Cien años con Kirk Douglas

Lo interesante es que quizá lo había pensado y lo sospechaba desde muy pronto, que como Jonathan Shields, el protagonista de “Cautivos del mal”, era consciente de todo lo detestable que podía haber en el carácter de su padre pero también de las posibilidades que podían aportarle algunos rasgos, que probablemente había heredado de él, para triunfar en aquel Hollywood tan luminoso y tan cruel, donde había que tener talento y también ser fuerte, gustar del riesgo, intimidar y seducir, no equivocarse al elegir aliados o saber abandonarlos a tiempo. No precisar demasiada aprobación.

Podría haber sido solo atractivo o tener un físico muy fuerte o  un temperamento indomable. Pero  él lo tenía todo, además de inteligencia, ambición y un talento artístico que le hizo triunfar desde muy joven, aunque venia de muy abajo, aunque su familia de judios rusos emigrados era pobre y problemática, aunque tuvo que trabajar desde muy niño para pagarse unos estudios que llegaron hasta la  St. Lawrence University de Nueva York y luego a la Academia Norteamericana de Arte dramático mientras también practicaba la lucha libre. En 1941 debutó en Broadway pero lo llamaron para la guerra del Pacífico donde estuvo dos años. En 1946, a través de Lauren Bacall compañera suya en la Academia de Arte Dramático, consiguió una prueba para la película de la Paramount, “El extraño amor de Martha Ivers”. Desde ahí no paró de hacer películas. Ver la lista, los directores con los que ha trabajado y los registros que fue capaz de desarrollar resulta asombroso. También el magnetismo que tenía en la pantalla, las emociones tan distintas y complejas que era capaz de trasmitir al espectador.

Pero no se conformó solo con ser un buen actor sino que fue capaz de arriesgar el dinero que ganaba en crear una productora (a la que puso el nombre de su madre: Bryna) para hacer las cosas a su manera, de forma más independiente respecto a los grandes estudios. Era la época en que los productores no sólo aportaban el dinero y la organización para hacer las películas, sino que también se involucraban en el proceso de creación y eran parte esencial de él. Comenzó con “Senderos de gloria” donde contrató de director a Stanley Kubrick que entonces tenía 29 años y que luego volvería a contratar, tres años después, para “Espartaco”.

Era una fuerza de la naturaleza que a veces se desbordaba en ira  pero que también sabía ser un tipo entrañable, que en 1959 era ya una estrella y vivía muy deprisa, produciendo y actuando a la vez en una película como “Espartaco”, con un presupuesto altísimo que crecía cada día, en la que había apostado todo y en muchos momentos todo estuvo en el aire. Tuvo que cambiar, sobre la marcha, de director (Stanley Kubrick por Anthony Mann)  y de guionista (Dalton Trumbo por el autor de la novela, Howard Fast). Y aquí viene la historia interesante.

A veces conviene que un tipo con él, fuerte, seguro de sí mismo, con amigos en muchos sitios y de diversos colores, apoye una buena causa. La década de los cincuenta había sido la de la “caza de brujas” comunista por el Comité de Actividades Antiamericanas” y en 1959 todavía coleaban las “listas negras” de los que no podían ser contratados en Hollywood. Muchos de ellos eran guionistas que no podían trabajar pero trabajaban firmando otros sus trabajos. Eso sí, por menos dinero. Uno de ellos era Dalton Trumbo que, a pesar de todo, hacía valer su talento, aunque su nombre no apareciera en los títulos de crédito y otros recogieran los Oscar (“Vacaciones en Roma“, 1953) que eran suyos.

En la película “Trumbo, la lista negra de Hollywood” puede verse el aire de aquella época, la lógica que generó el macarthismo, los dilemas a los que tuvieron que enfrentarse amigos de toda la vida como Kazan y Miller, las vidas que se rompieron, la dignidad de los que eligieron no sucumbir y no plegarse a las presiones aún con riesgo de perderlo casi todo, de ir a la cárcel, de morir civilmente. También la fuerza y el talento de algunos, como Dalton Trumbo que, a pesar de las heridas, del exilio, eran capaces de seguir escribiendo muchas historias que no tenían nada que ver con lo que vivían y además hacerlo de la forma que era capaz de seducir al público que acudía a los cines. Algo que los estudios necesitaban a pesar de todo.

Sam Jackson era el pseudónimo con el que firmaba Trumbo el guión de “Espartaco” que se puso a escribir con mucha celeridad pero que luego todo el mundo le retocaba. Hasta que se hartó y dijo que se iba. Kirk no podía prescindir de él y vio la oportunidad para ofrecerle algo que sabía que no podía rechazar: poner su nombre en los títulos de crédito. Lo que se considera, pasado el tiempo, el principio del fin de las “listas negras”.   En “Yo soy Espartaco” puede leerse su versión de todo lo que ocurrió entonces. De la fina linea que puede separar el fracaso del triunfo, de como a veces el talento se impone y encuentra una alternativa luminosa que convierte una película en una obra maestra.

