Discos dedicados

Lo peor que te podía ocurrir, después de haber recogido la cosecha de calabazas en la Secretaría del viejo Instituto de la calle Caballeros, era tener de pasar las siestas estudiando. Las calles se habían quedado solas, en el corral hacía mucho calor y la chica en la cocina se afanaba en terminar la limpieza del “vedriaó”.

Por las rendijas bajeras del portón de la calle, se colaban como cuchilladas de sombra, los pasos de los pocos que por allí pasaban. El comedor de la casa con la ventana abierta de par en par y la persiana de madera verde descorrida hasta el poyete, era una biblioteca con una mesa de hule a cuadritos sobre la que se amontonaban en completo desorden todos aquellos libros, empeñados en recordarme una y otra vez con su muda presencia mi estrepitoso fracaso académico.

Esa tarde tocaba repasar el método de francés de Mangold, y el texto de formación del espíritu nacional de Torrente Ballester: “Aprendiz de hombre” en cuya contraportada podía leerse con letras góticas: “Esta obra ha sido declarada de texto para Enseñanza de Educación Política en 2º Curso de Bachillerato”.

Y de pronto, el silencio de la calle era quebrado por una voz femenina que desde el portal de la casa de al lado, anunciaba que ya había llegado uno de los momentos más esperados por el grupo de encajeras, que desafiando el sopor de la calima agosteña, se afanaban sobre el picaó de los cartones, en dibujar con la música invisible de sus bolillos filigranas sobre el mundillo de las almohadillas.

“Sintonizan ustedes Radio Ciudad Real EAJ 65, en su programa de discos dedicados”.

La siesta para mis vecinas, era el momento idóneo para la complicidad, el breve reposo tras haber rematado las faenas caseras esperando el regreso del marido o de los hijos de las tareas de la siega, o del agotador trabajo de regar la huerta de cebollas.

Matilde Conesa

“Yo creo María, que ya tenias que haberte declaraó al sastre que viene los Domingos. ¿No dices que te gusta tanto?”. La voz de la Heliodora rebotaba la sorna de sus frases en las paredes del portalón empedrado, e hizo brotar entre el repiqueteo de los bolillos, un estrépito de carcajadas a medio contener.

“Anda tonta. ¿ Y si esta casaó? Vaya chasco”, respondió la aludida sin mucho entusiasmo en sus palabras.

“Que coña, si no pruebas, nunca te vas a enterar” apostilló la Demetria desde el rincón que daba al segundo patio.

“¡Anda, pásame el botijo y a callar, que ya principian los discos!”, dijo la Basilisa, posando un instante su mirada en el enorme aparato Telefunken que sobre una repisa de madera debajo del vasar de la cocina, había comenzado a emitir las alegres notas del pasodoble “El Niño de Jerez”, que era la sintonía de cabecera mientras la voz de Elsa Vela daba paso a las peticiones.

“Y tenemos el gusto de empezar, dedicando la canción  ́Mi perro amigo ́, de Rafael Farina , para felicitar en su cumpleaños a Luisi, de parte de sus padres, de su hermana y de su vecina Ernesta”.

Cuando el gitano salmantino comenzaba a relatar la historia de su perro “Lucero”, yo siempre volvía a acordarme de aquel galgo. Había sido una tarde de Julio del verano anterior, cuando “El Payo” pegó fuego al olivar del Camino de Malasnoches mientras quemaba el rastrojo lindero. Las campanas de la Iglesia tocaron a fuego y todos los vecinos abandonaron la siesta para dirigirse al lugar. Yo salí con mi bici pero me equivoqué de camino. Me metí por el carril de las Duronas . Y allí, en el primer olivar que había en el cruce que iba a la Dehesa, estaba aquel galgo. En una oliva junto al camino. El criminal no se entretuvo mucho en meterse hacia el interior de la longuera y colgó al animal en el primer árbol de la linde. Tenía el cuerpo alargado y lleno de rasguños. Los ojos miraban al cielo entre temerosos y suplicantes. Estaba recién muerto.

Yo me volví a casa temblando. Mi madre me preguntó que porqué volvía tan pronto. Yo le dije que me había perdido. Pero Rafael Farina seguía cantando.

“A pesar del tormento de su agonía, su rabito contento aun se movía. Alma de tirano. Corazón de hierro. Maldita sea la mano que mata a un perro.”

“Que sepáis que estoy cansá, pero que mu cansá de este juego de cama, que me se está haciendo más largo que una trilla sin almuerzo”.

