Hay un antiguo transistor que se quedó con La Pirenaica sintonizada, la aguja congelada como la cumbre del Aneto y la última gota que intentó salir, aún líquida, por una cañería del Gulag antes de ser sorprendida por el frío; ya nadie lo quiere, lo necesita o lo recuerda, y tapa su atractivo vintage –que dirían hoy- con tres cuartas de polvo. Un día, alguien puso sus dedos sobre él al ajustar un cuadro con flojera, y por esos dos agujeros de pulcritud mira el mundo ya mudo, mira a Eusebio con ganas de hablar y ponerle música, y hacerle reñir con su hijo, al que avergonzaba verle bailar.
– Santa Baby… been an angel all year
De no ser porque nunca el cielo le concedió una hija, le habría puesto Baby de nombre por confundirlo con el de una mujer honrosa y venerable, y porque, Dios, cómo le hacía disfrutar.
Un sarmiento con un anillo le recordaba a Cándida; el doce del reloj de la muñeca, que de ellos dos salió una vez uno, y el vichy de la camisa, el triedro de una de las habitaciones de la casa que hicieron construir con las sobras de una luna de miel en La Granja.
Lloraba ácido con complejo de cebolla, que horadaba en carriles de un solo sentido unos pómulos a medio afeitar. Meandros sin patos en los remansos, aire alegre de besos que no se dieron ni con ni por compasión.
La hora arrugada del albor es aguardada entre sábanas de franela con súbita frialdad, y el oro yermo que se desprendió del sol hace años luz llega hoy ya sin aire, exhausto de su odisea espacial. Como cada día, no, no es luz del mismo helio y no es el corazón de la misma edad hoy que ayer.
Se impuso no envejecer, pero sobrevivió hasta al olmo sin nacimiento conocido, y cualquiera diría que hasta acunó ligero al Cantábrico cuando no era más que un charco sin cabida para dos pisotones.
Era un cosmos en sí mismo y se sabía así: microorganismos neófitos lo recorrían como a todo ser humano, y también como a todo ser humano no le importaban más esos que el parásito por excelencia al que engendró en un vaivén de viejo sueño coral con juegos de manos. Había un hangar oxidado, una turbina y viento caldeado en un pretérito pluscuamperfecto del ser que dejó de ser y ya no era uno para ser del otro, para grabar el doce como si lo viera en un vuelo turbio, como dicho por la espuma del mar que vio nacer.