Hay una dificultad añadida –otra más– para hablar de Franco Battiato (Riposto, 1945- Milo, 2021) en su viaje del Sur al Norte en busca de algún Centro de gravedad, si no permanente, al menos duradero en tiempos tan movedizos como caedizos. Un Sur de la esperanza y del calor y un Norte de la vida y del frío, que no son solo geografía y afectos, también son esquemas, notas, bocetos, propuestas e ideas en alguien tan atento al Sur como al Norte. Tan atento a los derviches giróvagos como a Radio Tirana, tan pendiente del sol blanco de Trípoli como de la nieve blanca de la Perspectiva Nevski, tan paciente en la Alexander Platz berlinesa como inquieto en el Museo Grecorromano de Alejandría. Estudioso y amigo de Karlheinz Stockhausen, seguidor de Schubert, Walter Benjamin y Bob Dylan, de Luciano Berio, los Rollings Stones y de Giusto Pio, también Bob Wilson o músicos como Steve Reich, Terry Riley o Philip Glass. Battiato unifica las dos grandes tradiciones musicales italianas: las del trazo operístico decimonónico de Verdi a Rossini, y la música ligera de los años sesenta, de Modugno a Mina, de Renato Carosone a Ornella Vanoni.
Alguien que, por demás, bebe de tradiciones populares musicales –sicilianas, sardas o etíopes– tanto como de innovaciones de la música electrónica producidas desde el rock sinfónico –es famosa la anécdota de que sólo él y David Gilmour, de Pink Floyd, poseían un sintetizador VCS 3–; incluso algunos titulares hablan de él como de alguien que supo unir la alta y la baja cultura: la m-usica culta y la música popular. “Rimettiamoci la maglia, i tempi stanno per cambiare” cantaba en Bandera bianca, parafraseando a Bob Dylan y acordándose de su Mister Tamburino. Sucedió, además, en un tiempo en que Italia encaraba un pasaje histórico complejísimo de su historia política y cultural, tratando de escapar de los años de plomo y enfrentándose a una nueva época de libertad y nuevos rumbos, cuando aparece La voce del Padrone (1981). “Álbum que cambió la música italiana y fue la prueba de que podía hacer el mejor disco de pop”. Ese disco, como apunta el crítico musical Piero Negri y retoma Daniel Verdú, “abrió definitivamente una grieta cultural comparable a la que había provocado un año antes Umberto Eco con El nombre de la rosa y su capacidad para ejercer de matrioska interpretativa”. Un encuentro, en suma, entre aquellos universos culturales que contrapuso el semiólogo italiano en su Apocalípticos e integrados en 1964, entre el High culture y el Low cult. Un puzle perfecto que cada uno podía montar como le diera la gana: Charlie Brown, Marcuse, Joyce, Warhol, los Beatles, retazos de mística hindú, restos de filosofía marxista, ciencia materialista, psicoanálisis y Arte Pop. También referencias a Theodor W. Adorno y a su obra Minima Moralia, a los falsos mitos y a los abusos de poder de los nuevos medios. Pero la hermenéutica de la obra Battiato suele ser un deporte de alto riesgo y de muchas aristas.
Músico, escritor, guionista de documentales y también pintor bajo el seudónimo de Suphan Barzani. Battiato, sin embargo, no se conformó con habitar el patio trasero de la vanguardia musical, sino que indagó la música experimental y trabajos operísticos. Fue el primer artista italiano –antes que gigantes como Vasco Rossi o Lucio Dalla– que vendió un millón de copias con La voce del Padrone (1981). Desde entonces, Battiato se convirtió en un cuerpo extraño y paranormal de la música, como confirmó un año después con el álbum L’arca di Noe, (1982).
Un viaje a Mundos lejanísimos (1985) – es posible que en su música no exista ya el tiempo ni el espacio–, que le lleva de su Catania natal al Milán, potente y creativo, a mediados de los años sesenta, para concluir –sin quemarse y reventarse– a trabajar en la musicalización publicitaria – para la cerámica Iris en 1973–, luego a los festivales de San Remo en 1981 y de Eurovisión en 1984, donde comienza a consolidar su trayectoria como compositor y músico. Un viaje del Sur al Norte y que lo emparenta con el viaje de los Parondi, en la película de Luchino Visconti Rocco e i soui fratelli. Por ello, podríamos decir Franco Battiato y sus hermanos para señalar todo el arrastre de fuentes, sedimentos y atributos, que Battiato fue incorporando del Sur al Norte, fue incorporando como un rio que fluye en sentido inverso. No de la desembocadura a los orígenes, sino del légamo de los lechos aluviales de los fondos terrizos a las mareas rotas de la superficie transparente.
Mareas de superficies transparente, como su música inquieta, circular y vertiginosa, ahora que nos ha abandonado casi prematuramente, y que podrá ser escuchada de otra forma. Por más que llevara dos años desaparecido, tras la caída y consiguiente fractura en Catania en el concierto de 2017. “Nadie sabe–dice Daniel Verdú– si fue casualidad que esa despedida a la francesa tuviese lugar en la ciudad que le vio dar los primeros pasos. Pero no se supo nada más de él hasta que el año pasado lanzó al mercado Toreneremo ancora, grabado con la Royal Philharmonic y construido a base de viejas canciones y un solo nuevo tema que parecía anunciar algo”. De ello, de ese nuevo tema compuesto, se desprende ya una despedida: “La vida no termina. Es como el sueño. El nacimiento como el despertar. Hasta que no seamos libres, regresaremos otra vez”. Despedidas ya ensayadas en 1984 con la canción del Festival de Eurovisión, Los trenes de Tozeur; y en 1999, al versionar la pieza de Jacques Plante y Herbes Jeffire, J’ entendais siffler le train. Y esa canción, de 1962, que adaptaron y cantaron Richard Anthony y Hugues Aufray a partir del clásico estadounidense 500 millas fue retomada por Battiato. En la música nostálgica de J’ attendais siffler le tren, el coro que se repite recuerda a los reclutas y sus familias de los trenes que los llevaron a la batalla ¿de Argel? como forma de despedida final camino de otra Vía Láctea. Y es que, como sostuvo en la entrevista de El País, de 2013, “Nada me calma como internarme en el desierto, sentirme habitante de una casa universal, el mejor refugio para el alma”.
Y es desde esta diversidad de referencias, desde donde se entiende el carácter de su trabajo como un palimpsesto de culturas y tramas. Por ello, puede decirse que: “Componía a la manera dadaísta, su obra era más bien un collage. Funcionaba a la manera de Cocteau”, dice su portadista y diseñador habitual Francesco Messina, para retomar esa complejidad de fuentes y de referencias, de aguas superficiales y subterráneas. Messina, quien llega a proponer, enigmáticamente, para el álbum La emboscada (1997), una pieza canónica de la pintura napoleónica, como fuera la tela de Antoine Jean Gros de 1798, Napoleón arengando al ejército antes de la Batallas de las Pirámides. En un ejercicio de representación de la mole construida frente a la arena amenazante del desierto. Y desde ese policentrismo y polifacetismo, “El acercamiento a su arte –en palabras de Stefano Senardo director de Poly Gram–se puede hacer a muchos niveles: instintivo, epidérmico, intelectual, religioso, de estudio del sonido, de la manera de cantar como en el álbum de versiones Fleurs (1999)”.
En portada, Battiator Fink…