Tigres y fresas

Dice el maestro Savall, don Jordi, que “la vida es un instante entre dos tigres”. Todo ello extraído de un viejo y antiquísimo cuento zen. También podríamos pensar en la vida vista a la inversa; esto es la vida como ‘un tigre entre dos instantes’. El caso del cuento del budismo-zen, es el de los dos tigres que acosan, simultáneamente, a un hombre huidizo, temeroso y sorprendido. Aterrado también, al sentirse acosado y perseguido. Una de las fieras, lo persigue por un bosque intrincado; mientras que la otra, lo espera en un hondón de la floresta selvática, en el fondo del barranco al que se abre el boscaje tupido y denso. Barranco, hondón o sima profunda y tramposa, a los que, indefectiblemente, se abisma el hombre apresurado en su huída presurosa del tigre primero.

Entre tigre y tigre, en ese instante vital y vertiginoso de indecisión y de duda –¿pero hay duda cuando la elección es entre muerte o muerte? –, sólo cabe un gesto: degustar las fresas salvajes y saborearlas. Como si ello fuera posible: pararse a saborear las fresas en un azar vertiginoso del hondón o sima profunda. Como si las fresas y su degustación, fuera ya una meditación existencial de la vida y de su extinción pronta. Esa es la mirada del gran Ingmar Bergman en su magistral película ‘Fresas salvajes’ de 1957, y con un enorme Víctor Sjöström, dando forma al profesor Borg. Un eminente físico jubilado, que debe viajar a Estocolmo para recibir un homenaje de despedida –¿no son ya todos los homenajes formas incruentas de despedida? – de su universidad. Una película Smultronstället, que en Hispanoamérica se denominó de forma no literal, pero sí afortunada, “Cuando huye el día”, que se acomoda más al viaje existencial del profesor Borg y al viaje trágico del emboscado que huye de un tigre.

El viaje de Sjöström/Borg se asemeja a la huida del perseguido en el boscaje por el tigre, y da pie para que Bergman despliegue elementos de un surrealismo inesperado –ya lo hubo, por demás, en “El séptimo sello”–, como fueran los sueños vistos y utilizados como palancas interpretativas de la vida y las imágenes descoyuntadas como inversiones visuales de la vigilia: así los relojes sin agujas o manecillas, los dejá-vu como coartadas argumentales y ciertas superposiciones oníricas como pasto que arde sin dejar ceniza. Sobrecogido el profesor Borg, tras un sueño esquinado en el que contempla su propio cadáver, decide emprender el viaje en coche con su nuera. Quien, acaba de abandonar su casa, tras una discusión con su marido, que se niega a tener hijos. La soledad crucial de Bergman y la vida como viaje. Durante el viaje, Borg se detiene en la casa de la infancia perdida, donde pasaba las largas vacaciones del apacible verano sueco. Junto a un recodo del edificio, y a cubierto de las frías corrientes del Septentrión, existe un lugar donde crecen, misteriosamente, las fresas salvajes, que serán rememoradas en ese viaje a la muerte o en ese momento propicio de Cuando huye el día. Igual que huye el fugitivo del bosque ante los tigres desatados y, puede que, hambrientos.

Pero caben muchas preguntas sobre ese instante intermedio entre la bella piel dibujada y atigrada; no diré, tontamente, lo de las grandes fauces, de un felino y otro. Hay en este relato breve una conclusión evidente de tipo moral: “no huyas de un mal porque acabarás encontrando otro similar en cualquier sitio al que llegues y vayas”. Es decir, todo bosque, por bello que sea, tiene su tigre emboscado que puede sorprenderte en cualquier ocasión o descuido. No creas que haya bosques libres del sobresalto y de la acometida; ni que haya males exclusivos de ciertas situaciones. No trates, por tanto, de huir porque acabará apareciendo el tigre de al lado, que es igual de letal y mortífero que aquél del que huíamos presurosos y asustados. Como si todos, en fin, lleváramos un tigre dentro de nuestro tiempo, del cual es difícil deshacerse. Y mucho más, huir de él.

Existe otra posibilidad, vista desde el maoísmo no tan milenario como el zen. Mao Tse Tung o Mao Zedong, experto en bosques de bambú y en simplificaciones y vulgarizaciones del legado marxista en su coloreada Libro rojo doctrinal, de aforismos asiáticos y boutades europeas. Un Libro rojo tan encarnado en sus pastas y guardas como las mismas fresas de la infancia estival sueca y que subyugó a tanta intelectualidad europea bien alimentada y tan desorientada como el hombre que huye sin saberlo. Entendía el Gran Timonel, que había tigres de verdad y tigres de papel –hubo películas así llamadas, como la Fernando Coloma de 1977, Tigres de papel–. Incluso Mao Zedong, había identificado a toda una suerte de formación histórica-social llamada capitalismo, como un enorme tigre de papel. No se si una legión de tigres por cada poder individual o por cada capital privado. O un tigre fenomenal y gigantesco, que igual podía devorarnos de una sola dentellada y sin apenas ruido. Y a ese tigre escenográfico y de papel, había que oponerle la evidencia del Libro rojo, lleno de sugerencias vacías. Pero si hay tigres de papel en la vida real, la huida no es más que un juego volandero o una escenografía de verano en un jardín zen y minimalista cuajado de sentidos ocultos y de fresas pintadas en el lienzo, al cual se acercan las golondrinas deseosas de picotear el fruto. Hay también, quien subraya la posibilidad de que los dos tigres son sólo un tigre más un espejo, casi en clave borgiana; que unía su admiración pavorosa de tigres y su temor, no menos pavoroso, de espejos multiplicadores. No existe posibilidad de acumulación de tal casualidad del tigre duplicado, porque no hay dos tigres empeñados en el mismo esfuerzo a través del cristal azogado.

