Un creador nunca sabe quién leerá el texto que escribe, qué punto alcanzará en otros ojos la sombra de la luz que mira y trata de plasmar en su caballete; quién tarareará la canción que persigue con las teclas del piano o las sensaciones que arrancará el instante que acaba de rodar o ese brillo del tiempo que ha detenido con su objetivo.
Si buscásemos en la mente de cada artista aquello que le impulsa a movilizarse para poner en pie algo que no existe, no encontraríamos siempre la naturaleza, la realidad próxima o imaginada. Muchas veces, el autor es también un observador de lo que otro creó antes, el admirador de una obra que le emociona, despierta su asombro y las ganas de crear de nuevo. Y como tan bien explica el historiador Ernst Gombrich en su libro Arte e ilusión, el asombro es el primer motor del conocimiento, de la creación. Sin él, corremos el riesgo de dejar de avanzar.
Pero nada se para mientras disfrutamos de Destino, una pequeña joya de seis minutos que surge de la colaboración entre Salvador Dalí -que vivió ocho años en Estados Unidos, mientras huía de la Europa en guerra con Gala- y Walt Disney, en el año 1946. Una canción mexicana del mismo nombre, escrita por el compositor Armando Domínguez, fue la excusa movilizadora para idear un poema visual que hablase de la manera en que la vida y el amor están sometidos al tiempo y a su avance implacable. Pero la crisis surgida tras la Segunda Guerra Mundial dejó atrapada la inspiración dentro de varias carpetas llenas de bocetos, en algún archivador de la productora, hasta que casi 60 años después, en 2003, Roy Disney, el sobrino del cineasta, retomó el proyecto, con anotaciones del propio Dalí, imágenes de las revistas favoritas de Gala, su musa, y aquellos primeros 150 dibujos, bocetos y pinturas del artista de Figueras.
El resultado es la historia de amor entre una mortal y Cronos, el dios primigenio del tiempo, y la manera en la que tratan de sobreponerse a lo imposible, sin contar precisamente con el destino, justo el que parece poner siempre todo en orden. ¿Cómo enamorar al dios del tiempo, pétreo, eterno, a un ser que no parece percibir las sutiles diferencias entre cada segundo y el siguiente? Eso parece preguntarse la hermosa danzarina que aprovecha cada obstáculo que encuentra en su camino para ponerlo en su favor, que convierte cada sombra en belleza luminosa, que no ceja en su intento de convertir la piedra en material maleable una y otra vez. Casi no importa si lo logra o no, llevados en volandas por las imágenes, por la música y la voz de Dora Luz, mientras sus pies aventan nuestros sueños.
Dalí no vio el resultado, pero creo que, como haría yo si pudiese, trataría de borrar las agujas de sus relojes blandos, de jugar con la relatividad del tiempo, para volver a dibujarlas sobre el instante previo al comienzo de su Destino, en la inminencia de este pequeño espacio temporal en el que se encuentra el lector de estas líneas, a punto de pulsar en el centro de este rectángulo…
Son históricamente significativos, además, estos entrecruzamientos del s. XX en los que las categorías de alta cultura y entretenimiento popular comienzan a hacerse indistinguibles…