Las terrazas se llenan otra vez de gente que no conozco y las noches bejaranas se vuelven a poblar de personas ociosas que han dejado sus lugares comunes desiertos. Yo estoy triste, abúlico, sin ganas de arrancar, pues aún me duele el golpe caprichoso de la muerte y no hago más que darle vueltas a esos rostros que aún no he aprendido a olvidar.
‘¡Es un deber seguir adelante!’, me digo con insistencia, un deber para los que están y también para los que fueron… Pero hoy me importa un pepino el sistema de enseñanza, la mordida católica y la furia neofascista… Son cosas de hombres vivos que no piensan en la muerte, que ni siquiera se detienen un segundo a considerarla a pesar de que la llevan puesta como la muda limpia.
La falta es lo que no sabemos considerar cuando no la sentimos… Quizás el sentimiento más intenso, mucho más intenso y prolongado que el dolor… Y mucho más duro de llevar.
Tener no es importante si no consideramos que antes está ‘tenerse’, y luego ‘darse’…
Hoy ni siquiera me llaman la atención las mujeres que argumentan un decorado de vida ante mis ojos… Estoy alicaído y de un gris estival insoportable.
Y, sin embargo, el verde persevera en el monte de El Castañar y los sauces llorones escupen ese semen pegajoso como una ducha lenta, las casas mantienen sus ventanas abiertas y las puertas entornadas para llamar al fresco, la luz hiere de limpia y los críos vocean por las calles su himno de victoria, los milanos atienden sus nidadas en los tejados anejos a mi casa y vuelan los vencejos como un canto a la vida haciendo sus picados imposibles.
No es ya tiempo de charcos, pero me siento gris como un nublado, temeroso como quien lleva un presagio atado al pecho, nítidamente impotente ante lo que deviene y pasa.
Fumar es un consuelo que me aplico despacio, como una medicina constante y destructiva.
Hay que seguir… Y sin embargo…

Mientras mi padre gobernaba sus escuálidos negocios con esa fe inquebrantable de los vencedores [una pastelería a comisión y ‘rápel’ de ventas, el negociete de colocar mantas Mora y Paduana a crédito y de puerta en puerta, su negocio de ajuares montado en el comedor de nuestra casa nueva de la carbonería, el asunto de la ropa interior femenina medio trabado entre el pasillo y el dormitorio, la revolución aquella de las alfombras persas lavables…, mi madre compartía sus dotes de dependienta avispada y feliz con las duras labores de la casa.
El buen gobierno de un padre siempre ausente [o cobrando por las casas las veinticinco pesetas semanales de sus dos mil clientes, o reponiendo materiales en los helmánticos Almacenes Ara] y aquella diversificación negociera en la que estaba profundamente implicada mi madre, me propiciaron noches magníficas frente a nuestra recién estrenada tele de lámparas, pues las clientas llegaban muchas veces pasadas las once de la noche a probarse aquellas fajas con ballenas color carne en el probador de casa, que era el baño escueto. Con clientes, nadie me acuciaba a buscar la cama [yo creo que se olvidaban de mí con aquel constante ‘buscarse los garbanzos’ que tantas veces pronunciaba mi padre con voz grandilocuente. Y yo me formaba en las delciosas ‘Historias para no dormir’ o en los ‘Estudio 1’ con los ojos abiertos como platos para que todo me entrara mejor en la moyera].
Sí, yo fui ya un niño con suerte, pues compartía los días con mi abuela Antonia a la usanza de principios del siglo XX [con su cocina bilbaína, su orinal bajo la cama, su tinaja de agua fresca, su brasero de cisco, chupón y badila…] con las hermosas jornadas modernísimas sobre los sillones de skai verde abotonados viendo la pantalla molona de nuestra flamante Telefunken, soñando a ser el niño de ‘Perdidos en el espacio’ o el capitán de ‘Viaje al fondo del mar’.
El caso es que mis padres cumplieron sus cincuenta años de casados y siguieron como entonces, pero jugando a ser y no ser unos jubilados jóvenes y vitales, hasta el punto de que mi padre fue la columna vertebral del cobro de facturas de mi empresa [era el mejor, el inigualable, el que cobraba lo que hiciera falta y mucho mejor que cualquiera de esas empresas de frac persecutorio… Y mi madre se recicló a las labores de bolillos, a las manualidades con papel maché y los cuadros de Van Gog hechos a punto de cruz].
Estaban pletóricos y se querían como nunca… Y, para colmo, mi padre se convirtió en mi mejor amigo y mi madre siguió siendo ‘mamá’, la que me daba caprichos y me hacía grandes flanes de huevo, la que me llamaba ‘el niño’ con la sonrisa amplia y me tenía en palmitas y se llenaba de orgullo con cada libro mío [los tenía todos puestos en el mejor anaquel de su salón –el mío– como trofeos únicos].
Los quise y los quiero hasta donde no sé imaginar y ellos me devolvieron el amor cada mañana multiplicado por mil hasta que se fueron al otro lado.
Yo ya llevo felicitándome sesenta y siete años por haberlos disfrutado como padres.

