Contra todo pronóstico, aterricé en Edimburgo un día despejado. El primer encuentro con un lugar es único e irrepetible, mi primer contacto con Escocia fue luminoso. Sin retrasos, sin lluvia, sin nubarrones. Una de las primeras cosas que llama mi atención de un país que más tarde no dejará de poner firmes a mis sentidos es un joven alto y rubio, aparentemente nervioso, que pasea de un lado a otro de la terminal de llegada del aeropuerto. Está acompañado por dos hombres. A uno de ellos, el más corpulento, le cuelga del hombro una Nikon D-200. Los tres visten el kilt tradicional escocés y no cesan de caminar en círculos y frotarse las manos en señal de nerviosismo, mientras se les escapa alguna que otra sonrisa de histeria acompañada de palmadas en la espalda. La gente les observa, sobre todo los de fuera, a los que tanto nos llama la atención el atuendo masculino típico de la región. Gente procedente de otros destinos avanza con maletas, bolsas, revistas, abrigos y horas de desvelo entre nubes. El primer joven se iza una y otra vez sobre las plantas de sus pies con las manos entrelazadas. Busca a alguien entre los recién llegados sin éxito. Voces en off, algarabía y ruido de equipajes… otro nuevo desembarco. Una mujer radiante se acerca al joven, le sonríe. Un guión con final abierto.
El sol pinta el ambiente en la capital escocesa. No es habitual poder coquetear con él en la vejez del verano, mientras se descansa en un banco de cualquier plaza al tiempo que la tez de los oriundos enrojece hasta tonos insospechados y se escucha de fondo una gaita sonar entre vetustos edificios cerca del Mary King Cross. Quizás por su espíritu guerrero, su indomable personalidad y una orgullosa identidad de patria, desde el minuto uno Escocia destila un misticismo atrayente que cautiva al visitante, invitándole a conocer más de su pasado. No es necesario excesivo tiempo para admirar la tierra que defendió hasta su muerte William Wallace – un campesino revolucionario que se levantó en armas contra los ingleses conduciendo a Escocia a rebelarse contra la sumisión de la corona británica -, máxime cuando durante las primeras horas se examinan sin rumbo las calles de un Edimburgo inmenso, embrujado y edificado sobre sus propios fantasmas. Es inevitable viajar a este país sin tener una imagen preconcebida en la alacena de la memoria de sus paisajes, sus inmensos valles y la nostalgia que envuelve a sus ciudades, pero nada es comparable al lienzo que se va dibujando poco a poco en las retinas.
Uno de los autobuses que realiza incontables veces al día el trayecto del aeropuerto a la ciudad me traslada hasta el corazón de Edimburgo. El sol decide no marcharse aún y convence a las nubes que llegan del oeste para que le den tregua, dibujando un atardecer ocre en tejados, fachadas y monumentos. Las mujeres caminan por la aceras de la Royal Mile mirando los escaparates con sus abrigos en el brazo y sus mangas de camisa dobladas. Sus cabellos están teñidos de negro, caoba, naranja o morado. El rubio no es tendencia en un país de colores, de contrastes, de miradas azules. Es una muestra más – sus mujeres y las modas – de lo que separa esta región de Inglaterra. Eso y el acento. Eso y el viento; el incontrolable viento que sopla en cada rincón de la capital escocesa y que provoca mudez en todas las islas. Ellos, en manga corta, se regodean en los puntos de luz, sonríen mientras mantienen conversaciones inagotables con sus teléfonos móviles. Hay luz en las calles. Hoy es un buen día para experimentar un buen momento, de esos que pasan fugaces por la vida y te dejan sin aliento para ser recordados en mayúsculas.
Edimburgo merece una mirada profunda, una conversación con Travis de fondo, una salida con amigos, una escapada romántica, un viaje fotográfico.
Contaba septiembre sus últimos días cuando me adentré torpemente conduciendo por la derecha en las arterias de esa tierra y meses después el recuerdo de su acento, el sabor de su comida, la embriaguez de sus tradiciones y de su whiskey y las rotondas mal tomadas continúan latentes en mi diario de viajes. No es fácil conducir introduciendo los cambios de marcha con la mano izquierda, pero lo realmente difícil es coordinar la maniobra con la mano derecha en el volante en un cambio de rasante, mientras el resto del tráfico viene hacia nosotros por nuestra derecha. No es tampoco sencillo ponerse el cinturón de seguridad con la mano izquierda sin acariciar la rodilla del acompañante del asiento de atrás. No es fácil ni imposible.
Escocia requiere un paseo por sus castillos y sus lagos mientras el país vierte grandeza y se despoja de sus capas para enseñar escote. Quince días de paseo por San Andrews y su catedral rota, las verdes Dunkeld y Pitchlory y su taberna Moulin Inn, la majestuosa Stirling. El lago Ness y su leyenda, el desconocido monumento megalítico de Callanish, la preciosa y azul Ullapool… Lewis y Harrys, los haggys de las Highlands… los cielos grises, la lluvia, la tierra mojada, las miradas y las respuestas en gaélico, la sencillez de su gente; la grandiosidad del Glen Coe y la majestuosidad de Eilean Donan, sus destilerías y la taberna de las mil cervezas cerca de Stirling, el verde de sus valles, sus excesivos acantilados coronados por el Kilt Rock, las ovejas de colores, la lana de tweed y los paisajes sacados de cuentos de hobbies y magos llamados Harry Potter… Escocia es de un verde intenso, virgen a nuestros ojos.
Los lugares son distintos según la experiencia de cada viajero porque el cristal con el que miramos la realidad es intransferible. Descubrí y disfruté una Escocia con una identidad muy diferenciada, orgullosa de su talla. Emite sus propias libras esterlinas, bebe su whisky, habla el gaélico escocés en las hébridas y escucha a los Belle and Sebastian, Primal Scream, Franz Ferdinand o Snow Patrol. Está cosida a Inglaterra desde hace 300 años por las Lowlands pero no se resigna a dejar de ser una gran nación. En 2014 se cumplirán 700 años de la batalla de Bannockburn, una victoria escocesa frente a Inglaterra en las guerras de independencia. Los escoceses decidirán entonces a través de un referéndum si desean ser independientes, si están dispuestos a romper las costuras que la unen a Gran Bretaña y reescribir el final de un gran guión.
*Las imágenes que acompañan este texto son de Carlos Sendarrubias
Que manera más apasionante de transmitir el descubrimiento de lo desconocido…despues de leerlo solo pienso que Escocia me espera.
Gracias por este maravilloso articulo y sus fotos.
Los pequeños detalles, a veces imperceptibles, son los que hacen que cada lugar y cada persona sean únicos en el mundo.
Que añoranzas de Escocia me produce este artículo, recuerdo a Bobby Greyfriar (el pequeño terrier que estuvo sentado en la tumba de su dueño durante 14 años) , las highlands cow (que graciosas, ejej); el lagoness sin palabras..
No he podido evitar realizar un comentario a este artículo porque te hace sentir y conocer tal y cómo es Escocia.
Enhorabuena.
Vaya! casi me salgo por mi lado izquierdo de la carretera, hacia la cuneta.
Gran sorpresa al ver que escribes así de bien.
Sinceramente, el escrito y las fotografías me han hecho disfrutar de Escocia.