Reading Bill: Los invictos

¿Qué se ha “resuelto”? ¿Todas las cuestiones de la vida vivida no han quedado atrás como un boscaje que nos impedía la visión? En talarlo, siquiera aclararlo, difícilmente pensamos. Seguimos caminando, lo dejamos atrás y se lo puede vislumbrar desde lejos, pero indistinto, sombrío y tanto más misteriosamente enmarañado. 

Walter Benjamin 

Hay dos grandes escuelas de Literatura en el s. XX, fundamentalmente. Me refiero entre los autores que realmente han sido leídos e idolatrados, que han marcado una diferencia y que han transformado a lectores y preñado a sus sucesores –es decir, Oulipo es estupenda, por ejemplo, pero no creo que cumpla estos requisitos, y Franz Kafka no constituye escuela, ni ha tenido sucesores literarios, sino en todo caso filosóficos[1]. Está Hemingway, por un lado, y está Faulkner, por otro, dos individuos que en principio no se llevaban muy bien en el periodo de Entreguerras. Ernest –The importance of being Earnest-, aunque no lo parezca, procedía de James Joyce, a quien hace aparecer de lejos y con reverencia en una novela tardía suya, Islas en el golfo. Bill, en cambio, procede de Marcel Proust, aunque tampoco lo parezca demasiado, por el tan opuesto ambiente y gusto de sus respectivas temáticas –Joyce y Proust, por cierto, viajaron un rato en coche juntos y resultó una conversación realmente calamitosa[2]. A la frase corta, sencilla y descriptiva de Hemingway se la ha imitado mucho (él, a su vez, la imitaba de Stephen Crane, ese predecesor americano que vivió tan poco): minimalistas, “realistas sucios”, beatnicks… Ese modo de proceder tiene sus trampas características, ante todo, en mi opinión, la de hacernos creer que su romanticismo es la realidad, ya que viene servido en partículas de experiencia escasamente adornadas de matices adjetivales. Pero no es cierto, la escritura es un dispositivo ficcional, y por tanto no es más que otro truco de estilo jugar a disimular este hecho. Esa treta la llevan a cabo tipos como Hemingway, cuya vanidad estribaba en fingir que su propia vida era así de romántica, que ellos de verdad viven lo que escriben, cosa que si luego te interesas por su biografía es un poco de risa. O sea, que nos venden su personaje particular antes de y por encima de su producción novelística, con la que en cierto modo buscan confundirse. Adiós a las armas es ficción y a la vez es Hemingway en la PGM, por ahí van los tiros. 

Thomas Hart Benton. “Poker Night”

Pero luego está o estuvo Faulkner, a quien admiro mucho más, puesto que no disimula nada, y en donde el dispositivo ficcional es mucho más evidente, porque desborda, emboba, aturde en su propia desmesura. Tanto, que ni siquiera el mundo del que se habla es exactamente real, sino que es un territorio fingido desde el principio. A la realidad se llega, si acaso, por vías indirectas, que es mucho más honesto, creo yo, puesto que una narración, como un enunciado científico, es una estructura lingüística, mitopoiética, un fantasma, y no la vida tal cual. Lo dice incluso el propio Bayard Sartoris en Los invictos, para que quede claro que Bill es consciente de ello y también melancólicamente de sí mismo en tanto escritor: “(…) y comprendí entonces el abismo insalvable que existe entre toda la vida y toda la letra impresa; que los que pueden, lo hacen, y los que no pueden y sufren mucho porque no pueden, escriben sobre ello”. Claro, Faulkner no puede hacerse el despistado respecto de las reglas del artefacto narrativo porque más de la mitad de ellas las ha inventado él. Además, en mi opinión, lo que ocurre es que a Bill se le ocurren muchas más cosas cuando escribe que a todos sus colegas de generación juntos (no cuenta en esto la ayuda del alcohol, que compartía con Hemingway, Hammett y tantos otros), y hace con ese abigarramiento como un charcutero con las salchichas, tal vez por vaguería: ve algo más, y no hace una frase nueva para mostrarlo, sino que lo embute sobre la marcha, que ya se le va agolpando lo siguiente…  

