Un hombre infeliz

“Es feliz el que está contento con las circunstancias presentes, sean las que quieran, y es amigo de lo que tiene” Séneca. Diálogos

El secreto de la infelicidad

El protagonista de esta historia es un hombre de apariencia infeliz. Eso opina la mayoría de los que le conocen, e incluso él mismo lo reconoce y acepta.

Y sin embargo, en su fuero interno, el sabe que la mayor parte del tiempo tiende a sentirse moderadamente feliz. Esa personalísima sensación suya es más que un sentimiento momentáneo o una emoción transitoria, es algo indefinible y oscilante, con tendencia a ser persistente y placentero, algo que le conforma más que le define. De hecho, con el tiempo ha aprendido que ese estado de sutil bienestar le sobreviene casi sin buscarlo, sin necesidad de que causas mayores o menores lo desencadenen.

Habitualmente le basta con no dejar que el tiempo se le escape le por el baldío de la inactividad. Le es más que suficiente con estar ocupado en algo, voluntariosamente activo con alguna iniciativa o trabajo. Incluso cuando por alguna causa o motivo no se siente bien, o padece algún sufrimiento, él sabe que el sosiego, la calma, o incluso la satisfacción de vivir regresarán con sólo dejar que el paso del tiempo atenúe la intensidad de la emoción, preocupación, malestar o molestia que lo ocasiona. Es más, como bien sabemos todos, o al menos intuimos la mayoría, él también reconoce que habitualmente los pequeños acontecimientos negativos, contrariedades intrascendentes, o sinsabores y disgustos de la vida cotidiana son los que más turban el cómodo fluir de nuestras volubles existencias.

Suele por eso pensar el protagonista de esta historia que, pase lo que pase, le bastará con que le dejen en paz los avatares imprevisibles de la existencia, o los caprichos inestables del azar, o las intromisiones intolerables de otros seres insensatos, para que poco a poco vuelva a su natural modo de ser moderadamente feliz en el sencillo escenario de su inquietud proactiva. No le hará falta tener muchas cosas, ni conocer a demasiadas personas, ni disponer de condiciones sofisticadas de vida, para que su natural ánimo tienda a la felicidad conspicua.

O más bien quisiera él que dijéramos felicidades, pues tiene para si el protagonista que en realidad es la suma o concatenación de pequeñas satisfacciones, mínimos placeres, cortos tiempos de calma o pequeños espacios de libertad, lo que a los seres humanos como él nos genera esa sensación compleja y sutil que solemos denominar felicidad. Con frecuencia es la simple ausencia de incomodidad o dolor, apenas perceptible si no se le presta la debida atención, lo que nos genera sosiego, calma, serenidad o placer.

Otras veces basta con que se atenúe el pesimismo irracional o cese la preocupación obsesiva, para que la serenidad regrese y con ella vuelva el interés activo por las menudencias y actividades cotidianas, las cuales enseguida cobran relevancia y adquieren protagonismo severo, cuando, en realidad, casi nunca alcanzan más talla que la de migajas en medio de el horizonte agreste de la vida.

Y es en medio de ese soleado y sombreado paisaje donde surgen raudas las señales que despiertan la inquietud activa, la esencia de esa especie de íntima felicidad que el protagonista atesora, aunque, como dije, no sea él una persona de apariencia feliz.

 Esa es, de hecho, una de sus mayores preocupaciones, y también uno de sus mayores motivos de infelicidad. Aunque, en realidad, y a fuerza de ser precisos, no es algo que le preocupe demasiado, ni le afecte en exceso, pues no en vano es una de esas personas que tienden a la soledad activa, más que a la actividad compartida.

Aun así – quien podría negarlo – es en esa materia en la que él mismo se considera un ser desgraciado, un verdadero fracasado, pues no son pocas las ocasiones en que esa naturalmente suya apariencia de persona infeliz le acarrea motivos de infelicidad. Ese círculo viciado es quizá su mayor problema y fuente de disgustos, pues no son pocas las personas que por percibirle así le evitan o rechazan, y, claro, el protagonista no es más que un ser humano, con sus múltiples necesidades y dolorosas carencias.

No en vano, la de ser acogido y aceptado es quizá la más común de las necesidades de esos animales sociales que caminamos erguidos, con los ojos abiertos en busca de otros ojos, los oídos acechando cualquier acorde en medio del ruido, las manos extendidas en busca de otras manos y los labios dispuestos para la palabra o el beso.

Bien es verdad que el protagonista no es de esas personas a las que la presencia de otros le sea imprescindible para sentirse bien, ni es esa su principal fuente de felicidades. Es más, a menudo es la agregación de personas lo que más incomodidades le ocasiona. Pero también es verdad que, como cualquier ser humano necesita de otros para sentirse persona. No le hacen falta muchas, es cierto, pero si algunas y, a ser posible, escogidas. No es que exija de los demás nada en especial, ni que requiera de sus compañías grandes dotes ni virtudes. Más bien prefiere encontrarse con pocas personas, de gustos sencillos y atributos comedidos. Suele preferir las del sexo opuesto, de sincera afectividad y sencilla apariencia, con el habla fácil, más no demasiada locuacidad, pero que, eso sí, dispongan de esa sencilla, y sin embargo compleja, habilidad de transmitir la misteriosa sensación de felicidad que él presiente.

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