El largo trago de “La dalia azul”

Cine clásico

Alan Ladd era por aquel entonces, principios de 1945, el mayor activo económico de la Paramount, su máxima estrella masculina. Pero sucedía que en tres meses tenía que volver al ejército y no había dejado ninguna película rodada que pudiera explotarse comercialmente durante el tiempo que permaneciera allí. Cundió el pánico y este asunto fue el tema central de una agitada reunión de los productores del estudio en la que se les conminó, con el palo y la zanahoria, a intentar encontrar, cuanto antes, un guión que pudiera rodarse en tan poco espacio de tiempo. En ella estaba John Houseman que entonces tenía 43 años y ya una larga trayectoria en el teatro y en el cine.

Houseman había nacido en 1902 en Rumanía pero por influencia de su madre, que era de Gales, se educó en Inglaterra en la Universidad de Clifton. En 1925 emigró a Estados Unidos donde a partir de 1931 comenzó a trabajar en el mundo del teatro. Conoció a Orson Wells con quien sería director, productor y socio principal en el Federal Theatre (1935) y el Mercury Theatre  (1937) que terminó siendo contratado por Hollywood. En 1941 se produce su fractura con Wells durante el rodaje de Ciudadano Kane (1941) en el que, a pesar de tener una participación importante como productor, fue eliminado de los títulos de crédito. Tan importante como que, entre otras cosas, fue fundamental para que Herman J. Mankiewick, un talento alcohólico y bastante indisciplinado, pudiera terminar el guión en un chalet de las montañas custodiado y alentado por él.

 

 

Por fin, terminó entrando en la plantilla de productores de  la Paramount donde conoció a Raymond Chandler que había sido contratado para trabajar en el guión de Perdición (Double identity, 1944) donde tuvo más de un roce con Billy Wilder y que ya refunfuñaba mucho presagiando las tensiones que le tocaría vivir en el futuro. Así lo cuenta Houseman en “La quincena perdida”, un delicioso artículo publicado originalmente en 1965 en “Harper´s bazaar” y que puede leerse como prólogo en la edición española de “La Dalia Azul”.  De aquí estarán sacados algunos de los fragmentos que aparecerán a continuación.

Apenas si me enteré cuando Ray lanzó su primer ultimátum al estudio. En una larga cuartilla de papel amarillo enumeró las abundantes humillaciones que decía estar sufriendo por culpa de su colaborador, y exigió su reparación inmediata. Recuerdo dos de las afrentas que mencionaba. Primer ejemplo: Mr. Wilder no debería hacer ademanes bajo la nariz de Mr. Chandler ni apuntarle con el delgado bastón de malacca y puño de cuero que Mr. Wilder tenía por costumbre blandir a su alrededor mientras trabajaban. Segundo ejemplo: Mr. Wilder debería abstenerse de dar a Mr. Chandler ciertas indicaciones de índole arbitraria o personal, tales como: «Ray, ¿serías tan amable de abrir esa ventana?», o: «Ray, ¿cierras esa puerta, por favor?»

Aparentemente sus exigencias fueron satisfechas, porque allí se quedó hasta terminar el guión. Fue durante ese tiempo cuando comenzó nuestra amistad, basada en la sorprendente premisa de que sólo él y yo, entre todos los que estaban empleados entonces por la «Paramount», éramos hombres de la Escuela Pública británica y, por consiguiente, Caballeros. Eso duró hasta su muerte, en 1959. “

 

 

Esa amistad se reforzó por la colaboración mutua en la primera película de Houseman como productor, “The Unseen”,  donde Chandler fue reclutado para “endurecer” un poco el guión. Desde entonces  se aficionaron a quedar de vez en cuando para tomar algo “entre caballeros” o pasear juntos, en ocasiones en compañía de Cissie la mujer de Chandler (“Aparentaba veinte años más que él y vestía como si tuviera treinta menos”), que solía acompañarlo a menudo. Fue en uno de esos encuentros, dos días después de la reunión de los productores, cuando Chandler comentó a Houseman que estaba atascado con una novela y que estaba pensando convertirla en un guión y vendérsela a la industria.

“Dos días después Ray Chandler, mientras almorzaba conmigo en uno de los fúnebres cubículos del «Restaurante Lucey’s», frente al mismo estudio, se quejaba de haberse quedado estancado con el libro que estaba escribiendo y murmuró que estaba pensando seriamente en convertirlo en un guión y vendérselo al cine. Después del almuerzo fuimos a su casa —un bungalow pequeño, de estilo español, al oeste de Fairfax, donde Cissie yacía en una nube de muselina rosada y con una pierna rota— y leí las primeras 120 páginas de su libro. A las 48 horas, la «Paramount» había comprado The Blue Dahlia por una suma importante y Ray Chandler estaba trabajando en un guión para Alan Ladd. Yo iba a producir la película, bajo la supervisión de Joseph Sistrom, un vivaz cineasta de la segunda generación de Hollywood, que con sus mejillas rosadas y su cabello híspido y moreno parecía un colegial de 14 años.”

 

 

Para dirigir la película eligieron George Marshall, un director fiable y acostumbrado a improvisar en cualquier situación. También a no ser demasiado fiel a los guionistas y a sentirse superior a ellos, que era justo lo que irritaba a Chandler. Houseman cuenta que le costó mucho convencerlo de que no debía reescribir el guión aunque años después Marshall respondió a esto en una carta a Matthew J. Bruccoli en 1974

Cuando me entregaron el texto, exactamente tal como estaba escrito en papel amarillo, quedé tan impresionado por el material y por la calidad de la escritura que comenté a alguien del equipo (quizá fue al mismo John) que después de tantos años pasados haciendo películas, finalmente había encontrado un relato que estaba tan bellamente escrito que podía ser rodado directamente… ¿Por qué iba yo a reescribir algo que me había parecido tan perfecto desde un principio? Que el material hubiera sido materializado en un guión cinematográfico no era motivo suficiente como para destruir su valor propio.”

El caso es que Chandler avanzó rápido en convertir en guión lo que ya tenía escrito y el rodaje pudo comenzar muy pronto. Como actriz femenina se eligió a Veronica Lake (que no gustó nada a Chandler) y como contrapunto femenino a Doris Dowling (que no gustó nada a Alan Ladd porque era significativamente más alta que él). Pero el rodaje fue avanzando viento en popa, incluso ganándole días a lo previsto hasta que llegó la cuarta semana en que la cámara comenzó a sacar ventaja al guión. Se habían rodado sesenta y dos páginas en cuatro semanas y durante ese periodo Chandler solo había entregado veintidós, restándole todavía unas  treinta.

 

 

El problema es que no tenía claro quién iba a ser el asesino después de que, al parecer, el Departamento de Marina no le hubiera permitido desarrollar la idea original que tenía, según escribiría años después:

Sí, terminé con The Blue Dahlia, que es ya cosa vieja. Lo que el Departamento de Marina hizo al argumento fue una pequeña cosa, obligándome a cambiar el asesino, convirtiendo así en una rutina policial lo que era una idea bastante original. Lo que yo escribí fue el relato de un hombre que asesinaba (ejecutaba sería una palabra más apropiada) a la esposa de su amigo, impulsado por una ira intensa y legítima; después se ofuscaba y se olvidaba de ello; luego con absoluta honestidad hacía cuanto estaba en sus manos para sacar a su amigo del lío; después algunas de las circunstancias le devolvían parte de los recuerdos. El pobre hombre recordaba lo suficiente como para que los otros supieran quién era el asesino, pero él no llegaba a darse cuenta del todo. Hacía y decía cosas que no hubiera dicho o hecho a menos que fuera el criminal, pero nunca llegó a saber que las había hecho o dicho y nunca las interpretó.”

El hecho es que todo el mundo estaba ya muy nervioso, buscando alternativas en reuniones tormentosas,  cuando una mañana Chandler apareció por sorpresa, con cara de no haber dormido, en la oficina de Houseman que personalmente no estaba demasiado preocupado, porque sabía que le gustaba hacerse rogar pero terminaba entregando los trabajos a tiempo. Chandler le contó, muy pálido y compungido,  que los jefes de la Paramount lo habían llamado para ofrecerle cinco mil dólares más si era capaz de cumplir los plazos con la advertencia de que no se lo contara a nadie, ni siquiera a él. Esto le parecía algo insoportable para su código de honor porque lo consideraba un soborno y además, lo peor,  suponía una traición a un amigo. Por otro lado,  esa presión había demolido la poca confianza en sí mismo que le quedaba, de tal forma que le comunicó que estaba bloqueado y que su decisión era abandonar el proyecto, aunque quería comentar el asunto con Cissie.  Quedaban diez días para que Alan Ladd se fuera a ejército.

 

 

Al día siguiente, muy temprano volvió a aparecer Chandler por aquella oficina. Houseman lo cuenta así, describiendo a la vez lo que era posible en el Hollywood de aquellos tiempos:

“A la mañana siguiente, como lo había prometido, Chandler apareció en mi oficina, menos trastornado pero más torvo que el día anterior. Me dijo que después de una noche de insomnio y tormentos había llegado a la firme conclusión de que sería incapaz de terminar el guión de The Blue Dahlia: ni a tiempo ni nunca. A esta declaración le siguió un silencio de varios minutos durante el que nos contemplamos, más con piedad que con enojo. Después, una vez se terminó su café y hubo colocado cuidadosamente la taza en el suelo, Ray habló de nuevo, suave y seriamente. Tras un prólogo sobre nuestros antecedentes comunes y sobre la estima y el afecto que sentía por mí, me hizo la siguiente y asombrosa propuesta. Dijo que yo debía estar sin duda al tanto (o lo había oído decir) de que durante años él había sido un gran bebedor, hasta el punto de que había llegado a peligrar gravemente su salud. Con un gran esfuerzo de voluntad había conseguido vencer el vicio. Esta abstinencia, me explicó, le había sido difícil de soportar, porque el alcohol le daba una energía y una seguridad en sí mismo que no podría obtener de otra manera. Lo cual nos llevaba al meollo del problema: tras haber repetido que no tenía ni la capacidad ni la voluntad de continuar trabajando sobrio en The Blue Dahlia. Ray me aseguró su total confianza en que podría terminar el guión en su casa, pero borracho.

No disminuyó los riesgos: puntualizó que si seguía con su plan, iba a necesitar de mi parte una confianza absoluta y de la suya un valor supremo, ya que de hecho completaría el guión arriesgando su vida. (No era la bebida lo peligroso, me explicó, ya que tenía un método que le daría tantas inyecciones de glucosa que podría mantenerse en pie durante semanas sin ingerir alimento alguno. Era la vuelta a la sobriedad: el terrible suplicio de su retorno a la vida normal). Ése era el motivo por el que Cissie se había opuesto tan larga y amargamente al plan propuesto, hasta que Ray terminó por convencerla de que el honor estaba por delante de la seguridad, y de que su honor estaba seriamente comprometido, a través de mí, en The Blue Dahlia.

 

 

Mi primera reacción fue puramente de pánico. Tanta es mi propia inseguridad, que el contacto con un cerebro humano ligeramente desequilibrado me asusta, me repele y finalmente me enfurece. Ya con eso me quedé horrorizado ante la propuesta de Ray. Sabía asimismo que si yo estaba suficientemente loco como para aceptar el riesgo, debía hacerlo enteramente bajo mi responsabilidad y sin que el estudio se enterara. A esta altura de la conversación, Ray sacó una página de papel amarillo (del mismo formato que el ultimátum lanzado contra Billy Wilder) y me mostró la lista de sus exigencias básicas:

A — Dos automóviles «Cadillac», con sus chóferes, que permanecieran día y noche ante la puerta de su casa, dispuestos a:

    1. Traer al médico (el de Ray, el de Cissie, o ambos);

    2. Llevar páginas del guión a y desde el estudio;

    3. Llevar a la doncella al mercado;

    4. Contingencias e imprevistos;

B — Seis secretarias —en tres turnos de a dos— que estuvieran disponibles permanentemente, y aptas en cualquier momento para dictado, mecanografía y otras emergencias posibles.

C — Una línea telefónica directa, y libre en todo momento, con mi oficina por el día y con la centralita del estudio por la noche.

Me quedé con el papel y le pedí una hora para pensarlo. Con gran cortesía y comprensión, Ray accedió. Durante media hora caminé por las calles interiores del estudio. Visité el plató donde George me informó, no sin satisfacción, que terminaría de rodar la parte disponible del guión al día siguiente por la noche. Entré en la oficina de Sistrom por la parte de atrás. Le mostré las exigencias de Ray y le dije que había decidido correr el riesgo. Joe estuvo de acuerdo conmigo. Dijo que si la película llegaba a cancelarse, todos seríamos despedidos, de cualquier modo. Iba a contarle a la superioridad alguna historia sobre virus y a pedir de inmediato los automóviles y las secretarias, cargando todo ello en diferentes números de cuenta.

 

 

Se lo agradecí y fui por los corredores hasta mi oficina, donde Ray estaba sentado, leyendo Variety. Con todo el fervor de la Escuela Pública, y el esprit de corps que pude extraer del leve recuerdo sobre mis diez años en Clifton, acepté su propuesta.”

Ray quedó extremadamente feliz y expansivo. Era cerca del mediodía y sugirió, como prueba de mi fe en él y de mi confianza en la eficacia de nuestro plan, que fuéramos en automóvil al restaurante más caro de Los Ángeles y nos bebiéramos una copa enseguida. Nos fuimos del estudio en el «Packard» descapotable de Ray y llegamos al «Restaurante Perino’s», donde le estuve observando cómo se bebía tres martinis dobles antes de tomarse un almuerzo considerable y cuidadosamente elegido, seguido por tres whiskies dobles. Después yo conduje el «Packard», con Ray adentro, hasta su casa, donde los dos «Cadillac» estaban ya colocados en su lugar y el primer turno de secretarias ocupaba ya su puesto. “

Durante esos últimos ocho días de rodaje Chandler cumplió su parte. Siempre con un vaso de bourbon con agua a mano, para mantener justo el estado que necesitaba, sólo se alimentó de las inyecciones intravenosas que, de vez en cuando, le administraba su médico, pero consiguió trabajar una tercera parte de su tiempo, hasta que le entraba el sopor y se quedaba dormido con su gato negro al lado. Todas las noches, de ocho a diez, escuchaba, con Cissie el programa de música clásica que ponían en una radio y cada mañana las secretarias encontraban los folios amarillos para pasarlos a limpio. En la última línea del guión escribió: “¿Alguien dijo algo respecto a un trago de aguardiente?  Y luego le costó más de un mes recuperarse – atravesar esa dolorosa línea donde algunos hombres pierden su valor y también la capacidad de contemplar la vida con una agradable nitidez-  con la ayuda de las inyecciones misteriosas de su médico y la moral de héroe gravemente herido que está orgulloso de haber cumplido, finalmente,  su deber.

 

 

La película se terminó seis días antes de lo previsto, Alan Ladd se pudo largar al ejército a tiempo y la Paramount pudo recaudar más de 2.700.000 dólares y a Chandler lo nominaron para un Oscar al mejor guión original que no ganó. El tiempo pasó y Chandler murió catorce años después mientras John Houseman siguió desarrollando una exitosa carrera como productor, actor (ganó el Oscar al mejor actor secundario por Vida de estudiante (The Paper Chase, 1973) y, por fin,  escritor hasta morir en 1988, casi veinte años después que Chandler.

Los grandes escritores suelen tener egos frágiles y atormentados y llevan mal que nadie toque lo que escriben. Por eso gente como Faulkner, Scott Fitgerald, Steinbeck o Máximo Gorki no se terminaron de encontrar nunca a gusto en Hollywood. Es posible que hubiera culpa en el sistema de trabajo de los grandes estudios, pero quizá también, probablemente, influía su actitud. En general les era difícil trabajar en equipo y comprender la figura del director, que pasados los años casi los terminó barriendo en importancia.  Chandler comentaba el asunto en una carta a Houseman cuando ya había muerto Cissie con su toque heróico y dramático a las espaldas:

No soy un escritor entregado a lo suyo. Sólo me entrego como persona… La mayor parte de los escritores son canallas frustrados, con una desdichada vida personal a cuestas. Yo fui feliz durante demasiado tiempo, quizá. Nunca pensé que lo que escribía fuese más que una llama en la que Cissie pudiera calentarse las manos. A ella ni siquiera le gustaba mucho lo que yo escribía. Nunca entendió, y casi nadie entiende, que para conseguir dinero hay que dominar el mundo en que uno vive, hasta cierto punto, y no ser muy frágil para aceptar sus valores. Y, asimismo, nunca entendieron que uno es capaz de descender hasta el mismo infierno para conseguir ese dinero y que después lo emplea, en la mayoría de las veces, para ayudar a otra gente que no podría soportar el castigo pero que, sin embargo, tiene sus necesidades.”

Confío en que sepas que nunca me consideré importante y que nunca podría hacerlo. El mundo mismo es un poco desagradable. Me he divertido mucho con el idioma americano: tiene expresiones fascinantes, es continuamente creativo, como el inglés de la época de Shakespeare, su slang y su argot son estupendos, etcétera. Pero he perdido a Los Angeles. Ya no es el mismo lugar que yo conocía tan bien y que fui casi el primero en llevar al papel. Tengo la impresión, que no es rara, de haber ayudado a crear la ciudad y de haber sido expulsado después por los especuladores. Ya no puedo encontrar mi camino…

 

 

A pesar de eso el cine fue lo único que le dio dinero de verdad y lo que le permitió vivir una vida confortable, como a veces también reconoció. En aquellos años dorados y también crueles los escritores estaban, a pesar de todo,  muy bien pagados. Según figura en el epílogo de la edición española de  “La Dalia azul”:

“Raymond Chandler publicó su primera novela, The Big Sleep, en 1939, cuando tenía 51 años de edad. En 1944, a los 56 años, comenzó a trabajar como guionista de la «Paramount», a 1.750 dólares por semana. Entre 1944 y 1951 trabajó en siete guiones por lo menos para las empresas «Paramount», «Warner», «Metro Goldwyn Mayer» y «Universal». Su relación más estrecha fue con la «Paramount», y en 1945 firmó un contrato de tres años con ese estudio, por dos guiones anuales, con lo que recibía una garantía de cincuenta mil dólares al año, entregara o no los textos. Su agente en Hollywood era H. N. Swanie Swanson, quien también representaba a F. Scott Fitzgerald, William Faulkner y John O’Hara.

Además de encargarse de los servicios de Chandler, Swanson vendió seis de sus novelas al cine; Chandler trabajó en la adaptación de una sola de ellas. Los siete años que pasó Chandler en las nóminas de los estudios cinematográficos fueron en general insatisfactorios, aunque ganó mucho dinero. En 1947, por ejemplo, la Universal le pagó cien mil dólares por a versión cinematográfica de Playback, que nunca se filmó. Aunque Chandler respetaba la fuerza potencial del cine, era incapaz de trabajar cómodamente bajo el sistema decolaboración compulsiva. En 1948 llamó al cine «el único arte original que haya concebido el mundo moderno», pero le disgustaba la mayor parte de la gente con la que tenía que trabajar, y se peleaba con sus colaboradores. Además le abrumaba ver cómo sus propios libros eran destrozados por otros guionistas. La única película clásica que se haya filmado con una de sus obras, The Big Sleep, de Howard Hawks, no le incluía como colaborador.”

 

 

Otra cuestión interesante es que, sobre todo a escritores con el estilo tan puzante como el de Chadler, tendemos fácilmente a confundirlos con sus personajes y creemos, por ejemplo,  que son como Marlowe, tipos duros con salidas para todo o al menos con  capacidad de sobrevivir en cualquier situación y poder besar siempre mujeres hermosas.  Tipos a los que todo, sobre todo escribir, les sale fácil. Y esto siempre ocurre a medias o más bien es solo una proyección de que quizá les gustaría ser. Chandler era, al menos hasta cierto punto, un tipo frágil, que no débil, al que además la educación inglesa, que tanto adoraba, le había dado cualidades ambivalentes. Un sentido del honor que quizá le exigía demasiado y una cierta inhibición que le impedía ser alegre, tener una complicada relación con las mujeres  y que finalmente le llevaba a complicarse fácilmente la vida. Justo lo que puso en boca de uno de los personajes de “La dalia azul”:

 “No te compliques tanto la vida Eddie. Cuando un individuo se complica demasiado, es desdichado. Y cuando es desdichado, la suerte se escapa.”

 

 

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