El zombi perfecto

Es un error muy común pensar que la selección natural va creando individuos cada vez mejores o “más perfectos” siguiendo como paradigma las cualidades de los seres humanos. La selección sólo hace que sobrevivan los individuos más aptos para un entorno dado, nada más. Ser consciente es muy costoso, hay que dedicar mucho tiempo a aprender cada nueva situación mientras que es mucho más económico tener toda nuestra conducta programada a priori en el ADN.

Como muy bien entendieron los psicólogos de la escuela funcionalista, en el reino de los seres vivos domina la inconsciencia porque la consciencia y el aprendizaje están muy relacionados. Si observamos a cualquier sencillo animal, su único quehacer consiste en repetir las rutinas programadas en su cableado cerebral. Pensemos en una mosca acercándose a la luz. En sus genes está programado un algoritmo tal que así: si hay luz acércate, si no hay luz vete. No hay más, no hay elección posible ni posibilidad de nueva conducta. En un determinado momento de la evolución, apareció una nueva estrategia de supervivencia: el aprendizaje. Los seres vivos que no pueden aprender fallecen inexorablemente ante una nueva situación para la que no estaban programados. Nuestra mosca muere sin alternativa cuando los humanos inventamos la bombilla. Se acerca a la luz ignorante de que ese útil pero ineficiente artilugio disipa mucha energía en forma de excesivo calor y, cuando cree estar ante el paraíso de la luminosidad, muere chamuscada. Sin embargo, si pudiera aprender comprobaría con horror como sus compañeras fallecen y evitaría seguir sus pasos. Aprender es bueno para sobrevivir (¿Serán muy conscientes de ello mis alumnos?)

Entonces, llegan seres que pueden incorporar novedad en su conducta. ¿Cómo? El “estado natural” en el que nos encontramos es el de inconsciencia, de automatismo programado (así funciona gran parte de nuestro organismo: nuestro sistema cardiovascular, digestivo, riñones, páncreas, hígado… De hecho casi todo nuestro cuerpo funciona de modo inconsciente. ¿Alguien se da cuenta de cómo su hígado elimina la toxicidad del alcohol para su organismo cuando toma una cerveza? Desde luego, sería interesante si así fuera…). De repente, aparece una novedad, una “sorpresa” para la que nuestro automatismo no estaba preparado. Entonces se activa nuestra consciencia, ese extraño “yo” que se da cuenta de las cosas. Nos paramos sobresaltados y prestamos atención a esa nueva circunstancia. Otras facultades se activan igualmente: buscamos en nuestra memoria situaciones pasadas similares con las que afrontar la nueva, barajamos las diferentes posibilidades de acción (imaginamos, representamos) de las que ponderamos sus consecuencias (pensamiento lógico, causalidad, control del tiempo). Al final, encontramos la solución, aprendemos a afrontar el problema. Tras varias repeticiones en las que perfeccionamos progresivamente nuestra actuación, lo que antes era un problema va haciéndose rutina. Nuestra consciencia vuelve a apagarse y automatizamos esta nueva conducta.

Un ejemplo muy claro es cuando aprendemos a conducir. Al principio, hemos de prestar muchísima atención a un montón de elementos: retrovisores, freno, embrague, volante, marchas, señales viales… Es algo estresante para lo que dedicamos un montón de energía y sufrimiento (yo suspendí dos veces el examen). Pero conforme vamos aprendiendo, vamos automatizando cada una de las distintas acciones hasta que llega un momento en que podemos estar pensando en cualquier otra cosa mientras conducimos. Lo que antes requería mucha consciencia, ahora se realiza de forma automática, sin que nadie lo perciba, sin que mi “yo” se percate de lo que está ocurriendo.

Sin embargo, esta nueva estrategia evolutiva tiene un serio defecto. Lamarck pensaba que lo que aprendíamos en nuestra vida pasaba a la siguiente generación (de hecho, el mismo Darwin también lo pensaba en su unánimemente olvidada teoría de la pangénesis). Imaginemos lo fantástico que esto sería: como mi padre sabe conducir, yo habría heredado ese conocimiento nada más nacer y, por lo tanto, no hubiera suspendido dos veces el examen de conducción. Pero la naturaleza es cruel y Lamarck estaba profundamente errado. Los caracteres adquiridos no se heredan. Todo lo que nuestros padres aprendieron se perdió con su muerte y nosotros tenemos que hacer de nuevo el esfuerzo de aprenderlo todo. De aquí la importante función de profesores y sistemas educativos (¿serán conscientes de ello, no sólo mis alumnos, sino nuestra eminente clase política?). El ser humano es el animal con la infancia más larga. Casi un cuarto de nuestra vida siendo seres infantiles, dependiendo completamente de nuestros progenitores para sobrevivir. ¿Por qué? Para aprender, para que nuestros tutores integren en nuestros cerebros todo lo que ellos aprendieron. En el mundo de organismos inconscientes esto no ocurre. La mosca nace con todo lo que tiene que saber insertado en su genoma. Por eso no hay escuelas ni universidades de insectos, y eso que se ahorran.

Entonces, ¿es esta costosa, aunque útil, estrategia evolutiva la que domina en el mundo natural? Con toda evidencia, no. Si pensamos en el total de la biomasa que contiene la tierra, comprobamos que su inmensa mayoría está compuesta por microorganismos. Nos hacemos una clara idea de ello si reflexionamos sobre el hecho de que en un mililitro de agua hay alrededor de diez millones de virus. Utilizando la metáfora de un enorme iceberg para representar la cantidad de materia viva que existe en nuestro planeta, sólo unos pocos centímetros cúbicos de la cima representarían los seres capaces de aprender y dotados de consciencia. Parece ser que la selección natural no ha premiado siempre a los seres capaces de adaptarse a la novedad mediante el aprendizaje a costa de tener una larga infancia. Curiosamente, los organismos más hábiles para sobrevivir y reproducirse son los más simples y pequeños

Pero, ¿tenderá la evolución hacia seres cada vez más conscientes? Es un error muy común pensar que la selección natural va creando individuos cada vez mejores o “más perfectos” siguiendo como paradigma las cualidades de los seres humanos. La selección sólo hace que sobrevivan los individuos más aptos para un entorno dado, nada más. Como hemos visto, ser consciente es muy costoso, hay que dedicar mucho tiempo a aprender cada nueva situación mientras que es mucho más económico tener toda nuestra conducta programada a priori en el ADN. Lo ideal, en términos evolutivos, sería que nuestro genoma contuviera una amplísima gama de comportamientos que permitieran afrontar una indefinida gama de situaciones problemáticas sin necesidad de tener que aprender ni darse cuenta de nada. Al igual que mi sistema inmunitario hace frente a un montón de amenazas diferentes de modo totalmente inconsciente, sería muy eficaz que mi cerebro pudiera enfrentarse a entornos cambiantes sin necesidad de dedicar esfuerzos a pensar en cómo hacerlo. ¿Será este el futuro de los seres vivos? ¿Llegaremos a un planeta que funciona con un “piloto automático” sin que nadie sea consciente de lo que en él ocurre? No lo sabemos, pero piensen en lo controvertido y terrorífico de esta idea: un planeta lleno de zombis inconscientes con unas habilidades impresionantes para afrontar cualquier problema desde el mismo momento de su nacimiento. He aquí el ser evolutivamente perfecto.

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