“¿Por qué construir un puente entre dos orillas que son iguales?”. Ésa es la cuestión de apariencia intrascendente que, en el comienzo de su aventura, se hace Charlie Allnut -Humphrey Bogart-, mercader del río Ulanga y capitán de la barcaza La Reina de África, mientras le cuenta a su compañera accidental y sin más opciones que acompañarle, Rosie Sayer -Katharine Hepburn-, las razones que le llevaron a África desde Canadá. Las posibilidades de ver mundo y sobrevivir trabajando en la construcción de un gran puente, eran las de él. Ella acompañaba a su hermano misionero, antes de que muriese en un campamento arrasado por los alemanes, y trataba de evangelizar el África Oriental, en pleno arranque de la Primera Guerra Mundial.
La pregunta no es trivial. Esta historia que nos contó John Huston en 1951 demuestra que llegar a la otra orilla, en forma de metáfora vital, es importante. Mucho más de lo que pudiera parecer en el comienzo del viaje, porque al otro lado, más allá de los límites conocidos, hay una existencia llena de posibilidades a las que no se puede acceder sin recorrer ese puente. Una pasarela que hay que construir con una experiencia llena de riesgos. En esos días de navegación hacia objetivos, en principio, dispares para los protagonistas -ella quiere venganza contra los alemanes por propiciar la muerte de su hermano y él, sencillamente, no tiene nada mejor que hacer- , salen a flote los miedos infantiles de cada uno y también la mejor imagen de sí mismos, desarrollada sólo cuando la confianza mutua hace crecer hasta su máxima estatura a quien tienen enfrente. Y, mientras tanto, en pleno descubrimiento, el amor.
Huston no hacía películas sencillas y tras el vistoso technicolor hay un entramado lleno de matices para disfrutar. Desde la obsesiva educación y pulcra elegancia mantenida siempre por Rosie, pese al calor, el esfuerzo y las sanguijuelas, que acaban contagiando al brusco Allnut; hasta el planteamiento igualitario del trabajo entre hombre y mujer, un esfuerzo conjunto y un reparto de tareas -aunque fuese en una embarcación precaria- que no se daba en la vida real de los Estados Unidos ni en la Europa de los años 30 que cuenta la película, como tampoco en el año 51 en el que fue rodada. Y, por encima de todo, la posibilidad de alcanzar metas improbables si la mirada de quien tienes enfrente muestra una confianza auténtica en tus posibilidades. Aunque el objetivo, en este caso, fuera una locura: impedir el control del ejército alemán sobre el lago Victoria, acabando con el enorme barco Empress Luisa, que patrullaba la puerta de entrada de la superpotencia en su territorio africano. La Reina de África, una auténtica cáscara de nuez, contra el enorme poder alemán a todo vapor.
Y en medio de un plan con pocas posibilidades de terminar bien, el miedo de cada protagonista siempre encuentra la fe ciega del otro, de modo que, a empujones, Charlie y Rose acaban llegando a su objetivo, manteniendo una extraña normalidad, sentido común y hasta intimidad en 12 metros cuadrados. Rodeados de rápidos, cocodrilos, mosquitos y bayonetas enemigas, La Reina de África se muestra como una enorme fortaleza para sus ocupantes.
Pero fuera de La Reina, como historia, estaba el set de rodaje, y allí las cosas no fueron tan sencillas. Para empezar, se cuenta que el propio Huston no tenía tanto interés por la historia en sí como por conocer el continente negro y cazar un elefante. Además de esta anécdota, con la que juega Clint Eastwood en Cazador Blanco, Corazón negro, la leyenda de esta película crece si tenemos en cuenta que todo el equipo de rodaje enfermó de disentería, excepto el propio director y Huston, de quienes se dice que sólo bebieron whisky, con el que se aclaraban la boca incluso después de lavarse los dientes; que las elevadas temperaturas obligaban a guardar las latas de película en agujeros profundos dentro de la selva; que Katharine Hepburn, obsesionada con la limpieza, se convirtió en objeto de bromas por parte del propio Huston y Bogart, aunque tampoco éste dejaba de quejarse del calor, la comida enlatada y los mosquitos, con su chica, Lauren Bacall, muy cerca. Precisamente, el duro Bogie, en la escena de las sanguijuelas, se negó a que pusieran bichos vivos en el cuerpo. Sin embargo, en plena acción, Huston le advierte que no había presupuesto y que eran auténticas: merece la pena detenerse en su cara mientras se las arranca. Asco auténtico.
La Reina de África, pese a las dificultades de financiación y de rodaje, arrasó en taquilla y Bogart se llevó su primer Oscar, que no esperaba, después de haberlo rozado con sus dedos años antes gracias a su papel en Casablanca. Y eso que en aquella edición del año 51 competía con Marlon Brando en Un Tranvía llamado Deseo y con Un americano en París. Por contra, la enorme actuación de Hepburn no obtuvo la estatuílla, que fue a parar a las manos de Vivien Leigh, también por el Tranvía. ¡Menuda concentración de talento en un sólo año!
Pero, más allá de todo lo que ocurre tras la pantalla, frente a ella podemos descubrir que es posible encontrar cierta normalidad aunque los peligros sean permanentes y que la vida sigue pese a los desastres globales, abriéndose paso. En La Reina toma cuerpo la enormidad de la guerra, aparentemente lejana, cuando irrumpe con toda su crueldad en la remota África. Pero también es posible acompañar a los protagonistas mientras descubren la belleza de unas flores desconocidas y fragantes en medio de la suciedad y el calor asfixiante; durante un romántico desayuno en la cama, aunque ese lugar de descanso sea un mugriento jergón; comprendiendo la necesidad de ambos de confesar las flaquezas para encontrar aliento, la única manera de poder seguir adelante y superar el miedo…
Asomados a la ventana de su historia, podemos también observarles mientras piensan, felices, qué podrán contar a sus nietos si superan la aventura, o cuando, con una enorme sonrisa, les casa el enemigo justo antes de enfrentarse a una soga destinada a sus cuellos, en un destello de romanticismo puro…
Siempre es posible descubrir un nuevo detalle que conecte nuestra realidad o nuestros deseos con lo que ocurre en la pantalla. Al fin y al cabo, es eso lo que nos permite el cine: guardar tesoros a los que acudir como un valor seguro, cuando otras cosas fallan.