En Croacia el mar no tiene olas. Las quitó Dios, se marcharon ellas. Quién sabe. Lo hicieron cuando los croatas terminaron sus pueblos. Quedaron tan bonitos, tanto, que pensaron —creyeron— que sería una pena que el oleaje pudiese hacerles sufrir.
Los lugareños usaron para sus calles mármoles travertinos, de canteras isleñas, de montes cercanos. Tejas árabes de barro cocido, de aquel color cálido. E hicieron campanarios tan altos, tan blancos, que al final decidieron ponerlos aparte.
El mar, en Croacia, es una piscina de aguas turquesas, de tantos azules como puedas imaginar. Refleja, en su quietud, todos los colores del cielo: amarillos de amaneceres, rosados de cuando el sol empieza a irse; magentas, violetas violentos de la cicatriz del atardecer. Y el vuelo de las aves. Y el paso de un velero que avanza, izando mesana hacia el horizonte.
Al caminar, distraída, bajo nubes de un otoño cálido, resigo el caprichoso dibujo de sus costas. Y resultan hipnóticas. Sus aguas son promesas, mundos submarinos. Verdes campos de posidonia, suavemente mecidos por un bamboleo, un imperceptible vaivén. Rocas de milenios, de eones, plagadas de erizos, de caracoles. Pececillos tan rápidos, tan veloces, que cuesta verlos pasar, y que esquivan, todas las tardes, las trampas de los pescadores. Hombres de sal, de orilla, de ojos antiguos y manos anchas.
En Croacia no hay playas. Porque las piscinas no tienen. Miles de escaleritas ofrecen una salida al mar, otro camino: echarse a nadar. Y en ese mar en calma, en esa taza de plata, una avanzaría para siempre jamás. En un crol limpio, académico. En una braza constante. De espaldas, relajada, como quien olvida, como quien se deja hacer. Hasta alcanzar alguna isla. Porque hay tantas, que nadie sabe cuántas son.
Si vais a Croacia, no encontraréis olas.
