siglo XXI (…) El cambio en nuestro modo de pensar y hacer que implica la superación de la forma analógica de escribir ya sucedió. No hay vuelta atrás (…) Es en esta instancia que reconoce en Andy Warhol a uno de los exponentes que pusieron la impronta en la igualación entre “creador” y “mediador”. Con ese antecedente, en la actualidad los escritores mudan su papel de entidades exclusivamente generativas al de administradores de información con capacidades organizacionales”

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