Esas cantantes que tenían la edad de nuestras madres y cantaban sus canciones y nunca nos parecieron jóvenes del todo. Cantantes eternas que salían en los sesenta en aquellos programas de los sábados y seguían apareciendo treinta o cuarenta años después, habiendo cambiado muy poco, casi con el mismo gesto en la cara más afilada, con identica postura y la misma musica que, al principio apetecía escuchar porque traía recuerdos de otro tiempo, pero que enseguida cansaba y entristecía un poco, como esas fragancias a “Maderas de Oriente” de las que tuvimos que escaparnos para crecer. O al menos eso intentamos aunque ya nos hayamos dado cuenta de que no fuimos tan lejos como creíamos y de que perdimos algunas cosas por el camino.
Mujeres que nunca imaginamos de jóvenes, ni con demasiada alegria, ni con otros abalorios, como si se hubieran eternizado en una de esas fotos del final de los cincuenta, aun bellas pero ya transparentando alguna herida, en algún sitio, que les quitaba algo esencial, aunque siguieran manteniendo el tipo y cantaran boleros mientras cosían sus propios vestidos o trajinaban en la casa tan limpia, en esa soledad de las esperas y el cuidado de los hijos que crecerían tan rápido y las dejarían tan solas.
Es curioso como nos influyen las imágenes que nos hacemos de los personajes públicos. “La flor de la canela” o “Yo vendo unos ojos negros” creaban una atmósfera en la que resultaba difícil respirar. Representaban los domingos larguísimos y aburridos, la vida sin erotismo ni color, los bailes de las mujeres decentes y los hombres con el bigote muy fino y el traje oscuro, con el pañuelo blanco en el bolsillo de arriba. Todos víctimas de aquella moral tan represiva que creaba tanto sufrimiento inútil, aunque algunos la defendieran con tanta crueldad.
Y sin embargo esas emociones podían ser muy injustas o simplemente falsas. A veces las apariencias engañan de verdad y Maria Dolores Pradera tiene una biografía esplendente para una mujer de su tiempo. Probablemente tuvo que ser muy valiente y trasgredir muchas reglas para, con una madre viuda, atreverse a ser actriz en los años cuarenta. Sin embargo, en aquellos años del hambre hizo cuatro películas con directores importantes y en 1945 se casó con Fernando Fernán Gomez con el que tuvo dos hijos y del que se separó en 1957, cuando hacerlo era un pecado mortal en toda regla.
Viajó luego por Europa y America, hizo mas cine y teatro, y comenzó una carrera de cantante que mantuvo más de cincuenta años, consiguiendo el interés de un público muy heterogéneo, de distintas generaciones y también la admiración de cantantes de diferentes épocas o tendencias, como Joaquin Sabina, Rosana o Carlos Cano, Rocio Jurado, Rosa León o Chavela Vargas. Incluso fue la primera cantante española que actuó en el Royal Albert Hall de Londres. O que fue capaz de representar en 1985 “Candida” de Bernard Shaw y cantar en el Madison Square Garden de Nueva York en 1989 o seguir en los escenarios casi hasta el final, con más de ochenta años.
Aquellas mujeres que quizá tenían otras vidas y otros sueños que entonces no sabíamos ver. Que quizá se escapaban en el caballo de las canciones de la radio a mundos que también latían en su interior aunque no nos lo pareciera. Que añoraban tanto, en el fondo, la libertad que no tuvieron, aunque fueran a misa con velo los domingos o amaran a hombres que no se lo merecian demasiado.
Maria Dolores Pradera que quizá encontró una clave, una música, para vivir su propia vida y vincular tiempos tan diferentes, gente tan dispar. Para crear algún punto de encuentro, en algun sitio perdido entre la nostalgia y la esperanza, una voz suave y auténtica, como un elixir, para mitigar el dolor de la vida no vivida o encender la ilusión en la que todavía puede vivirse, aunque sea en secreto o en los tiempos oscuros que no siempre se acaban del todo.