AGOSTO 2025
En el juego de ‘el par de vocablos’ sobre el que se sostiene la filosofía de Martín Buber [véase/léase su obra ‘Yo y tú’] hay algo que me lleva inexorablemente a la sonrisa [y no por el tipo, Dios me libre, que me merece un respeto especial].
Buber engancha una relación y la complica en vez de simplificarla, la exprime con ardor guerrero hasta casi conseguir que se haga críptica… E incluso hasta determinar que solo se puede vivir en el pasado en función del ‘vacío’ alimento de la experiencia en su modo más transitivo. Llega a afirmar que “solo desde el pasado se puede organizar una vida” [estoy de acuerdo si se le quita ese ‘solo’ excluyente] y sugiere que el carpe diem –vivir el presente– “devora la vida”.
Yo, sin embargo –pobre de mí–, entiendo que una vida se puede organizar también desde el justo presente y hasta desde el nebuloso futuro… Y siempre, claro, desde esa propuesta relacional de Buber en la que se hacen imprescindibles el ‘yo’ y el ‘tú’.
La pregunta inmediata a mi afirmación sería: ¿Cómo se puede organizar una vida sobre algo que no se tiene [porque está en proceso o porque aún no existe]?… Pues perfectamente, porque se posee la conciencia del tiempo y la hermosa impronta de ‘la posibilidad’ [lo que es posible, lo que puede ser posible]
Además, me parece mucho más fácil organizar lo que no se tiene aún que lo que ya gastó su cuota de posibilidad y ‘es’… Más fácil y, probablemente, mucho más productivo en parámetros humanistas, pues tal decisión de orden implica voluntad de crecimiento [contra el riesgo de anquilosamiento y conservadurismo que conlleva el orden basado únicamente en el pasado].
Las grandes revoluciones, los cambios fundamentales, llegan siempre de una experiencia del pasado [sí] y precisan una voluntad desde el presente hacia el futuro, con un alto valor en el desarrollo [y por tanto en el orden] de la posibilidad.
Entonces –quede claro– entiendo el pasado como ‘generador de impronta’ [es por ello que resulta imprescindible como propiciador de una voluntad de cambio], pero acuño el presente y el futuro en el orden de lo ‘real’, y no para ser gastado, sino para ser ordenado con voluntad positiva.
Tal visión no es otra que la del hombre lanzado a la vida [lanzado a la muerte], tan distinta y distante a la del estatismo conservador que busca quietud donde hay movimiento. Así las cosas, entiendo que la misión humanista consiste tanto en ‘estar’ como en ‘ser’, hundiéndose en un error quien estime que solo se puede crecer en una de ellas mientras se desdeña la otra.
‘Estar’, por sí mismo, es simplemente fracasar.
‘Ser’ solamente, implica volatilidad y desaparición.
El hombre se hace inexcusablemente desde su pasado, en su presente y hacia su futuro. No sirven las partes sueltas para hacer el ‘uno’.

Tomarse un día para dejarlo en blanco a veces es un lujo inalcanzable. Yo lo he intentado hoy, pero la brasa telefónica lo ha fastidiado todo.
En fin.
Decía el gran Pavese que “es pecado lo que inflige remordimiento”, y a mí me remuerde hoy la conciencia por haber contestado a todas y cada una de las llamadas que me han hecho. Soy un pecador en línea… Y, encima, cabreado.
A primera hora intenté que me pudiese la poesía y me empapé de ‘El canto y la ceniza’, buscando el frío lírico de Anna Ajmátova y la tierna dureza de Marina Tsvetáiva, pero solo encontré consuelo por mi falta de palabras y una envidia amoratada por sus versos [‘Cuando alguien muere / cambian sus retratos. / Miran de otro modo sus ojos, y sus labios / sonríen con distinta sonrisa…’ (A.A.”] • [‘Perderlo todo de un golpe, / un tajo limpio. / Suburbio, arrabal: / el día se acaba… // Se acaba la ternura –piedras–, / las casa, los días y nosotros –se acaban. // Mansiones vaciándose: las honro / como a una madre anciana. / Porque vaciarse –madre– es acción: / lo vacío no se puede vaciar. // (Mansiones medio vacías, mejor sería / que os quemaran.) // Que un gesto rudo / no abra la herida. / Suburbios, arrabal, / costura que se rompe. // Sin desmesura verbal, / el amor es sutura. // Sutura: ni venda ni escudo / –no pidas ayuda– / Sutura: el muerto cosido al suelo / como yo cosida a ti. // (Con qué hilo, lo ha de decir el tiempo, / si endeble o fuerte.) // … // Quien rompe no pierde. / Oh, arrabal, / suburbio, divorcio seguro / de dos frentes. / Cerebros al aire, / patíbulo de las afueras. // Nunca pierde quien rompe / y huye al alba. Yo en la noche / me he cosido a ti / toda una vida sin bastas… // … // Es éste el último farol’ (M. Svt.)].
Y debo escribir como sea, sin miedo a ser vulgar, sin temor a dejar sin su gesto a las palabras del hambre de palabras.
El tedio no es excusa, porque es tedio y contiene una voz que puede ser definitiva, y yo debo buscarla y practicarla hasta rendirla… Descoserle sus retales ajados y coserlos de nuevo de una forma extraña y extranjera, como esas mantas incas con dioses geométricos, y encontrar en su nuevo firmamento algún duelo perdido, una sonrisa tierna o un inútil canto de victoria… El poema [lo intuyo ahora] es darle una vuelta del revés a lo prosaico y hacerlo mágicamente extraño y atractivo, un juego tan insensato como poco práctico, un acto de decir de otra manera lo que será obviedad y antes fue nada.
No es prudente definir lo que ‘es’, pues en su ‘ser’ ya se define con toda la plasticidad del silencio… Quizás sea eso lo que la poesía le roba al ‘ser’ y lo que consigue significarse en poema: el silencio que define sin nombrar y tiene vocación de nebulosa.
Se cose el poema a quien lo recibe y se torna disfraz de muchos y verdad o mentira de uno solo. Yo soy el poema mientras el mundo es prosa, una prosa segada o consumida por los omnívoros que igual hacen a carne que a verduras, a pan templado que a manteca fría… El poema/la poesía es la piedra que muele, pero que no alimenta; el tronco viejo de un árbol muerto que sirve de guarida a los gusanos, pero jamás podría contener una mesa o un armario. No sé, pero siento esa voz tan adentro, que, sin saberlo, poseo la certeza del espacio poético, presiento cada trocha que lo surca y lo temo también…
Veréis que es inconcreto todo lo que farfullo, pero sé que es camino de conocimiento que late entre mis vísceras.

