“Mientras dure la guerra”: la pasión según Amenabar

Durante el primer año de los cinco que viví en Salamanca, para cursar estudios de periodismo, hace ya casi 30 años, viví a escasos metros del domicilio de Unamuno. A diario, pasaba varias veces entre su casa y la estatua que estaba mirando hacia ella, justo al otro lado de la calle. Plaza de la Fuente-Calle Bordadores-Calle Compañía arriba, Calle Compañía-Calle Bordadores-Plaza de la Fuente abajo. Más de 50 años después de su muerte, la presencia de aquel hombre del que entonces  tan poco sabía, permanecía en aquel lugar de la ciudad produciéndome sensaciones que iban de la inquietud a una vibrante admiración. Puede que solo me pasase a mí, pero la realidad es que así ocurría.

En los cafés de aquel recorrido realizado día tras día se respiraba cierta ambición de intelectualidad, aunque simplemente fuera en las formas y en las costumbres. A cualquier hora te podías acodar a una mesa de mármol con un café y hablar durante horas sobre lecturas, experiencias vividas (en aquel momento aún bastante pocas) y anhelos de vivir. Suena todo muy antiguo, pero parece que fue ayer.

Miguel de Unamuno aquel día

Mientras dure la guerra me ha hecho revivir esas sensaciones universitarias que en mi caso, y creo que en el de muchos más, consistían en una mezcla de tener la sensación de que se podría llegar a saberlo todo y, al tiempo, disfrutar de la inexperta juventud y de esa energía hasta ese momento desconocida. Ya ven, paradojas de la vida. Intentar vivir la vida de una manera sentimental, también sensitiva y que al mismo tiempo tuviera un sentido dentro del mundo del conocimiento. Además de una ciudad muy divertida para el recién llegado, Salamanca era en la década de los noventa una ciudad muy unamuniana.

Se está hablando mucho sobre la oportunidad política del estreno de esta película, es un tema que está dando mucho de sí. El éxito que está obteniendo Amenábar en taquilla contribuye también a que se haga referencia a las posibles coincidencias entre el tiempo en que se desarrolla la película y la actualidad, pero me parece que este no es un tema importante. La España dividida en dos bandos, o en tres o en cuatro o en treintaicinco, no es algo nuevo en  nuestra historia y no parece que tenga visos de cambiar. Mientras dure la guerra es una película atemporal, aunque narre momentos esenciales del conflicto de nuestra historia, y es una película necesaria en cualquiera de los momentos posteriores a aquel en el que se desarrolla la acción. Es más, si aquellos hechos no hubieran sucedido jamás, se podrían haber inventado para dar una idea de la dificultad de ser un intelectual en la primera mitad del siglo en la mayor parte de Europa. También se podría recurrir una vez más al tópico, no pasa nada, los tópicos hay ocasiones en las que sirven para transmitir una idea clara y accesible, y decir que Mientras dure la guerra es una película que debería ser visionada en los institutos de toda España, porque una de las carencias que ha producido el fenómeno de las dos Españas es que hay dos, tres, cuatro versiones diferentes sobre nuestra historia, y, finalmente, se sigue educando generación tras generación en el mismo desconcierto de no tener una historia reciente cerrada.

Es cierto que la exhumación de Franco, el independentismo catalán, la falta de un gobierno estable y la aparición de Vox, por ejemplo, aunque habría muchos más posibles relaciones, son temas que generan una gran incertidumbre y que están produciendo una sensación de bucle histórico del que no se acaba de salir. Pero creo que no se puede negar que a este país nunca le han faltado “paradojas” llevadas hasta lo trágico, por ejemplo, durante nuestra democracia. 

Mientras dure la guerra o fenómenos editoriales como Patria, novela narrada desde un conocimiento enorme de la situación real del País Vasco durante los años de ETA, demuestran que versiones de la historia de España más o menos recientes  producen un gran interés en el público, siempre que no estén contadas desde el maniqueísmo de uno de los dos bandos. Como ya he dicho, la película está teniendo un gran éxito comercial, pero no solo eso, dentro de algunas salas se están produciendo demostraciones de fervor patriótico del de antes por algunos exaltados favorables al franquismo. Eso nos permite comprobar cómo estábamos en 1936 y cómo estamos en 2019, pero nada más. 

La figura de un personaje como Unamuno hubiera generado polémica en cualquier situación y en cualquier época, por el tipo de intelectual que representa, que siempre acostumbró a opinar en voz bien alta y con verbo apocalíptico sobre lo que ocurrió a su alrededor durante toda su vida. Y si no imaginemos si don Miguel no tendría opinión sobre el hecho de que en el año 2019 los restos de Franco permanezcan aún en la basílica del Valle de los Caídos, o qué opinaría sobre el hecho de que una enorme parte de la península se esté quedando vacía mientras los políticos siguen mirando hacia otro lado, o sobre el modo en que se está produciendo la relación de los distintos partidos políticos a la hora de llegar a unos necesarios pactos para la creación de un gobierno. 