No fue una decisión fácil. Sufrió amenazas, existía el riesgo de que la película fuera un fracaso de taquilla, pero se arriesgó. Y ganó. La película fue un éxito que además contenía un alegato a favor de las rebeliones justas, de la libertad, que la censura no pudo parar. La importancia de los héroes que tienen las cualidades para poder atreverse y encarnar las aspiraciones de mucha gente.

Hay veces en que un tipo tan poderoso como él conviene que defienda causas justas. También que siga aquí con cien años, todavía lucido, después de tantos avatares en una vida tan larga. Da gusto escucharlo en ese documental con su  hijo Michael,  después de tanto tiempo y todavía tan vivo.

Feliz cumpleaños Kirk

(…)“Acababa de empezar a dar otra cabezada cuando oí la voz de Anne llamándome:

—Coge el teléfono… Es Eddie Lewis.

Aturdido por el sol y el sueño, me acerqué al teléfono supletorio que había en la mesa de la piscina.

—¿Qué pasa?

—Acabo de recibir un telegrama de Trumbo.

—¿Un telegrama?

—Sí, está dirigido a nosotros dos.

—Léemelo.

Oí el ruido de un sobre al rasgarse.

—«Los dos actores —empezó Eddie—, ninguno de los cuales es guionista, se han reunido y han tomado decisiones sobre ambos por su cuenta acerca de cómo debe escribir un guionista.»

Le interrumpí.

—¿Qué dos actores?

—Por lo que parece, se refiere a Laughton y a Ustinov. Deja que te lea el resto: «No reconozco semejante autoridad, ni precedente alguno de que haya personas que adquieran talento creador en campos en los que, hasta donde mi conocimiento llega al seguir su trayectoria, carecen de toda cualificación. He reescrito todo lo que me proponía reescribir. Que las personas auténticamente creativas asuman la responsabilidad y mejoren lo que con mis torpes esfuerzos consigo, y que también aparezcan en los créditos que han dado por supuesto que no serán asignados a nadie».

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—¿Está diciendo que no va a volver a escribir ninguna escena más de Laughton y Ustinov? ¿Qué dice…?

—Kirk, espera un instante, hay alguien en la puerta.

Al cabo de un momento, Eddie volvió a coger el teléfono.

—Bien, acabamos de recibir otro telegrama.

—¿De Sam Jackson?

—Sí, ¿estás sentado?

—Dispara

Empezó a leer de nuevo.

—«Veinte minutos después de mi telegrama acerca de los dos actores, he tomado la decisión de dejar por completo esta película.»

—¡Mierda! —exclamé.

—Espera, hay algo más —dijo Eddie—. «Los insultos reiterados pero involuntarios no me perturban. Los calculados, aquellos que se dirigen contra lo que siempre me ha parecido que es una profesión muy respetable, son demasiado degradantes para que los soporte. En el arte de la aquiescencia hay hombres con mucho talento que os servirán mucho mejor a lo largo de toda vuestra carrera».

Dejé escapar un suspiro sonoro. Nadie escribía la indignación mejor que Dalton, aunque se tratara de un telegrama.

Eddie terminó de transmitirme las malas noticias.

—Después, firma: «Con grandes dosis de afecto, pero con mucho más resentimiento y asco. Sam».

—Dios mío, Eddie. Esto es una catástrofe.

—Sí. Ya llevamos un retraso de dos meses.

—Esto podría acabar con la película para siempre.

Hubo una larga pausa.

“Kirk? ¿Sigues ahí?

—No, no estoy. Tengo que ocuparme de esto ahora mismo. Te llamaré después.

Colgué a toda prisa, me embutí en la ropa y me metí de un salto en el coche.

Mientras me encaminaba hacia la autopista para completar las dos horas de viaje hasta la casa de Trumbo, traté de ordenar lo que iba a decirle.

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Él tenía razón, claro está. La reescritura continua de las páginas de su guion —a menudo sobre la marcha— era degradante. Dalton Trumbo era un hombre considerablemente orgulloso. Iba a ser una conversación muy difícil y, quizá, incluso así dejara la película.

Me detuve delante de su casa. Su viejo y maltrecho coche estaba aparcado en el camino de acceso a la vivienda. Bien, estaba en casa. Llamé al timbre. Desde el interior de la casa oí al loro graznar reiteradamente una expresión. Parecía algo así como «¡Con hielo! ¡Con hielo! ¡Con hielo!».

La puerta se abrió y Dalton me evaluó con frialdad.

—Me preguntaba cuánto tardarías en venir aquí.

Esbocé una sonrisa.

—He recibido un telegrama de tu «amigo» Sam Jackson. ¿Está en casa?