Con José Manuel Caballero Bonald me sucede un poco lo que con Ángel González, que los leo buscando y encontrando ideas que ya habían estado en mi cabeza, de tal forma que resultan tan de mi gusto porque sus palabras son afirmación de mis ideas y de mis pensamientos más elaborados. El resultado de acceder a su lectura es ciertamente gozoso, casi como si estuviera hablando en profundidad con dos viejos amigos de camino y copas.
Lo malo, lo peor de leerlos, es esa sensación puñetera de no haberlo escrito yo primero.
[“Esa común palabra que se olvida / con prenatal perseverancia / y en la neutra penumbra / de la imaginación insiste / en disiparse, se estaciona / en las más evasivas marañas / del silencio, / ésa es también / la tregua con que suelo / aplazar tu recuerdo cada día / y callo / en las inmediaciones / de encontrarme contigo como calla / la puerta que se acaba de cerrar.” –‘Temor a la impotencia’– J.M.C.B.].La lectura que frustra por ‘envidia’ es siempre potencia de la escritura.
Llegar por la mañana hasta mi estudio, ávido de lectura, me predispone siempre a la enumeración caótica, esa forma tan borgeana [borgiana] que es capaz de expresar todo lo que los ojos no compendian como correlato.
… El mar no es cielo hoy [cumpliendo con el rito marcado de los cumulonimbos, las monedas hacen su fiel gimnasia de ‘pinball’ para deslizar un Chester hasta mis manos, la camarera mira con ojos de antesdeayer a mis ojos de luego, el verde ya se ajusta en el monte y empieza a confirmar sus amarillos, es fresco mi espacio en las horas de calor, pasa un muchacho azul con camiseta, la paloma del tejado sigue cagando su paz sobre los hombros de la gente, hay tormentas pendientes en la sierra y en casa, Alguien vomita sin saber que su cuerpo es pura anatomía de todo lo agotado, hay tiestos en barbecho en algunos balcones, saltan dos pechos vírgenes buscándome los ojos, una mosca persigue este verano, colma el amor la esquina de una calle, chillido de ambulancia [la muerte no reposa], siento a Alejandra Pizarnik agarrada a mi espalda, el tiempo es plano y líquido, hay fiesta en unas manos, dos rizos me recuerdan las tardes de merienda, me hacen daño las chanclas en el justo interdedo, suena Pamela Barber y es como un bebedizo, alguien me echa de menos y yo no siento nada…
Necesito una pasión para abrir de nuevo el mundo ante mis ojos, para darle otra voz, para lavarlo… Una pasión concreta y definida que me llene de nervios y de ansia, una pasión azul y gris marengo con la que darle al fuego nuevas llamas.
No escribo últimamente con comodidad y quizás me dé unos días de silencio.
La lucidez también responde al azar… Y eso me jode.

El valor de un diario es que supone una constante construcción del universo conceptual propio y, a la vez, esa imposibilidad de final que merodea siempre como una esperanza pequeña… Esta historia que sigue y que no acaba, que entra constantemente en contradicción consigo misma, que cansa y anima a la vez, sirve fundamentalmente para reconocerme y situarme de forma aproximada en el mundo.
No conozco otro genero que preste similares beneficios a su autor ni que le sirva tanto como referencia en la dura y constate búsqueda de referentes.
Desde la escritura de mi diario aprendo a trazar los caminos hollados y a trazar los que han de venir; con él sé con certeza el punto de partida y de él extraigo datos útiles para el camino que viene. Es mi mapa personal, en el que preciso límites y selvas, lugares habitados y por habitar, gentes y cosas, estados de ánimo y elucubraciones.