Esta poética a mí me gusta mucho más, aquí no se exige un previo culto al autor, como si su nombre aportase crédito al cheque en blanco que es la novela sin abrir, aquí todo lo que lees es el grifo abierto de la cabeza del escritor sin freno y sin tasa al servicio de su mundo apócrifo pero torrencial, que palpita y se multiplica a cada segundo. Si este estilo no te cuadra no será porque el artífice te haya ocultado nada, aquí nadie se hace el interesante si no encuentras de por sí interesante eso que te está contando y que ni por un instante ha parado de manar. El mismo Bill lo enunció como una norma del oficio: “creo que cada historia exige su propio estilo en gran parte, por lo que el escritor no tiene que preocuparse por eso. Si está reflexionando sobre el estilo, entonces escribirá algo precioso y vacío de contenido”. Cuando leo que a Raymond Carver, en otro ejemplo, su editor le quitaba palabras y le podaba párrafos en nombre de esa sacrosanta concisión que tanto alaban críticos y lectores me entran escalofríos. Pienso que sería entonces peor escritor de lo que nos han contado y podemos comprobar, no, en absoluto, que en el puritanismo laico y duro de la brevedad esté el secreto de la escritura. Si alguien se hubiera atrevido a tocar una sola palabra de la verborrea imposible pero sagrada de Faulkner hubiera pasado inmediatamente a la historia de la infamia, como de hecho ocurrió con el animal de bellota que recortó Sartoris hacia Banderas en el polvo al inicio de la carrera de Faulkner. Por eso Bill tardó mucho más que Ernest en tener público, pero sin embargo le dieron el Nobel antes[3]. Y es que no hay ni color, en mi opinión: en el balance final, los hemingwaianos están hechos para lectores adolescentes, impacientes, fáciles de cansar, y los faulknerianos (esa enorme pero sucedánea descendencia del Boom latinoamericano) son para lectores curtidos, que aguantan la respiración, corredores de fondo de la cosa… 

Los invictos se compone de siete relatos relacionados a cada cual mejor, hasta que estalla la maestría en Olor de Verbena, el último. Quien desee saber de qué trata, o cual es la conexión de este con el resto de las historias del condado impronunciable –más abajo pongo cómo se pronunciaba en palabras del propio interesado-, que consulte aquí. Yo únicamente revelaré que es la única compilación en que la acción comienza en la Guerra de Secesión como presente casi puro, y no como peso irrevocable del pasado. En tiempos tan duros como aquellos la guerra era una ventaja para muchos, como declara una noche Drusilla vestida de chico, en un monólogo que no han tenido en cuenta los estudios feministas: 

Me estaba mirando. 

-¿Por qué no quedarse despierta ahora? ¿Quién quiere dormir ahora que están pasando tantas cosas, que hay tanto que ver? La vida era monótona, ya ves. Estúpida. Vivías en la misma casa en la que había nacido tu padre, y a los hijos e hijas de tu padre los cuidaban y los mimaban los hijos y las hijas de los mismos esclavos negros, y después te hacías mayor y te enamorabas de un joven que era buen partido, y con el tiempo te casabas con él, quizá con el vestido de novia de tu madre y recibiendo como regalo la misma plata que había recibido ella, y después te establecías para siempre jamás mientras tu marido te hacía hijos en el cuerpo para que tú los alimentaras y los bañaras y los vistieras hasta que también ellos se hacían mayores; y después tu marido y tú moríais tranquilamente y os enterraban juntos, quizá una tarde de verano poco antes de la hora de la cena. Estúpida, ya ves. Pero ahora puedes ver tú mismo cómo es, ahora está bien; ya no tienes que preocuparte de la casa y de la plata porque la queman y se la llevan, y no tienes que preocuparte de los negros porque vagan toda la noche por las carreteras esperando la oportunidad de ahogarse en el Jordán casero, y no tienes que preocuparte por que te hagan en el cuerpo hijos que tengas que bañar y alimentar y cambiar porque los jóvenes se pueden ir cabalgando y hacerse matar en las bonitas batallas y tú ni siquiera tienes que dormir sola, ni siquiera tienes que dormir en absoluto, y así lo único que tienes que hacer es enseñar el palo al perro de vez en cuando y decir “gracias a Dios” por nada. 

