Siempre he pensado que la memoria respira como un pequeño animal. Es rebelde, necesita devorar detalles y suele andar detrás de las caricias directas. Ese animal a veces ruge, nos recuerda desde el fondo que está ahí y que mordisqueó cosas que no le gustaron. Y que prefiere el dulce sobre lo amargo por encima de todas las cosas.
Pienso en ello mientras salgo de ver ‘Dolor y gloria’, absolutamente conmovida. He tenido la oportunidad de verla en Calzada de Calatrava, en el mismo cine que El Deseo, la productora de Pedro Almodóvar, ha decidido regalar a sus paisanos. La mejor sala de cine en el centro de La Mancha. Una rareza grande, un punto negro sobre fondo blanco, tan llamativo como el pelo enmarañado del rapaz inquieto y listo que fue Almodóvar en esas mismas calles que disfruto tanto antes de llegar al coche, donde encuentro el espacio perfecto para deshacerme del nudo que la película me ha hecho por dentro. Ha abierto varias puertas a la vez y todo el contenido se acumula en el borde de mis párpados. No puedo dejar de pensar en las carreras por estas calles del niño único del que me acaba de hablar esta historia, de lo ‘novelero’ que era -como dice la madre joven, sufrida y argotera que Penélope Cruz representa en la película- y de lo que llevaría en la cabeza mientras sus pies tocaban este mismo suelo.
Es complejo analizar las emociones. La película procura que no se desborden, pero las pulsa, las palpa, las rodea, hasta que consigue que salgan fuera.
Hay una primera parte de la película que no sé dónde quiere llevar al espectador. Presenta a un director de cine de unos 60 años, Salvador Mallo, dolorido de todas las maneras posibles. Pese al color y la alegría de los dibujos de Juan Gatti que iluminan sus huesos y músculos por dentro, aligerando el mensaje, percibo el listado de heridas, la amplitud del dolor que contiene el informe médico con el que debe convivir Mallo cada día. Entiendo pronto que el protagonista es él mismo, Pedro Almodóvar, a través de un cuerpo, el de Antonio Banderas, que no se le parece, pero que ha absorbido sus ojos, su manera de escuchar, sus gestos. Ya no hay un actor, pronto vemos sólo al director manchego. Pero, como decía, esa primera parte de la historia en la que explica su retiro, el abandono de sus pasiones, la renuncia a su principal anestésico contra el dolor físico y espiritual -los rodajes y la escritura- no me llega demasiado.
Hay, sin embargo, en este inicio, escenas maravillosas, como el ‘A tu vera’ que comparten a pleno pulmón Rosalía y Penélope Cruz, y ese niño deslumbrante y encantado de descubrir a su madre y de redescubrirla en el recuerdo. Esa escena merece por sí sola la película entera.
También hay en esos primeros minutos un actor maravilloso que descubro, Asier Etxeandía, y un monólogo que el propio protagonista cede a este actor y que habla de su pasado, de la vida loca de los 80, del amor que es posible en ese contexto y que resulta ser imposible al final. La casualidad quiere que entre los espectadores de ese monólogo esté el coprotagonista de esa historia, un amor de aquellos años, al que da vida un luminoso Leonardo Sbaraglia, que se conmueve al entender que todo aquello que recuerda y que se rompió sin explicación tiene otra historia detrás de la que no sabía nada. Y desea volver a verle. Encontrar a la persona que fue tan importante para él 30 años atrás, cuando era otro, o cuando comenzaba a ser el que es hoy.
Y ahí empieza otra película. Me alimenta ver cómo se miran los dos protagonistas, Salvador Mallo y su viejo amor. La escena hace posible estar sentada en ese sofá que comparten , meterse dentro de esa corriente que fluye como siempre lo hizo para ellos, tres décadas atrás. Desear que alguien nos mire y escuche como lo hace Mallo, pero todo ello desde la calma, sin arrebato. Una corriente intensa, pero controlada y de reconocimiento. Una manera de reescribir el pasado con unos elementos que no pudieron elegir entonces, pero sí justo ahora; una manera de darle al pequeño animal de la memoria un poco de dulce para calmar su hambre. De buen dulce, del que ayuda a digerir mejor el pasado y darle una salida. Todo estuvo bien. Seguimos siendo los mismos, pero también otros. Tal vez mejores que entonces, en plena Movida, cuando todo era tan acelerado y tan loco. Y me ha gustado reescribirte hoy, parece decir Almodóvar/Mallo. Reescribirnos.
Ese encuentro da la clave a Mallo. Es su insight, como se llama en psicología a darse cuenta de algo que estuvo siempre ahí, pero que no vimos. La literatura, de pronto, no sólo sirve para quedarse en el papel y tal vez convertirla en cine, como siempre ha sabido Mallo/Almodóvar, sino también para construir un pasado mejor. Lo contrario que defendía Josep Pla, a quien no gustaban las novelas, porque pensaba que falseaban la vida haciendo que las historias tuvieran un final, cosa que nunca sucedía en la realidad. Y decide volver a activarse, mientras la heroína, la droga de La Movida que, sin embargo, prueba por primera vez a los 60 años, se lleva sus dolores y le trae una infancia luminosa. Aquella con su madre en un pueblo de Valencia -como podría ser La Mancha-, junto a la mujer mágica que saca leche de una alcuza, la que consigue que se pinte de luz y colores intensos una cueva ruinosa, esa a la que nunca le hubiera gustado que la viesen en su pueblo.
De pronto, un espacio real es también un lugar imaginario, con la presencia vívida de todo lo que ocurrió, pero también de todo aquello que la mente de un escritor recrea y sublima, porque los espectadores no lo sabemos aún, pero el director ya está escribiendo en su cabeza. Lo hace al tiempo que escucha – y qué bien escucha Banderas en esta película- las conversaciones de su madre y pone “ojos de narrador”, como le dice ella, la madre lúcida y seca encarnada por Julieta Serrano, quien le pide que deje de tomar nota de sus conversaciones y de hablar de sus vecinas en las películas que rueda. Pero Mallo/Almodóvar lo hace como lo ha hecho siempre, con toda la voluntad de homenaje y respeto que puede a la vida que le ha llevado hasta dónde está hoy. Y escribe de la misma manera que comenzó a hacerlo con ocho años. Aquellas cartas para las vecinas analfabetas que su madre releía, inventándose todo lo que no estaba en las líneas, pero sí entre ellas, y que sabía que haría feliz a quien escuchaba. Dramatizar la vida, completar los huecos. Convertirla en un alimento mejor para la memoria. Cerrar relatos y círculos como solo puede hacerlo la literatura.
Y ahí llegan los recuerdos de su madre, sus conversaciones. Las que tuvieron lugar y las que no, pero desearía que hubiesen sido reales. Y lo son. Son reales una vez escritas. “Nunca fuiste un buen hijo”, le dice su madre en la pantalla. “¿No?”, pregunta un hijo sorprendido y atacado por la sinceridad de una madre con la que ha compartido siempre historias, pero también muchos silencios. Esa complicidad que siempre hemos deseado con nuestra madre, que no es nuestra amiga, pero lo sabe todo de nosotros. Y está siempre ahí para escucharnos, como lo hace con Salvador Mallo.
En ese punto decide volver a crear. Recuperar su esencia y su narcótico. Volver a escribir cine para cerrar el círculo, para regalarse la historia que merece su memoria. La que se merecen él y su madre. La que nos regala a todos, en realidad.