La virtud siempre nada en el terreno del entendimiento y en saber manejarse con tino en el entorno. Es virtuoso, por tanto, el inteligente [que no el fundamentalmente bueno], pues la virtud requiere de un ‘otro’ que la valore y la reconozca como bien gestionada. A la virtud se llega por el éxito, camino que no suele ser común de quien transita en la bondad natural. Es por ello que siempre me siento receloso ante la virtud proclamada [no ante la que yo descubro sin que me lleven a ella con pesas falsas] y huyo del virtuoso oficial como del mismo Dios.
Me hubiera gustado haber escrito “Cuando vas silenciosa […] / y pisas las aceras / y pasas circunspecta entre la gente / con el periódico en la mano y una bolsa de pan […] / uno no puede más que preguntarse / cómo es posible que todas esas cosas / que componen el mundo / en este instante / –la realidad / tu realidad / la mía– / singan como si tal / indiferentes […] / y no hay un verdadero cataclismo / ni pase nada […] / (Salvo claro / la debacle que armas en mi cuerpo / y en este mirar mío que te acecha / obsesionado / torpe / detrás de una retina y unas gafas).”, pero lo hizo Víctor Botas para [me juego lo que sea] mi Paulina Cervero…

Sentir dolor no es una debilidad, pero sufrirlo sí…Y es que no acabo de entender al hombre como ser extraordinario que tuvo la pericia de salirse del orden natural por no sé qué azar. No acabo de entender que a cada circunstancia física le acompañe otra mental que lo complica y lo enreda todo.
Sentir dolor pertenece a la categoría del ‘hecho’, mientras que sufrirlo es particularidad del ‘valor’. No tenemos suficiente con la sensación física y nos ponemos un marco mental [siempre más amplio] que hace todo más intenso y, también, más difícil… Hasta tal punto de que hemos conseguido llegar al estado mental de sufrimiento sin que medie un suceso de carácter físico que lo propicie… ¡La reànocha!
Hay personas que ordenan su vida en parámetros de sufrimiento, de tal forma que son capaces de pillar ese estado a partir de cualquier nadería [una tortilla mal hecha, un suelo mal barrido, un olvido insignificante, una manchita en la camisa…] y crear así un continuo en el vivir (?) con el ceño fruncido y los ojillos apretados.
No puedo comprenderlo.

Leo en un estudio de Mauricio González sobre ‘Ser y Tiempo’, de Heidegger, unos párrafos muy interesantes sobre la “apropiación de la impropiedad”, trabajado en el aspecto de controlarlo y disponerlo todo como tendencia predominante en nuestro tiempo, una suerte de globalización individual que viene propiciando cambios importantes sin que aún se pueda definir si para bien o para mal, aunque me da en la nariz que ese afán [casi lujurioso] de control y disposición no va a traernos consecuencias maravillosas.
Confieso, antes de seguir, que el universo conceptual de Heidegger está lleno de interés para mí, pero también está preñadito de dificultad, circunstancia por la que suelo acudir con frecuencia a artículos y estudios sobre el autor que, por otra parte, suelen complicarme más las cosas. El caso es que en la creación de mi pequeño y errado universo filosófico voy sumando conceptos poco a poco que sirven para armar mis interpretaciones y argumentar de alguna forma [delgada o gruesa] el decurso social, moral y afectivo de mis vivencias personales.
Sigamos…
Mientras que la ‘propiedad’ implica al ser [a mí o a ti] como artilugio concreto moviéndose en un campo de posibilidades reales, la ‘impropiedad’ acudiría a todo lo imposible desde mi estado actual, lo que no es susceptible de ser alcanzado bajo las bases y el estado real en el que estoy… Entendiendo esto, que no me parece demasiado complicado, entenderemos perfectamente lo que supone esa ‘apropiación de la impropiedad’ a la que me refiero [que ya no es la definida por Heidegger, ojo, ni la explicada por Mauricio G.; sino la trabajada a partir de sus estupendas improntas].
Así, el hombre tiende en este tiempo a minusvalorar lo que le es propio para extenderse en una loca aventura por lo que le es impropio, cambiando los referentes reales por peligrosos referentes virtuales que distorsionan sus funciones sociales, morales y éticas [gran culpa de tal desaguisado la tienen los medios de masas y, cómo no, la cibernética y la informática con sus constantes avances no medidos en pautas de evolución lógica y mayoritaria de la mente humana].
El resultado es exactamente sensación constante de fracaso y, cómo no, ‘fracaso’ con todas sus letras.
En internet, por ejemplo, accedemos con solo conectarnos a un infinito mundo de información que ya consideramos como propia, aún sin alcanzar el mínimo nivel de conocimiento [he aquí un claro ejemplo de apropiación de lo impropio], circunstancia que en el campo de lo real acabará frustrándonos, ya que damos esos conocimientos por sentados y los admitimos como nuestros en un terreno tan potencial como resbaladizo. Desde ese punto decidimos desdeñar nuestras posibilidades reales sustituyéndolas por una virtualidad que nos deja absolutamente vulnerables.
