Algunos defensores de las obras clásicas –en la inmensa mayoría de los casos limitada a Grecia y Roma– apoyan su apología en un curioso argumento: los clásicos representan nuestra herencia común, nuestro pasado, el pilar cultural que justifica y permite comprender la producción filosófica, científica y literaria de los milenios siguientes. Sin embargo, encuentro una razón de peso mayor para leer con criterio y reflexión a los clásicos de todas las grandes civilizaciones: la claridad en el juicio.
Tener claridad expositiva es una cualidad que cuesta desarrollar en nuestros días. Con claridad no quiero decir «simpleza», sino «sencillez» estilística y, en cuanto al contenido, que sea el fruto de una meditación reposada sobre el asunto que atañe al autor. En las obras ensayísticas de nuestros días encuentro muy poca claridad y sí mucha simpleza en una obsesión con agradar a la máxima cantidad de lectores posibles donde, claro están, la minoría de las personas reflexivas quedamos al margen. Encuentro otro motivo más, y tiene que ver con la gestión del tiempo. Reflexionar necesita dedicación, entrega, esfuerzo y –lo han adivinado– semanas o meses de esfuerzo para discernir con suma profundidad una cuestión. En muchas ocasiones, la cuenta se mide en años. En un contexto de ritmo acelerado y atención constantemente distraída resulta complicado tener algo nuevo que decir cada año, en los ritmos que la industria editorial requiere con frecuencia.
Es por este motivo que regresar a textos clásicos como el Enquiridión, una serie de discursos del filósofo estoico Epicteto. Según la tradición, esta colección de exposiciones fue redactadas y recogidas por su alumno, Arriano de Nicomedia, alrededor del primer siglo de nuestra era. En efecto, Epicteto, que fue esclavo en Roma y un profundo admirador de Sócrates, defendió la doctrina del diálogo y la conversación frente a la disertación escrita. A lo largo de su vida, el filósofo griego conoció la privación de libertad, la recompensa del estudio intelectual (bajo la tutela del pensador estoico Cayo Musonio Rufo) y, siendo ya un hombre libre, el destierro en tiempos del emperador Domiciano.
El Enquiridión es, en consecuencia, el único testimonio que tenemos de su prédica. La cuestión de la libertad (presentada muy a menudo de forma implícita, sibilina, discreta ante el lector) se presenta como clave en el desafío humano de alcanzar una vida plena. También está muy presente la necesidad de alcanzar una correcta eudaimonía o felicidad a través de la práctica de la imperturbabilidad de espíritu (ataraxia), imperturbabilidad anímica (apatía) y el cultivo de buenos pensamientos, sentimientos y acciones (eupatía). Debo recordar al lector que los filósofos estoicos apostaron por la razón y la mesura en el buen gobierno del ser humano. A mi juicio, sólo tuvieron un pecado en sus objetivos: albergar una cierta candidez en sus afirmaciones, pensando que es posible atender el mundo en movimiento y domesticar por completo los cambiantes sentimientos humanos. En otra referencia más moderna, el estoico intenta convertir al ser humano en un vulcano (Star Trek), pero esta propuesta sólo puede ser aproximada. Más temprano que tarde, el practicante estoico y el profano caerán en la desmesura y la culpabilidad amenazará con conquistar su imperturbable espíritu. En este sentido, la doctrina budista tiene cierta ventaja sobre la estoica.
Regresando al texto, más allá de las aportaciones para la física de la época que ofreció el autor, el Enquiridión ofrece sabios consejos que permiten reflexionar al lector sobre su propia conducta. El noble propósito de los filósofos estoicos tiene efectos positivos cuando se racionaliza y se aplica con justo equilibrio y máxima prudencia.
En este sentido, el sello barcelonés Arpa ha publicado una edición muy cuidada y compacta de este clásico del pensamiento occidental. Bajo el agradable título Manual de vida y contando con la traducción, introducción y notas del profesor David Hernández de la Fuente. La edición es exquisita en tanto a la mimada introducción, que ofrece con gran dignidad esta obra a cualquier lector, tanto al que conoce el pensamiento grecorromano como al que vive ausente de él, como en las prolíficas notas que nutren el libro. Además, se incluye muy generosamente la Doctrina de Epicteto puesta en español, con consonantes, de Francisco de Quevedo, lo que suma valor a la edición.
La lectura del pensamiento de Epicteto es un obsequio si se quiere aspirar a una buena vida. Por ejemplo, cuando el filósofo recomienda cultivar la mirada interior (la reflexión) frente al juicio externo. Dice así: «si alguna vez te sucede que vuelves tu mirada hacia el exterior con el deseo de gustarle a alguien, que sepas que has perdido tu disposición interior. Que te sea suficiente en todo el hecho de ser filósofo. Pero si, además, quieres parecerlo, muéstratelo a ti mismo y será bastante». O, en una disertación más práctica, cuando el griego afirmó que «no son las cosas las que turban a las personas, sino las opiniones acerca de las cosas». Aunque la profundidad retórica y argumentativa de Epicteto están lejos de la de Séneca y Marco Aurelio, sus consejos siguen teniendo aprecio en nuestros días. Precisamente, en el tiempo en el que los placeres pierden aceleradamente su sentido, en una época donde predomina el sentimentalismo contra la razón. Hoy, Epicteto y su Manual de vida siguen siendo necesarios.