Catorce años. Abandonar el campo cruel, en la mano una cajita de cartón amarrada con una cabuya. Tres vestidos, objetos preciados, íntimos, no mucho. Dejar la casa, pisar el cemento de capital. Mi madre nunca quiso contarlo, yo se lo pregunté y entonces, lo supe, pero nunca entendí hasta que tuve que hacer mi propia valija. Otra hija huye cuarenta años después de la historia original de una familia. No se piensa en el regreso cuando se escapa. Vivir de otra forma, sí. Acabar con los días bruscos, abandonar la calma aniquilante para la creación, buscar ventanas nuevas, sobrevivir con capricho de pensar que puede ser hacia adelante, a pesar de un planeta redondo. Pisaba otra capital, y pensaba que había hecho mi viaje, sin saber que el inicio de todo está en las palabras. Leí Butes de Pascal Quignard. Después no pude comer tampoco. Ni escribir. Solo caminar por Corrientes una y otra vez, toda la tarde. Pensar iluminaciones del libro.
“Butes abandona la fila de los remeros, renuncia a la sociedad de los que hablan, salta por la borda, se arroja al mar”.
Pensar…
Dejé mi trabajo, mi vista a la montaña, mi orilla segura. Estoy aquí esta noche caminando entre hordas de gente donde la vida fluye para ir al teatro.
“¿Por qué Butes pereció ahogado?
Porque no provenimos de lo seco”.
Pensar…
Qué ganas había tenido de zambullirme en la literatura, de leer y leer y que nadie golpeara mi puerta, nadie en la ciudad para mí, ni yo para nadie porque estoy lejos, muy lejos: el fin de un continente, anónima, en el silencio de mis noches, húmeda de sudor frío mientras camino, mojada, recién nacida.
“Sin la música algunos de entre nosotros morirían”
Pensar…
Música que no entiendo, idiomas nuevos se meten en mí, las notas tocan mi vacío para navegar la soledad, para conducir mi cuerpo a lugares mejores que un salto de alturas hacía el asfalto. Siempre Bach. Las Variaciones de Goldberg de Glenn Gould. El álbum EUSA de Yann Tiersen, el disco y la carátula de Prehesion de Joep Beving, las mil quinientas veces que he escuchado el álbum entero Music for silence de Nick Murphy mientras escribo. La locura adictiva del disco Glassworks de Phillip Glass para que me pase algo en días de hastío, escuchar un vidrió torcerse, por ejemplo.
Pensar al terminar el libro de Quignard. Ahora es momento de lanzarme a Schubert. Pensar quisiera tocar el piano, entender el lenguaje escrito, ese idioma ajeno impronunciable en mi ignorancia. Nacer sin odio musical reconocerlo con humildad. No tengo talento para el teclado del piano, pero trato de abalanzar mi cuerpo sobre el teclado de mi computadora, mover los dedos, hacer música con mis palabras, lo intento, practico, por eso vine hasta aquí, tan lejos de mi casa para estudiar, el ruido del hogar me lastimó, la rutina, esa canción de los días me hizo poner la oreja en otra parte.
“¿Qué es la música? El baile.
¿Y qué es el baile? El deseo de levantarse de modo irreprimible
¿Qué es la música originaria? El deseo de arrojarse al agua”
Pensar…
¿Por qué no bailo? Porque aún tengo miedo del mundo.
¿Por qué escribo? Porque nadie me mira mientras lo hago.
Escribo un poema a mi madre, sobre mi propio viaje. Una carta a lápiz como el poema de Montalbetti. Como Walcott. La guardo en el bolsillo. Camino. Busco mi música. Me aparto del mundo. Pienso… Quiero leer todo lo que Quignard esté diciendo. Voy a la librería. Compro: Las sombras errantes. Último reino I.
Leo.
Capítulo I: El canto del gallo, el amanecer, los perros que ladran, la claridad de se expande, el hombre se levanta, la naturaleza, el tiempo, el sueño, la lucidez, todo es feroz.
Todo es feroz. Como el viaje inicial de la madre, su huida inició mundos, después la siguieron sus hermanas. Ahora entiendo porque nos llevaba sanos y esbeltos al pueblo cada temporada de vacaciones. Su madre nos veía vivos, atados a su mano. Niños pobres y hermosos. Volver a casa. Todos los días pienso en eso, pero nado en contra.