Mírame andar, que ayer me falló la rodilla y me fui al suelo. Estoy empezando a pagar mis 29 años de baloncesto y todas las tensiones estúpidas a las que sometí a mi cuerpo, pero me lo pasé de maravilla.
Mírame andar sin que te vea, y notarás cómo me he puesto viejo, cómo mis hombros caen y mis pies arrastran, pero me lo pasé realmente bien.
Mírame andar sin que te vea y sin que te sienta, y verás como migran los pájaros, cómo la luna busca un desfase entre nubes, cómo la orilla del otro lado se acerca poco a poco, cómo la carne crepita y huele, cómo no importa lo que fue y sí lo que haya de venir… Mírame y piensa en una noche de alimañas y espíritus, en una controversia y en un absurdo, en el rastro del animal herido, en la feria incendiada de luces y un hombre solo, en la costra que protege la herida, en el pañuelo blanco… O, si quieres, mejor mírame con deseo, aunque me quede poco que ofrecer, o con ganas de morderme el muslo, o con incontinencia por hacerme la boca nueva… Me da lo mismo siempre que no me mires con conmiseración. Mírame, en todo caso, para que pueda quedarme a vivir en tus ojos un ratito, para quemarme con tus rayos de láser, para dejar caer tus bombas atómicas sobre mi espalda sin que yo sienta nada… Pero que presienta.
Mírame andar y verás el pasado completo del hombre, el medioevo de un gesto común, el justo instante de la ira antes del combate, el pretacto de amar, la sensación de vértigo de quien penetra y sale, el agosto del cuerpo, la líquida lujuria de un hagámoslo ahora, el antiguo régimen, el nuevo, el renacimiento entero y la postmoderna cojera patizamba de mi pierna izquierda.
Mírame andar sin que te vea y sabré que me miras, porque hay un hombre igual que yo que pervive en tu sombra y la alimenta.
La soledad es un arte mayor que me fascina.

Me acuchilla este puñetero dolor de cervicales que es como una rapaz haciendo presa, me hunde, me deja sin aliento, pero también me gusta un poquito, porque el latido es más notorio y tengo ubicado el exacto lugar del cuello en mi cabeza [antes no lo tenía nada claro].
Y es que somos todos distintos y demasiado iguales, aunque lo que nos diferencia es la dosis de egoísmo hasta en el dolor: unos toman el suyo, lo lloran, lo tramitan y lo usan como un veneno particular, teniendo solo ojos para sus cuitas y cegándose como topos para los dolores cercanos… Y otros comparten dados, castigo y gestos, y lo hacen con la felicidad del que es de todos, y aceptan lo que venga y se extienden, y persisten en vivir con sonrisas y lágrimas, en dar el paso nuevo acompañados, en apoyar para poder apoyarse.
No entiendo el clavicordio de la vejez, y creo que no lo entenderé jamás, pues la vejez me resulta fea y nada plástica/práctica, y por ello creo que no debo llegar a ella me ponga como me ponga. Otra cosa es asumir lo que nos viene dado [aquí también protesto, porque el anciano se hace por sí mismo y no sabe deshacerse sin deshacer a los que tiene al lado]. Creo que todo es cuestión de educación y de aprender esa máxima de “si no quieres morirte, por lo menos déjame vivir”. En fin, que nos han enseñado a aferrarnos y eso agota la vida que florece.
Prefiero, sin dudarlo, a quien comparte dados, castigo y gestos, al que no hace dramático lo que es la justa ley del Universo y gestiona los días con naipes de normalidad, pronunciando exabruptos para sacar la mierda y tirando adelante con una risa franca.
Vivir es una caries en el cuerpo y no un cuerpo en la caries que es la vida.

Me gustaría que cada palabra llenase el mundo exactamente con todo lo que dice en sus grafías y que fuera pecado mortal pronunciarlas en vano, con la voz atiplada o de falsete; que cada palabra fuera como el golpe de sangre que acompaña al latido y no diera lugar a duda alguna, que no fuera adorno jamás, siempre ‘decir’…
Pienso esto y termino dándome cuenta de que la exactitud es tan dramática como una herida abierta o un hijo asomando por el ojal estrecho que aportala la pelvis, y entonces no sé si me gustaría que las palabras fueran exactas, porque posiblemente su peso me dejaría quieto y agotado, enloquecido.
Me quedo, al final, en la impostura de cada voz y en su noche oscura… Soy cobarde.
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