Las vacaciones doradas de Dinamarca en el Europeo del 92

Brian Laudrup estaba fuera, disfrutando de las vacaciones, cuando sonó el teléfono aquel mes de mayo de 1992. Fue su mujer la que descolgó el auricular y la que apuntó un mensaje que no llegó a entender muy bien hasta que, ya al lado de su marido, entre ambos buscaron una explicación. Laudrup tenía que estar la tarde del día siguiente en un hotel de la Federación Danesa de Fútbol en Dinamarca. Había que trastocar las vacaciones, que habían comenzado un par de semanas antes. Laudrup no fue el único que recibió la llamada en aquellos días del mes de mayo. Jensen partía dos días después hacia las Islas Griegas para dejar atrás el ajetreo de la temporada, y los jugadores daneses que pertenecían a equipos de fuera del país hacía ya tres semanas que habían desconectado. Muchos de ellos ni siquiera habían vuelto a Dinamarca cuando la Federación de su país empezó a descolgar el teléfono y a citar, uno por uno, a una veintena de jugadores con la cara y las orejas rojas por el sol. La Eurocopa de Suecia estaba a la vuelta de la esquina.

A decir verdad, Dinamarca había dejado de pensar en la Eurocopa dos años antes. En la fase de clasificación para el torneo, que por entonces disputaban ocho selecciones, los daneses habían tropezado pronto. Un empate ante Irlanda del Norte les dejó toda la clasificación a merced de Yugoslavia, que no falló. El combinado balcánico aprovechó ese desliz de los daneses para acabar el grupo por delante de ellos, con un grupo de ventaja, y para despachar a los jugadores de Dinamarca un verano de vacaciones en el que debían seguir la Eurocopa que se jugaba en el país vecino a través de la televisión. Junto a Yugoslavia y la anfitriona, Suecia, se habían clasificado Holanda (vigente campeona del torneo), Alemania (vigente campeona del Mundo), Inglaterra, Francia, Escocia y la Comunidad de Estados Independientes (CEI), que sustituyó a la Unión Soviética. Ocho selecciones con un título en juego; una guerra de por medio que iba a trastocarlo todo.

El 25 de junio de 1991, Eslovenia inició su secesión de Yugoslavia con la llamada Guerra de los Diez Días. El final de la misma, con un acuerdo que retrasaba la escisión durante tres meses, tanto la de Eslovenia como la de Croacia, no fue el episodio más sonoro de la Guerra de los Balcanes, pero sí que fue el desencadenante de una serie de conflictos que empezó a carcomer la Federación Yugoslava, y que llenó de bombas y muerte, de pobreza y destrucción, la historia contemporánea del continente europeo. Como todo conflicto, las consecuencias extendieron sus brazos hacia todas las áreas de la sociedad, y el deporte se vio afectado por ello. Yugoslavia fue excluida de la Eurocopa que se iba a disputar en Suecia, y la suerte del lucky loser recayó en una Dinamarca que para entonces estaba al completo de vacaciones.

A finales del mes de mayo, y después de llamadas y más llamadas de teléfono, Richard Moller Nielsen, seleccionador danés, tenía ante sí en el campo de entrenamiento de la Federación danesa, a unos kilómetros de la capital, Copenhague, a veinte futbolistas sonrosados, muchos de ellos con la raya de los calcetines marcadas por el sol del incipiente verano, a su alrededor. Y lo que es peor, tenía que meterles en la cabeza que iban a disputar una Eurocopa. A Nielsen no se le ocurrió otra cosa que soltar a quemarropa una frase que ninguno de los futbolistas allí reunidos olvidará nunca. “Vamos a ir a la Eurocopa, y vamos a ir a Suecia a ganar”. En el corro, risas. A apenas unos días del debut en el torneo, una veintena de jugadores que no tocaban balón desde hacía casi un mes empezaban a trotar. Al final del esprint, la gloria.
El sorteo de grupos pronto repartió roles. En el Grupo A, Suecia, como anfitriona, e Inglaterra partían como favoritas. Francia, un peldaño por detrás. Para el resto, Dinamarca era mera comparsa. En el Grupo B, también papeles muy definidos: el campeón de Europa, Holanda, y el campeón del Mundo, Alemania, se repartirían las dos primeras plazas; Escocia y CEI, meros acompañantes. También en ese grupo habría sorpresas, porque ni Holanda ni Alemania lograron superar al combinado soviético, aunque sus victorias ante Escocia y la derrota de la CEI ante estos últimos evitó sorpresas mayores. Holanda ganó a Alemania y fue primera de grupo. Las dos favoritas, de la mano a semifinales.

En el Grupo A, Dinamarca rezaba para no salir goleada en su debut. Aguardaba Inglaterra, que no pudo superar la defensa danesa en los noventa minutos del choque. Incluso, los daneses pudieron ganar el partido, pero tampoco tuvieron fortuna de cara a gol. El empate a cero concedía a Dinamarca un punto, renta que no pudieron incrementar en la segunda jornada, ya que un tanto de Thomas Brolin decantó el choque de vecinos a favor de Suecia. La victoria de los anfitriones ante Inglaterra convertía el encuentro entre Dinamarca y Francia en una moneda lanzada al aire, un cara o cruz por una plaza en semifinales. Ese cara o cruz lo define Elstrud rematando por bajo a la red un envío desde la derecha. Victoria para los daneses, 2-1. Una plaza en semifinales.