En cualquier época de nuestra historia reciente, Unamuno hubiese tenido argumentos suficientes para opinar sobre la actualidad española de manera errática o acertada, pero siempre furibunda, vehemente, llevando la crítica hasta el azote y hasta la crisis personal. Y si no imaginen cuál hubiera sido su opinión sobre el terror que produjo ETA durante otros más de 40 años y sobre el papel que jugó el Partido Nacionalista Vasco durante todo aquel tiempo. O sobre la corrupción permanente que han tenido que sufrir los españoles a lo largo de nuestra historia, en la última parte de la cual, fueron además ellos los que los eligieron libremente. O sobre el fenómeno de las migraciones, o sobre la cultura y la educación española, o sobre los muertos enterrados en las cunetas.

La verdad es que lo único malo que tiene la película de Amenábar es que es una historia triste y además real, lo que amplifica y hace que la tristeza retumbe aún más en nuestras conciencias. El director ha declarado que su intención no era situarse en la equidistancia, pero sí en la ecuanimidad, y a mí parecer lo ha conseguido tomando decisiones tan acertadas como no mostrar una sola ejecución, pues eso le hubiese obligado a mostrar otras muertes producidas por el otro bando. Mientras dure la guerra es una película en la que los personajes hablan. Es una película compleja, llena de ritmo y que se acerca bastante a la realidad, siempre teniendo en cuenta que es una visión subjetiva basada en el conocimiento de los hechos, pero también en la obligada toma de decisiones personales en la narración de estos. 

Alejandro Amenábar consigue que los casi tres meses durante los cuales transcurre la película parezca que fueron los más importantes de la guerra y que Salamanca se convierta en el lugar donde ocurrió todo lo decisivo que hizo que las cosas acabaran como acabaron. No en vano, Franco fue elegido Jefe de Gobierno de Estado y nombrado generalísimo en esta ciudad durante el tiempo que narra la película, y Salamanca fue la capital de la España sublevada durante ese periodo.

El director y los intérpretes de los tres personajes principales huyen de la caricatura y del trazo grueso a la hora de encarnar a Millán Astray, Franco y Unamuno. Eduard Fernández borda el papel de un general muy propio de la época, apasionado por la muerte, lleno de carisma, brillantez y calamidad humana. Astray hace que la película y la historia real vivida en España concuerde perfectamente con aquel ideario filosófico y estético europeo, tan de moda en los años 20 y 30 del siglo pasado, que no tenía problema en admitir que la vida era una fuerza divina, la muerte un acontecimiento que podía llenarse de sentido y belleza y el ser humano algo ciego, arbitrario y exento de valor. Como recuerda Karl Ove Knausgard en Fin, citando a Peter Handke, en aquella época, “los sucesos históricos eran presentados a la población provinciana como un drama de la naturaleza” y el “salvamento de la civilización cristiana occidental” frase enunciada por Unamuno, podía ser utilizada por los sublevados para justificar la muerte de cientos de miles de personas. 

El personaje de Franco navega entre un misticismo religioso y mesiánico y una determinación estratégica contenida que perfeccionaría a lo largo de sus 40 años en el poder. Ese hombre taimado, fantásticamente interpretado por el vigués Santi Prego, es muy consciente de que los demás pueden contemplarle como un ser dubitativo y acomplejado, pero posee una endiablada energía interna que le permite llegar a la conclusión de que solo él sabe lo que realmente le conviene a España en ese momento, y lo que le conviene a España no es una victoria rápida para que los militares tengan que volver a intervenir en dos o tres años una vez más, sino una guerra larga que produzca una limpieza íntegra de todo el territorio nacional y que genere años de paz y prosperidad. 

Finalmente, Karra Elejalde encarna a la perfección a ese hombre libérrimo, hipercrítico y que en algunos momentos ejercía sobre sus oponentes algo parecido al exhibicionismo intelectual, que, en la escena clave de la película, en el paraninfo de la universidad, el 12 de octubre de 1936, se permitió dar su última clase de moral ante un auditorio que esperaba todo lo contrario. Luciano G. Egido, autor de Agonizar en Salamanca, ensayo muy recomendable aunque tan triste o más que lo que expresa su título, sigue el día a día de Unamuno durante su medio último año de vida y define este discurso con dos adjetivos que me parecen perfectos: “el más vehemente y más inoportuno que hubiera podido pronunciar”. En aquella nueva versión del canto del cisne, el filósofo se expresa con toda la sinceridad y la libertad con la que lo haría un niño, que no conoce las repercusiones que su opinión puede ocasionar, pero a su vez con toda la rabia acumulada en la vejez por los errores cometidos y por los engaños a los que se ha visto sometido. Y sobre todo, en su caso, el último. Unamuno había pedido públicamente que el ejército pusiera orden antes de que se produjera la sublevación, había aportado una cantidad económica modesta, pero que para él suponía varios meses de trabajo, y durante las semanas que narra la película, se había dado cuenta de que aquellos a los que había apoyado y defendido, no habían venido para salvar la república o para regenerarla sino que se estaban dedicado a matar, entre otros, a sus mejores amigos sin ninguna razón justificable a no ser que aquello que estaba sucediendo fuese una “guerra civil incivil”, cosa que él jamás pensó que llegase a suceder. 

