El detonante de la trama de esta asombrosa película que se postula como posible gran ganadora en la próxima edición de los Óscars (y siempre tendrá una gracia humana demasiado humana eso de que las instituciones o grandes corporaciones convoquen premios para condecorarse a sí mismos de modo paraoficial pero sin duda vinculante), no es tan inverosímil como pueda parecer, primero porque a mí mismo me sucedió algo bastante parecido, y luego porque bien podría haber sido la amarga semilla de un relato o una novela de Thomas Hardy -incluso de Joseph Conrad, una suerte de Los duelistas pero sin armas… Dos personajes que, como dice mi amigo Juanma, son ya como un matrimonio viejo, ven alterada su rutinaria coexistencia porque uno de ellos descubre que el tiempo de su vida se le escurre entre sus dedos en una miserable islita de Irlanda que, aunque al espectador le atosiga con su intensísima y cruda belleza, a él, hombre solitario y melancólico, no se le muestra más que como un rincón atrasado y pobre de la Tierra con guerra civil al fondo. Y entonces se pregunta algo semejante a lo que poetizaba el triste, pesimista y casi pre-existencialista Hardy (últimos versos de Después, traducido por una tal Lydia en su página Wikilydia): Si al oír que he partido, junto al umbral se quedan /contemplando los astros en el cielo de invierno /¿pensarán los que ver mi rostro ya no puedan: / “Fue alguien que meditó sobre el misterio eterno?”.
Sin embargo, el director, Martin McDonagh, no parece tomar partido por esta deriva terrible de “la noche oscura del alma” de los habitantes de Inisherin, sino que más bien, creo yo, se pone de parte de los hombres sencillos, esos que de tan buenos que son también tropiezan en tontos, y teje una fábula de cómo el odio puede unir tan estrechamente como el amor cuando el horizonte no presenta más alternativas que una ominosa repetición del presente. Todos los actores están magníficos en esta especie de desfile de tipos semianalfabetos y semialcohólicos de otra época, justo esa época que estaba ya muriendo antes de la tecnificación y espectacularización del mundo que vivimos ahora, y casi podríamos clasificar a cada uno de ellos por su atuendo habitual. Brendan Gleeson claramente se siente algo por encima de todos los demás, o no vestiría esos chalecos sobre camisas llamativas y esa especie de guardapolvo al viento que le acerca al hombre romántico del pico de la montaña de Caspar Friedrich (o, si se quiere, por su complexión, al Batman cincuentón de Miller en Dark Knight Returns). El chico disminuido luce humildemente de eso, de chico disminuido pero espabilado con gorra de clase trabajadora, bordando un gran personaje de segunda, y muy del estilo de Thomas Hardy también. Colin Farrell, que tantas películas malas de acción ha protagonizado, prácticamente no se quita en toda la cinta un traje raído de hombre común que recuerda a su querida burrita pero que lleva debajo una camisa granate que hace contraste con sus cejas espesas y eternamente lastimeras. Por último, la hermana del personaje de Farrell -todos tienen en la ficción unos nombres fascinantes y que no habíamos oido nunca por aquí, o al menos yo no, y sólo por eso merece la pena verla en versión original-, como es la única que se engalana aunque discretamente de colores alegres consigue salvar el pellejo y salir de esa monotonía gris perla de la isla. Si la existencia es una lucha en Inisherin, una batalla por aguantarse unos a otros sin más consuelo ni lubricante existencial que unas guinness y un violín en una taberna de piedra viva, ella sencillamente decide no luchar, sino echar alas y vivir -ellas, en Inisherin, trasegan jerez, no guinness, según parece.
Es una gran y singular película esta, merece de sobra las nominaciones que ha recibido, vayan a verla si quieren viajar durante dos horas a un lugar que nunca han visitado en la ya larga y abigarrada historia del cine. No es John Ford, ni por lo más remoto, ni es Café irlandés, Michael Collins o Innisfree de José Luís Guerín. Es totalmente otra cosa y yo no sabría decir si más o menos auténtica respecto de la realidad de la Irlanda de Entreguerras, pero ya digo que a mi amigo Juanma, que ha estado mucho por allí, le ha parecido convincente, y que a mí no hace mucho me sucedió algo igual de chungo, incluso dos veces consecutivas. Porque nunca se sabe, la verdad, cuándo se pueden torcer las cosas en esta vida, y sólo un embustero o un loco puede creer o hacernos creer que lo tenemos o podemos tener siempre todo controlado…