Keith Richards, más vivo que Carracuca…

Never want to be like papa,

Working for the boss ev´ry night and day

Happy, Keith Richards

 

 

Estos días se ha hablado un poco del 75 cumpleaños de Mick Jagger, sorprendido medio mundo de que el vocalista de los Stones haya llegado a tan viejo en tan excelente forma, con una hija de dos años recién estrenada y con tantos proyectos entre manos (dan ganas de decir “entre piernas”, vista esa fecundidad que no para…) En diciembre, supongo, o eso espero, se hará lo propio con Keith Richards, su doppelgänger, su sombra jungiana, la otra pata compositora y carismática de la banda más longeva de la historia del rock, porque tiene la misma edad que Jagger y las mismas ganas que él de colgar los trastos y morirse, o sea, ningunas. Más que “sus satánicas majestades” (su álbum, por cierto, más fracasado, en el que un productor avispado quiso buscar la antítesis de The Beatles, cuando en realidad eran unos y otros más amigos que gorrinos…), estos tíos son como los popes de la música popular, que cuanto más viejos más doctrina imparten y más creyentes congregan, con la diferencia de que ellos han estado ahí desde siempre, o sea, desde los fantásticos y crédulos años sesenta. La fumata blanca, en cualquier caso -y la negra, y la verde…- la ha puesto siempre Richards, que es incluso capaz de tocar o cantar fumando, siendo este, como sabemos, el menor de los vicios que ha cultivado en su politoxicómana vida. Parece que es cierto que Keith se esnifó las cenizas de su padre, que era un señor de clase obrera, pero ni lo hizo en su totalidad ni tampoco en un avión como se ha contado. Se trató, por lo visto, de unas pocas que se le habían caído de la urna, porque Keith es un descuidado y porque todo se lo mete para el cuerpo, sean substancias o sean estilos musicales, como un panteísta flacucho que absorbe el mundo en su divinidad viejuna y que no desperdicia nada, que hay mucha escasez en el mundo aunque a él no le afecte nada. The Rolling Stones consiste actualmente en un grupo de multimillonarios incombustibles que sólo se miran el ombligo y de los que dependen numerosos parientes que son los que les cuidan después de cada concierto, porque nadie querría exprimir demasiado la proverbial gallina de los huevos de oro…

 

 

 

Pero yo creo que a Richards es al que mejor le ha sentado la gloria y la fortuna, pese a sus muchos accidentes del pasado con la heroína, ya que ha sabido extraer de ello una lección de soltura y relajamiento vitales de la que tal vez adolezca Jagger, el empresario -estudió economía- y posturitas de gimnasio Jagger, sin el cual, también es verdad, el invento se hubiese ido a pique hace tiempo. Richards vive de Jagger, de la disciplina que impone a todos Jagger, pero vive mejor que Jagger, es como ese personaje del Sandman de Neil Gaiman al que le conceden la inmortalidad y el tío se lo pasa igual de bien siglo tras siglo, sin perder el juicio ni la alegría, en una versión desenfadada del solemne cuento de Borges o del diktum heroico del Zaratustra de Nietzsche: “¿Era eso la vida? ¡Bien, venga otra vez!”. Pero a la vez Jagger vive de Richards, depende de que él mantenga viva la llama del amor por el blues y el rhythm and blues como si no se hubiese inventado nada después, como si la música se hubiese mantenido intacta en su fuente negra, que es de la que proviene todo desde que Gustav Mahler y otros cerraron el capítulo de la grandiosidad sinfónica blanca y europea. Jagger y Richards son ingleses, claro, y allí debió sentirse con mucha más fuerza el impacto de la novedad de los nuevas músicas populares estadounidenses posteriores a la Segunda Guerra Mundial, y de esa inspiración aún alientan, como un recuerdo viviente de la contribución colosal de la negritud, sí, pero también que la cultura no se crea ni se destruye, únicamente se transforma –es conocido que “Rolling Stones” es un nombre tomado de un título de Muddy Waters.

 

 

Además, Keith Richards es buen orador, da buenas entrevistas porque dice lo que se le viene a la cabeza con cierta sinceridad y alguna sucia ocurrencia de vez de vez en cuando, pero sin demasiada afectación. El mundo de las estrellas del rock es como el de los futbolistas famosos: esperan que se les pregunte únicamente acerca de ellos, y es muy poco o muy prefabricado lo que luego tienen que decir. Richards, en comparación, es un dialéctico, y como sabe que nadie (tampoco el movimiento Me Too le ha encontrado nada) le va a bajar de su pedestal, goza de la libertad propia de los pioneros del rock de soltar todo lo que le apetezca, y que el mundo allá se las componga. Parece que es cierto también que en una ocasión Chuck Berry le arreó un puñetazo por una mala contestación como un maestro a la antigua usanza haría con un alumno díscolo, pero Keith se lo tomó bien porque es de barrio, y en peores plazas había toreado (y, ¡qué coño!, era Chuck Berry….) Cuando le escribieron su autobiografía, por esa bocaza salieron lindezas como que Mick Jagger la tenía pequeña, tanto que Marianne Faithfull no sabía qué hacerse con ella, y hasta eso parece que su amigo se lo ha perdonado, aunque sólo sea porque mayores guarradas se habrán hecho el uno al otro y porque el show debe siempre continuar. Keith Richards ha salido más o menos entero de todas las autodestrucciones que él mismo había programado para con su propio cuerpo, y creo que ha aprendido algo valioso de tales estragos: que lo que verdaderamente importa es estar contento con uno mismo, que el dinero ayuda mucho para eso, y que al fin y al cabo nadie te puede quitar tu guitarra. Ojalá tanto millonario desalmado como hay por el mundo intentando engrosar aún más su botín siguiese su ejemplo, ¿o es que alguien se imagina a Amancio Ortega o a Rupert Murdoch en su ancianidad vestidos de Piratas del Caribe? Quiero pensar que ese es un privilegio quizá hippy, quizá puramente estético -o tal vez ambas cosas a la vez-, que el rock ha traído a la historia occidental y que el abuelo Keith Richards es quien mejor encarna todavía hoy. Long live Keith Richards!

 

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