“Anda Ezequiela , no te quejes, si a la final es pa tu Leo”.¡ Y lo bien que le va a quedar en su cama la noche de bodas!”. Algunas risas y ninguna pausa en aquel torbellino de canciones.

“Y ahora queremos dedicar en la voz de Angelillo, la bonita canción  ́Tengo una hermanilla chica ́ para Antonio, dándole la mas cariñosa enhorabuena por haberle correspondido España en el sorteo de la mili, de sus padres Antonio y María y sus hermanos Juan, Ángel, José y la pequeña María”.

En mi infancia, la mili formaba parte de esas mitologías inciertas de la vida adulta. Historias que se mezclaban con el recuerdo de fotos color sepia. Figuras que sostenían un fusil en una actitud de forzada hombría: las piernas abiertas, el gorro cuartelero con la borla colgando, y un rostro con la sonrisa cérea de un actor caduco y neblinoso.

La mili era el traje de Alférez de Ingenieros de mi tío Pepe colgado en una de las paredes de la buhardilla de casa del abuelo. O la foto de Froilán, que yo había visto en el aparador de la casa de su madre montado sobre una motocicleta de la Infantería Motorizada.

A veces era pasear la imaginación por una geografía de remotos parajes africanos que aquel recluta con suerte no iba a recorrer nunca. Yo los iba imaginando cada semana cuando me acercaba a casa de Lucio, el pastor para preguntar a su mujer si había llegado carta de “Fernandopo”, cómo ella decía. Aquella mujer me guardaba los sellos de las misivas que su hijo, destinado en su servicio militar en esa plaza africana le enviaba. Era el único hilo conductor que les mantenía unidos. Esas cartas y alguna foto de la jura de bandera en el Batallón de Fusileros de Ifni. Con eso se conformaba la Liberia, que jamás albergó la remota posibilidad de ir a visitar a su hijo. Cuando alguna vecina le preguntaba de coña, si no iba a ir nunca a ver a su “Colibrí”, ella siempre respondía: “Quita quita chica, si aquello tié que estar más lejos que Filipichipi”.

Y así durante dos años, la mili del “Colibrí” fue una vivencia compartida conmigo, un mundo tan novelesco y fascinante como el de aquella película que proyectaron una noche los húngaros en el patio de la casa del “Riquito”:  ́A mí la legión ́. Un universo tan ajeno como el del cine, pero poblado de realidades que yo imaginaba cada vez que colocaba un nuevo sello con efigies de dromedarios y beduinos en el álbum.

Alberto Aguilera en “Ustedes son formidables”

Y nada más comenzar la canción, yo me ponía a imaginar la escena: Antonio ya libre de la pesadilla del destino africano, escuchaba a Angelillo, mientras contemplaba la melena lacia y los ojos inocentes de la pequeña María.

“Campanario que repica dentro de mi corazón, arco iris de los cielos, figurita de marfil, por la trenzas de su pelo se pasea el mes de Abril, banderola que publica con orgullo en mi balcón: tengo una hermanilla chica, que mi pena glorifica, santa de mi devoción”.

“Y a continuación tenemos el gusto de ofrecer a nuestros queridos radioyentes  ́Luna de miel ́, para la novia más guapa, Isabel, por haber terminado las amonestaciones, de su novio que mucho la quiere, Rafael. Con todos ustedes la voz de Gloria Lasso”.

La Dionisia y Cirilo no tuvieron tiempo de recibir las amonestaciones.

Y por supuesto jamás fueron de luna de miel. Ella era forastera y se conocieron en la verbena de las fiestas de San Bartolomé. A los dos meses se casaron por el Sindicato de las Prisas, una semana después de que los padres de ella, la pusieran en la calle al enterarse de aquella deshonra. Ella llegó directamente a la Iglesia en el taxi del “Conejito” con un sencillo vestido blanco de falda corta. Aunque a la chica no se le había quebrado aún el talle, el gentío del pueblo sabedor de las circunstancias de aquel precipitado enlace, se arremolinó en las puertas del templo para dar rienda suelta a la crueldad malsana en la que algunas personas suelen regodearse ante las tragedias del alma de algún convecino. Ella se quedó a vivir en casa de sus suegros. Él, una semana después, se embarcó en un largo viaje. Le esperaba una acería en los suburbios de Dusseldorf.

“Nunca sabré por qué siento tu pulso en mis venas, nunca sabré en que viento llegó este querer”.