El último peldaño hacia la final emparejó a los de Nielsen con Holanda. Los vigentes campeones de Europa veían en Dinamarca un rival fácil de superar. Años después, uno de los mejores jugadores de aquel combinado danés, Brian Laudrup, recuerda que antes del encuentro, en los instantes previos a la ceremonia de los himnos, en el túnel de vestuarios, en la mirada de los holandeses había suficiencia. Tenían ante sí a un equipo que apenas había preparado el torneo, que había marcado tan sólo dos goles en lo que iba de competición, y que no había pasado un examen como aquel. Estaban equivocados.

Bajo el arbitraje del español Soriano Aladrén, Dinamarca golpeó primero. Henrik Larsen opositó a héroe nacional cuando adelantó a los daneses a los cinco minutos de encuentro, y formalizó sus intenciones después de dejar en nada el gol de Bergkamp en el minuto 23, con otro tanto a la media hora de partido. Los daneses miraron el reloj cuando Larsen hizo la segunda diana y vieron aún una hora por delante para aguantar a la mejor selección del continente. Estuvieron a punto de conseguirlo. A falta de cuatro minutos, un lanzamiento de esquina que se quedó corto por parte de Holanda acabó en un balón botando en el borde del área pequeña que Rijkaard convirtió por debajo de Schmeichel. En las caras de Dinamarca, pura desolación.

Aun así, el combinado danés aguantó la prórroga. Sin la obligación de conseguir un triunfo para estar en la final, Dinamarca aceptó el duelo a muerte de los penaltis ante un equipo exigido, que debía demostrar que su hegemonía continental seguía vigente. Bajo los palos, dos colosos como Schmeichel y Van Breukelen en un duelo particular eterno. En el segundo penalti de Holanda, después de los aciertos de Koeman y Larsen, definitivamente héroe, Van Basten corrió con elegancia hacia la pelota y dejó el cuerpo hacia la izquierda. La cadera envió el balón a la derecha, la izquierda del portero, y por ahí volaba Schmeichel en escorzo para despejar el balón. Povlsen no falló después. 2-1 para Dinamarca, tres penaltis por delante.

Como no le iba nada bien lo que veía, Van Breukelen tiró de psicología. En cada lanzamiento de penalti, mientras el danés de turno caminaba desde el centro del campo hacia los once metros, el meta holandés esperaba junto al balón e increpaba a los lanzadores. Cuarenta metros más allá, un jugador danés acumulaba poco a poco rabia en su interior. Christofte estaba enfadado por la actitud del meta tulipán, con el que tenía una cita en el último penalti de la tanda. Bergkamp, Rijkaard y Witschge no fallaron para los holandeses, y Elstrup y Vilfort también hicieron diana, pese al acoso de Van Breukelen. En el último penalti, mientras Christofte caminaba, el holandés ya esperaba ante el balón. El danés ni levantó la cabeza. De hecho, ni cogió carrerilla. Plantó el balón y dio un paso atrás para patear de zurda. “Qué hace”, pensaron los daneses. Uno fue más allá. “Va a fallar”, dijo Brian Laudrup a sus compañeros. Cuando el árbitro español pitó, Van Breukelen fue a su izquierda y el balón, suave, fue al otro lado. Holanda se fue a casa. Dinamarca, a la final.

Allí, el campeón del Mundo. Las imágenes previas dan dos testimonios diferentes de una misma realidad. En el hotel danés, los periodistas participaban como uno más en los juegos que ocupaban el tiempo de los jugadores de Nielsen. Bromas y más bromas. En el otro lado del campo, los alemanes seguían desde detrás de las vallas la preparación de los suyos, encerrados a cal y canto con la idea de refrendar con una Eurocopa su victoria en el Mundial de Italia 90. Entre la alegría y la sobriedad, triunfó la sonrisa. Jensen, a los veinte minutos, corrió con el dedo levantado después de reventar la escuadra de Illgner antes de que seis compañeros le cayeran encima para abrazarle. Una hora después, con Dinamarca a punto de cumplir un sueño, Christensen cabeceó un balón tras un despeje alemán y el esférico, entre tres destinatarios posibles, eligió a Vilfort. El danés, entre dos defensas alemanes, se acercó al balcón del área y se abrió hueco con un recorte hacia la izquierda para chutar de zurda. El balón evitó la manopla de Illgner al palo corto, golpeó en la madera y entró.

Diez minutos después, Povlsen rompió a llorar mientras veinte jugadores con la cara colorada por el sol y la marca de los calcetines bajo las medias levantaban el título de campeones de Europa ante el asombro de todos.

Quizá no de todos. A un lado, Richard Moller Nielsen esperaba el momento oportuno para recordar a sus futbolistas que llevaba razón. Entre todos habían hecho posible las vacaciones doradas de Dinamarca.

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