Como no han tenido en cuenta cuando Bill señala que “ahora los de la partida de Papá y todos los demás hombres de Jefferson eran enemigos de hecho de la tía Louisa y la señora Habersham y de todas las mujeres de Jefferson, por el motivo de que los hombres habían cedido y habían reconocido que pertenecían a los Estados Unidos, pero las mujeres no se habían rendido”. Faulkner no tenía ni un pelo de pacifista, todo lo contrario, y también lo dice aquí por boca del joven Sartoris, pero tampoco de racista, como cuando él evoca que “(…) Ringo y yo habíamos mamado del mismo pecho y habíamos dormido y comido juntos tanto tiempo que Ringo llamaba a la Abuela “Abuela” como la llamaba yo, hasta puede que quizá él ya no era negro, o quizá yo ya no era un chico blanco, ninguno de los dos ni siquiera personas ya: los dos supremos, invictos como dos polillas, como dos plumas que flotan sobre un huracán”. Cabezota, Bill. Ni cuando se perdió una guerra da la guerra por perdida, siempre y cuando existan las porfiadas gentes que él presenta o se imagina en estos relatos. Viene a decir algo así como que la derrota es una actitud mental, no la adoptes. De ahí el título del libro, que no es irónico, sino asertivo.  

La muerte no está tan mal pensada como creemos. Sirve para que si algún día te entra la pereza por existir la escapatoria sea peor, o más incierta, que ser algo decidido un rato más. Creo que la novelística de Faulkner trata sobre eso, a través de un millar de sucesos, de personajes, de mulas, de algodón y de experimentos técnicos: de que el ideal de “vivir tranquilos” que nos ofrecen ahora como mejor opción es un asco, es el No surprises de Radiohead. Porque si la vida fuera tan puta, pero también tan intensa como la de Yoknapatawpha, merecería la pena empeñarse en este mundo aun sin conseguir “resolver” nada…  


[1]O si los hay están totalmente fuera de mi órbita (Carmen Martín Gaite en lo intentó en El balneario). Encuentro por casualidad en el océano mercurial de Internet esta caracterización del propio Kafka, breve pero muy acertada y tal vez bella… 

[2] Narrado y valorado brevemente aquí

[3]Y empezaron ya, por un motivo u otro, a llevarse mejor, aunque sea en la distancia y como dos viejos recalcitrantes del alcohol, la escritura y la peripecia vital.

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3 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    “(…) Ya no puedo escribir frases cortas, me parece una escritura por completo falseada. Prefiero contar con frases largas, a la manera de los vaqueros que enredan con su lazo. A veces me digo si en el fondo se trataba de eso, dejar de creer en las frases cortas tras cinco décadas de escritura. Hoy, con todo libro que abro, encuentro tres frases cortas… y no puedo leerlo pues no hay nada que leer. Ya que leer es una expedición, una aventura, entrar en algo, como Dante en el bosque oscuro y tal vez después, al final, encontrar una luz. El problema en la actualidad es que se trivializa todo. Siempre hay varios sentidos en una frase y tendemos a neutralizar lo que es complejo, es decir, lo que es magnífico y vivo. Ese tipo de libros que, de hecho, no deberíamos ni siquiera llamar así, se vuelven ilegibles”.

    Peter Handke

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