Y tras la apoteosis de la sinceridad llegaron los insultos otra vez de traidor, en esta ocasión del otro bando, llegó el aislamiento en la ciudad y la vigilancia de cada uno de sus pasos. Llegó la destitución como concejal y la expulsión de la Universidad de Salamanca. Otra vez, por última vez, Unamuno sentiría la incomprensión por parte de los otros, pero también la suya con respecto a un mundo que se guiaba por razones incomprensibles. Dos meses después, Unamuno moría en un contexto histórico bélico, al igual que sucedió en la fecha de su nacimiento, cuando los carlistas se enfrentaban a los liberales con el objetivo de conservar la pureza de la tradición, la religión y el campo. El cuento de la infancia de Unamuno había sido ese, el del desprecio de la civilización por parte de los carlistas, el del antiurbanismo y el del respeto al tradicionalismo rural. Y con esos mimbres comenzó su asombroso viaje.

Participa en la conversación

3 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    No la he visto, pero esto que cuentas me reconcilia un poco con Unamuno, sólo un poco. Un señor que dijo aquello tan estúpido del “¡que inventen ellos!”, que estaba en contra de Europa puesto que España es “reserva espiritual”, y que basó todo su pensamiento en el hecho de que no quería morirse no puede ser tomado filosóficamente muy en serio. Grafómano, políglota, poeta y proferidor de exabruptos cultos, sí, de acuerdo, pero filósofo únicamente en el sentido más pedestre del término. Lo suyo era componer versos al Cristo de Velázquez. No es, por tanto, de extrañar su actitud en el primer momento del alzamiento: siempre le gustó ser el que da la campanada más gorda. Pero luego dudó, como nos cuentas, eso le honra. Leí hace años (en “Españoles excesivos”, sobre Millán Astray, que, por cierto, tuvo una vejez noble y casi socialista) que no existe certeza alguna acerca de lo que ocurrió en aquel paraninfo. Supongo que Amenábar, al igual que aquella de “La isla del viento”, dan la reconstrucción especulativa de los hechos por sentada, pero no es así. Sólo sabemos que Don Miguel escribió palabras semejantes a las célebres en el dorso de una carta, que salió del brazo de Carmencita Polo (lo cual ya es significativo: tan desafecto no se debió mostrar…) y que luego un periodista avispado dramatizó los sucesos a su gusto. En mi opinión, lo más grave que ocurrió es que al rector le mentaron la bicha, o sea, la muerte, y en eso él se consideraba experto nacional y tenía que decir algo. Creo que, frente a eso, la cuestión política le resultaba secundaria. Pero, bueno, dudó. Muchos son incapaces. El propio Ortega y Gasset huyó de la guerra de modo vergonzante y luego regreso a España bajo condición de cerrar el pico, e incluso trató de hacer gala de cerrar el pico como una virtud suya encomiable, lo cual es ya el colmo…

    En fin, estupenda tu crítica y parece que estupenda la película. Pero España y su intelectualidad siempre serán una calamidad, por rimar lo que aquí desgraciadamente siempre rima. Si uno quiere de verdad encontrar intelectuales que estuvieran del bando que nos apetece sin ambigüedades nacidas de la ficción hay que irse a Hemingway, Malraux, Orwell… Efectivamente, los que inventaron fueros ellos.

  2. says: Óscar S.

    Otra curiosidad acerca de Unamuno me la encontré en la casa de los padres de una amiga, en el pueblo de Quemada. Tenían en sus viejas estanterías cuatro libros, pero entre ellos había un Austral de Unamuno acerca “Del sentido cómico de la vida”. Sorpresa. El título completo viene antecedido por “Un pobre hombre rico”, y es un cuento largo o novela breve de 1930. Yo no sabía nada de él, ¿podía haber concebido Unamuno ya en su vejez un sentido cómico a la vez, o contrarrestando, o por variar, que su habitual sentido trágico de la vida? (Por cierto, que un reciente artículo de Andrés Trapiello comenzaba indicando que Unamuno lo tenía todo excepto humor, y quizá es que no conozca este texto) Lo leí inmediatamente, después de descartar la tentación canalla de robarlo a mis anfitriones. Estaba muy bien, no era en absoluto el Unamuno de Niebla -qué truño tomado de Pirandello-, La Tía Tula -mejor, pero sermón de principio a fin-, o el apólogo tonto de San Manuel Bueno Martir, que es ligeramente posterior. No. Allí lo que había es bonhomía, compresión facunda y jocunda de las vidas de la la gente normal, que no aspiran a agonías espirituales, sino a la comodidad, la coyunda y la buena comida. Como un Pickwick envuelto en el sudario español, pero Pickwick al fin y al cabo. Una pena que luego a Unamuno volviese a entrarle el terror a la muerte y se le olvidase esa veta suya, tan pequeñita, tan excepcional, pero más alegre y despreocupada, y que sólo se reflejó en un cuento olvidado…

    http://set.ugr.es/wp-content/uploads/2018/05/Alberto-Oya.pdf

Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *