En su apartamento parisino, la luz se cuela a trompicones por las cortinas. Las paredes del salón están adornadas con cartas, fotografías y algún recorte de periódico amarillento. No faltan cajas de zapatos donde guardar pequeños tesoros, diarios a medio escribir y montones de libros y revistas por el suelo. El retrato de su bisabuela mira el desorden desde la pared. Es la casa de una excéntrica. Es la casa de Sophie Calle.

Una vida novelesca la suya. Un padre que no es tal según descubre por una carta, una madre extravagante y despreocupada, amigos invisibles a los que cuenta sus descubrimientos de niña precoz. En esos años de colegiala, convierte los museos de Paris en su otra casa. Y los cuadros en sus amigos, amigos que no tiene y que inventa. Así es como empieza a imaginar vidas que no le pertenecen, vidas que la miran de lejos y que se acercan con pasos lentos a través de esos lienzos que cuelgan de las paredes de las galerías de arte que tanto frecuenta.

Consigue sobrevivir durante su juventud, viajando de ciudad en ciudad por todo el mundo. Viaja a México y según cuenta Hervé Guibert, se masturba y toma tequila mientras lee las obras completas de Jean Genét. En Japón, pasa las noches viendo combates de sumo, no entiende ni una palabra pero se hace entender por señas. En León, se aficiona a la fotografía de la mano de un joven fotógrafo que le roba el corazón y le enseña la arquitectura de las estrellas en la Plaza del Grano.

Imagen de Sophie Calle.

A su vuelta, se lanza a las calles con su cámara, quiere recuperar ese Paris que ahora le parece desconocido después de tantos años de ausencia. Le gusta seguir a la gente, fotografiar a personas anónimas, observarlas. Ver cómo se comportan, como ríen. Tal es su obsesión por la intimidad ajena que poco importa si por cumplir sus propósitos termina en los canales de Venecia persiguiendo a un desconocido o entre las páginas de un relato de Vila-Matas. Y es que para ella cualquier acontecimiento cotidiano, puede convertirse en obra de arte, en una perfomance nueva: una agenda olvidada en la calle, un desengaño amoroso, desconocidos que ocupan su cama. Todo vale si así consigue encontrar sentido a su propia existencia.

Un encuentro con el también fotógrafo Greg Shepard cambiará su vida. Sus miradas se cruzan en un viejo bar, se deja abrazar, se quieren como nadie podría quererla aquella noche ni nunca. Y entre whiskys y besos, él le presta las llaves de su casa. Estará ausente dos días, a su vuelta quiere verla allí, quiere retomar la historia dónde la dejaron, en la cama, entre sabanas revueltas. Sola, en ese apartamento que no es suyo, Sophie se obsesiona con ese hombre, con sus agendas, con sus dibujos. Cada noche duerme abrazada a la almohada que huele a él. Se pone sus zapatillas y revuelve sus armarios. Bebe su cerveza. Un año después de aquella noche, el fotógrafo vuelve a irrumpir en su vida, “Soy Greg, estoy en el aeropuerto, ya sé que vuelvo con un año de retraso, pero ¿quieres verme?”.

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Así empieza uno de sus romances más disparatados y una película titulada “No sex last night”. Un viaje a las Vegas y una boda con anillos prestados, una falsa ceremonia civil y un verdadero alcalde. Arroz, peladillas de colores, un velo blanco… No, no falta ningún ingrediente, ni siquiera una tarta de siete pisos, ni una noche de bodas de mentira. Tampoco un final tormentoso, una batalla campal con objetos volando por los aires: cacerolas, cojines, la discografía de Benny Goodman y un teléfono azul estampado contra la pared del salón. No, no falta, nada…

En su apartamento parisino, la luz se cuela a trompicones por las cortinas, pero a ella poco le importa. Solo piensa como ocupar ese vacío que llena su vida aunque sea a costa de imaginar; de imaginar al vecino de enfrente al que espía cada noche y que sin saberlo ya forma parte de sus más oscuras fantasías, o a ese joven que la mira en el metro y al que ya imagina en las paredes de su próxima exposición o en su cama. No, no hubo sexo anoche pero quién sabe si hoy…

*Todas las fotografías son de Sophie Calle.

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