“Y ahora con todos ustedes Juanito Valderrama, para felicitar a Olegario que aunque está lejos de sus padres, en tierra extraña, estos no lo olvidan. Para él, y de parte de Maruja y Ramón,  ́El emigrante ́”.

“Culoposaero” fue uno de los primeros emigrantes. Una tarde comunicó a sus padres, la Melitona y “el Berenjena”, que se marchaba a Alemania. Aunque la madre se hartó de llorar a jarrillos no pudo torcer la decisión del hijo.

“Madre, ¿quié usté que me quede pa toa la vida de pastor en la majá de “Pelusa”?.

Pasó un largo año sin noticias del emigrante. Una tarde de finales de Junio se detuvo en casa de “Berenjena”, un Ford Taunus descapotable de color azul cielo y matricula AC AH 64. El Director de la Caja de Ronda no sabía qué hacer con aquel fajo de billetes desconocidos. Pero debió hallar pronto la solución, pues aquel mismo mes arreglaron la cocinilla y quitaron el retrete de tabla en casa de la Melitona.

“No hagáis caso de las apariencias. A mí me han dicho que estos  ́alemanes ́ viven malamente en cuchitriles ahorrando lo que pueden. Y que los autos que traen, los alquilan para darse luego pisto en el pueblo”. La eterna envidia de los pueblos aparecía una vez más entre aquellas encajeras.

En las fiestas del Rosario dos años después volvió Cirilo de Dusseldorf. Venía a conocer a su hijo. Pero traía acompañante. Aquella rubia de curvas prominentes desató la tragedia en la familia. La Dionisia, que ya se había independizado, acudió con su hijo a casa de su suegra. Cuando Érika le abrió la puerta, aquella madre se volvió sobre sus pasos. Sin decir nada. Sin preguntar nada. No necesitó ninguna explicación. Esa misma tarde abandonó el pueblo. Jamás volvió. Y Cirilo se quedó sin conocer a su hijo.

El bar español en Alemania

“Hágase usté cargo madre, uno allí solo sin conocer a nadie, lo largos que se hacen los días”.

La Liberia no decía nada, sollozaba mansamente acurrucada en un “posaero” de pleita, liada en su pelerina junto a los rescoldos de la chimenea.

“Adiós mi España quería, dentro de mi alma te llevo metía”.

“Y ahora, y dedicada a la niña más simpática y guapa, Carmen en el día de su primera comunión deseando que pase un feliz día en compañía de sus padres, hermanos y demás familia, la melodía de Juanito Valderrama que lleva por título:  ́Su primera comunión ́”.

Empezaron las confesiones. Primero las chicas. Después los chicos.

El primero que se confesó salió haciendo muecas, cómo diciendo “pues no era para tanto”. El segundo tenía en los labios una tímida sonrisa de alivio. Cuando me llegó el turno, me arrodillé e hice la señal de la Cruz. Lo que nos habían enseñado en la Doctrina. La estancia estaba oscura y fría y olía a picadura de pipa. Comencé el ritual.

Primera comunión en casa de los Dominguín

“Pido perdón Padre, por haber ofendido a Dios y quiero confesarme. He cometido varios pecados. Dije cosas muy feas sabiendo que eran pecado”

“¿Dijiste palabras sucias”?

“Si padre”.

“¿Tomaste el nombre de Dios en vano”?

“No padre, fue algo peor. Dije gilipollas”. El cura dio un suspiro. “¿Eso fue todo?”.

“Si padre”

Después levantó la mano trazando en el aire una señal. “Ego te absolvo in nómine ..”

Yo me arrodillé ante el altar mayor y recé la penitencia. Era la primera vez que me ponía tan cerca del Sagrario. Mientras rezaba, estiré el cuello para intentar ver la inscripción que había sobre el mármol del suelo.

“Aquí yace el Excelentísimo Marques de Torrevigía Don Ramón de Alcaraz y …”. Cuando salí al jardín donde estaba la Cruz de los Caídos, la tarde estaba serena y yo no me había sentido nunca tan limpio.