La otra posibilidad viene desde la etología misma. Ocurre que rara vez los tigres cazan juntos, son individualistas y poco dados al gregarismo de otras especies cazadoras y depredadoras de los felinos superiores, como hienas y leones. Por ello resulta poco creíble esa secuencia terrorífica de huida de un alma en pena, por un bosque de bambú a un bajonazo umbrío del sotobosque. Tampoco sabemos si las condiciones del hombre en su huida son determinantes o no, para su posible escapatoria. No es igual la edad del que huye, porque ésta modifica su condición física y su capacidad de escapatoria y su resistencia y velocidad. De igual forma, que no es lo mismo una persona dotada de extremidades inferiores que otra privada de alguna de esas extremidades a la hora de huir.

Pero pese a todo, podemos aceptar el juego metafórico de saborear las fresas, con independencia de lo que venga por detrás o de lo que nos esté aguardando por delante. Es quizá la única conclusión cierta que también señala a una imposibilidad para combatir con el pasado –el tigre que nos sigue por detrás de nuestra marcha– y con el futuro –el tigre que nos espera por delante–. Solo tenemos jurisdicción con el presente y desde el presente. Por ello no es conveniente pensar en tigres pasados o sospechar de tigres venideros y próximos. Sólo existe el instante presente, entre momentos sucesivos y ya inmodificables. Con fresas. Y relojes sin manillas.

Para seguir disfrutando de José Rivero Serrano
Sostres, Casa Moratiel, Barcelona, 1955
Nacido Sostres en la población leridana de Seo de Urgel, a los...
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6 Comentarios

  1. says: Oscar S.

    Collige, virgo, fresas… o cómo se escriba. Y ya nos gustaría, pero entre tanto hay que pagar facturas, cuidar a los hijos, tragarnos las mentiras de la tele, preparar el verano, llamar a la pobre Alicia, regar esos cuatro tiestos… No todo va ser fresar!!

  2. says: José Rivero

    La recolección de fresas no es fresar. Ni tampoco fresan, como el escritor argentino de nombre Rodrigo. Fresar es la modelación de piezas metálicas con el doble movimiento de rotación y traslación, en la pieza que se modela o en la fresa que labra y resuelve. Igual que el salto del tigre no es un acomodo sexual, por mucho que se publicite en los tugurios y chiringuitos del sexo. Hay que distinguir las fresas salvajes del producto de Huelva llamado variedad Rociera.

  3. says: Óscar S.

    En tu honor, José, este poderoso clásico…

    The Tyger
    William Blake

    Tyger Tyger, burning bright,
    In the forests of the night;
    What immortal hand or eye,
    Could frame thy fearful symmetry?

    In what distant deeps or skies.
    Burnt the fire of thine eyes?
    On what wings dare he aspire?
    What the hand, dare seize the fire?

    And what shoulder, & what art,
    Could twist the sinews of thy heart?
    And when thy heart began to beat,
    What dread hand? & what dread feet?

    What the hammer? what the chain,
    In what furnace was thy brain?
    What the anvil? what dread grasp,
    Dare its deadly terrors clasp!

    When the stars threw down their spears
    And water’d heaven with their tears:
    Did he smile his work to see?
    Did he who made the Lamb make thee?

    Tyger Tyger burning bright,
    In the forests of the night:
    What immortal hand or eye,
    Dare frame thy fearful symmetry?

    1. says: José Rivero

      La pasión por el tigre y por los grandes felinos no es cualquier cosa. Desde Blake a Borges, sin olvidar a Fritz Lang ni El libro de la selva.

  4. says: Óscar S.

    Parte del motivo lo da Savater en La infancia recuperada. Por lo visto, en la India (la India de Shere Khan, sin duda uno de los mejores libros de relatos de la Literatura Universal), cuando un tigre merodea una zona y ataca a los animales de los granjeros, éstos creen identificar un patrón común en sus incursiones que le singulariza, hasta el punto de que en cada ocasión se le pone un nombre. Es decir, que entienden que no pueden ser varios tigres, sino tan sólo uno, “el” Tigre, como si encarnase la amenaza absoluta, como si fuera tan único y merecedor de una gracia particular como Satán… Ocurre igual con el tigre de Blake -de donde, claro, lo saca Borges, ese genio del apropiacionismo-, que es “el” tigre, individuo y especie a la vez, como los ángeles de Santo Tomaś.

    Supongo que en África sucede más o menos lo mismo con los leones, hasta el punto de que “simba” significa león y significa también el nombre propio del león más temible de cada localidad. Pero todo esto se va a perder inexorablemente en las próximas décadas, si es que no ha ocurrido ya, y dentro de poco los grandes y bellísimos felinos no serán más que mascotas domésticas de capullos integrales como Jesulín de Ubrique…

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