Volver a la ciudad como un extraño. Regresar a las calles que fueron tuyas. Regresar a los parques, a las iglesias, a las bibliotecas y supermercados, a los hospitales y museos. Regresar como un extraño, con la indiferencia de los peces y las aves. Retornar con la noche y escapar con la noche, y contemplar las luces y las sombras de una ciudad que fue tuya. Y ver tu vida como un fugitivo, como un forastero.
Ver las calles llenas de gente o vacías, y ser nadie entre la gente y nadie entre el viento. Regresar a la ciudad que te vio nacer, y que fue escenario anónimo de todas tus vidas. La ciudad dura y hostil, la ciudad cálida y mullida. Recorrer la ciudad como un extraño, de estación a estación, de autobús a autobús, y llegar a una casa que ya no sabes si es tuya, y recibir besos y abrazos que no sabes si mereces, o si han caído sobre la piel equivocada.
Volver a la ciudad como un extraño, y andar por calles y parques y subir a las azoteas y bajar a los sótanos, y contemplarlo todo como quien contempla un vieja pintura borrosa, unas letras que casi no se pueden leer sobre una pared oscura, manchada por el agua y quemada por el sol. Y saber que ahí está la respuesta que no llegas a entender, el secreto que no acabas de recordar.
Y después, una noche, una madrugada, abandonar la ciudad como un fugitivo. Para volver a tu nueva ciudad extraña, desde tu antigua ciudad extraña. Y no saber si vas o vuelves, o si nunca te has ido, o si nunca has vuelto. Y vivir en el camino, y vivir entre recuerdos polvorientos y heridas secas, entre canciones sin letra y palabras sin música.
En ese tránsito cíclico y eterno encontramos algunos la distancia precisa para mirar la vida con menos apego. Porque la ciudad, nueva o vieja, extraña o propia, es la máscara que nos protege y nos permite resistir una semana más, un fin de semana más. El trayecto, sin embargo, es un hiato fugaz que nos permite ser nosotros sin nuestra circunstancia. Y los besos y abrazos están sin que los merezcamos, porque lo quiere el que los da.