—No, lo he matado. Acabamos de enterrarlo en el jardín. Ha sido una ceremonia entrañable. Una pena que te la perdieras.

Se volvió y emprendió camino hacia su estudio sin siquiera estrecharme la mano.

Le seguí y traté de calmarle los ánimos.

—¿Por qué no me has llamado? Habría enviado flores.

—No importa, nadie le va a echar de menos.

Se había colocado detrás del mueble bar para servir bebidas.

—Al menos, nadie que haya leído su trabajo —añadió.

Después de dar un sorbo largo a mi copa, pregunté a Dalton sin rodeos.

—¿Qué haría falta para resucitarlo?

—Demasiado tarde. La Pascua fue el mes pasado. Además, tú eres judío. No crees en la resurrección.

Dejé mi copa sobre el mueble bar y me acerqué a él.

—No podemos terminar esta película si tú abandonas ahora.

Me miró fijamente.

—He escrito un cuarto de millón de palabras para esta película y no tengo ni idea de si una sola de ellas va a acabar en la pantalla. No voy a trabajar más así.

—Tienes razón, Dalton. Lo siento. Si no hubiéramos tenido que correr tanto desde el principio, lo habría hecho mejor. Eso es responsabilidad mía. Tú culpas a Stanley o a Peter y Charles, pero la responsabilidad es toda mía.

A pesar de sí mismo, Trumbo dibujó una ligera sonrisa.

—Vaya, así que ahora eres Harry Truman.

—Sí —respondí, aliviado por poder cambiar de tema—. Al menos, Truman se ha pronunciado al fin contra las listas negras.

En los últimos meses, el expresidente había realizado varias declaraciones públicas contundentes reclamando que se acabara con las listas negras de Hollywood.

—Ha tardado bastante —respondió Dalton, con acritud.

Trumbo cumplió casi un año de condena en la cárcel por decir esencialmente lo mismo que se elogiaba ahora que dijera Harry Truman. En aquella época, una declaración de apoyo desde la Casa Blanca habría supuesto una gran diferencia. Pero, como presidente, cuando más falta hacía, Truman guardó silencio. Peor aún, dio orden de que todos los empleados federales prestaran juramento de lealtad.

En ese momento me di cuenta de lo que tenía que hacer. Lo había tenido delante de las narices todo el tiempo, ¿por qué no lo había visto?

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Respiré profundamente.

—No quiero que vuelva Sam Jackson. Dejémoslo bien muerto y enterrado. Quiero a Dalton Trumbo.

Me miró con dureza. Yo sabía que esa era la única solución, ¿pero me creería Dalton?

—A ver si lo entiendo —dijo con escepticismo—. ¿Me estás diciendo que si vuelvo a trabajar, le vas a decir a Universal que yo soy el guionista de Espartaco?

Hice una pausa. Era un asunto delicado.

—No… —comencé a decir.

Dalton empezó a agitar la cabeza con indignación.

—Espera, espera. Escúchame. No, no voy a decirles que tú estás escribiendo esta película. Eso podría hacer saltar todo por los aires. Pero cuando esté enlatada, no solo voy a decirles que tú la has escrito, sino que pondremos tu nombre en los títulos de crédito. No el de Sam Jackson, tu nombre, Dalton Trumbo, como guionista exclusivo.

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Sentía el corazón latir con fuerza en el pecho. Mientras iba diciendo esas palabras, seguía tratando de convencerme a “mí mismo de que valía la pena correr el riesgo.

Me miró, sin decir palabra. Percibí que su firmeza flaqueaba.

—Dalton, ten confianza en mí y acabemos esta película. Te doy mi palabra de que eso es lo que sucederá.

Me miró con aire reflexivo.

—¿Dónde está Eddie? —preguntó al fin.

—Dalton, conoces a Eddie. Está enteramente de tu lado. Pero no vamos a decir nada a nadie hasta que hayamos terminado, o el asunto acabaría con la película.

—Entonces, ¿solo tengo tu palabra de que así será? Sin testigos, sin papeles, ¿solo tu palabra?

—Sí.

El loro graznó: «¡Con hielo! ¡Con hielo!».

Nos echamos a reír. La tensión se había aliviado.

Extendí la mano.

—¿De acuerdo?

Dalton Trumbo, a quien nunca le faltaban palabras, le bastó aquí con dos.

—De acuerdo —respondió.

Sostuvo el apretón de manos un rato. Sus ojos, enormes tras aquellas gafas, brillaban.

Nos dirigimos hacia la puerta.

—Dalton, lo creas o no, quiero que sepas que estaba pensando cómo poner tu nombre en la película antes de recibir esos putos telegramas de tu querido amigo —dije.

Me miró sorprendido un instante y, a continuación, estalló en una carcajada. Subí al coche y conduje hasta casa.”

Kirck Douglas. “YO SOY ESPARTACO”

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