Al volver a casa se desencadenó la tragedia. Cuando el grupo de chicos recién confesados, pasó por delante de la casa de uno de los maestros que nos pegaba en las manos con un verdugo de olivo, alguien golpeó una de las persianas mientras le llamaba maricón. Todos reímos. Entonces no supe calibrar la magnitud de aquel acto. Pero al irme a dormir, fui consciente de que había pecado. Pasé la noche en vela entre pesadillas. Ya no había tiempo de volver a confesarse. Mi madre me despertó muy temprano para vestirme con el uniforme de la Orden de Santiago, pero no se percató de que en esos momentos mi alma se enfrentaba al terror de comulgar por primera vez en mi vida en pecado mortal. Cuando salí del banco y me puse en la fila, iba preparado para todo. No sabía bien que iba a ocurrir, aunque en el catecismo había visto imágenes de sacrílegos que eran fulminados por un rayo divino.

Mientras comía en la mesa familiar al lado de Don Jesús, el cura, al que mis padres habían invitado, pensé viendo la expresión de su cara, que a lo mejor mis temores eran infundados y que desde allí arriba no se habían chivado de lo que yo había hecho. Por la tarde mi madre me acompañó a casa de sus amistades para darles el recordatorio. La primera casa que visité fue la de aquel maestro. El beso que su mujer me dio, fue sin duda lo mejor del día.

“Para un padre y una madre, no hay alegría mayor, que ver hacer a su hijo la Primera Comunión”

“Y terminamos ya este programa de discos dedicados, con  ́La hija de Juan Simón ́ para felicitar en su onomástica a la madre mas buena, Iluminada, de parte de su familia y amigos que tanto la quieren. Con todos ustedes la voz de Antonio Molina”.

Lo recuerdo muy bien. Fue una mañana de primavera. Cuando salimos de la escuela a la una, escuchamos mucho griterío en la calle. Un grupo de mujeres corría por la Travesía de la Iglesia. Algunas se santiguaban, otras susurraban entre lagrimas lamentos desgarrados mezclados con jaculatorias: “Señor mío Jesucristo, ten piedad de nosotros”.

Entre el temor y la curiosidad más morbosa, nos acercamos a la puerta de la casa. Algunos tuvimos el valor de asomarnos por el hueco de la cerradura. Estaba vestida con una bata rosa de andar por casa. Aun no había cumplido los dieciocho. Su cuerpo pendía con los brazos muy estirados de una de las vigas del porche. Enseguida llegó el cabo Brito y el guardia “Bicho Malo”. Nos echaron a todos. Desde la esquina de la panadería vimos como del taxi bajaron dos hombres. Uno era Don José el Forense. Al otro no lo conocíamos.

Las lenguas de serpiente se pusieron pronto a trabajar. “Que si la iba a dejar su novio” “Que si su cuñado la había perdido y estaba encinta”.

Los alguaciles bajaron el cuerpo de la viga y desataron de su cuello la soga del pozo que había sujetado su honra en los últimos momentos. El Alcalde mandó a unas mujeres para que limpiaran aquel cuartillo que estaba a la derecha al pasar al camposanto. Siempre estaba cerrado, pero los que habían entrado alguna vez, decían que tenía una mesa de piedra y poco más. La verdad es que se abría en contadas ocasiones, y los que estuvieron allí aquella tarde salieron muy serios. Nunca hablaron con nadie de lo que ocurrió dentro. Lo que vieron, se lo llevaron a la tumba.

La casa pillaba cerca del cementerio y los hombres iban hablando de olivas y de mieses y de la falta que hace el agua. Los pies de las mujeres arrastrando las alpardeñas, levantaban el polvo del camino que lleva al camposanto. Dicen que la amortajaron de blanco y que tenía la boca muy abierta y los ojos entornados. Y el pelo recogido en un moñete. Y que su padre, “el hermano Fuentes”, iba muy abrazado a la caja y con los ojos cerrados para que no se le cayeran las gotas que le estaban escociendo en ellos desde que salió de la Iglesia.

Juana Ginzo

“La enterraron por la tarde, a la hija de Juan Simón. Él mismo a su propia hija, al cementerio llevó. Él mismo cavó la fosa, musitando una oración”.

En el momento justo en el que cambiaba la sintonía, la voz de la Heliodora se imponía dando fin a la tertulia: “Ahora a callar, que empieza lo bueno”

“La Sociedad Española de Radiodifusión se complace en ofrecer a sus radioyentes, un nuevo capítulo de la radionovela original de Guillermo Sautier Casaseca y Rafael Barón: “La intrusa”, con las voces de Pedro Pablo Ayuso, Matilde Conesa Matilde Vilariño, Teófilo Martinez y Juana Ginzo.”

Etiquetado en
Para seguir disfrutando de Fernando Colado Pinés
El Americano.
El joven cabo apuró de una calada la colilla del cigarro que...
Leer más
Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *