La literatura es un gran vicio del que cada uno disfruta como puede. Antes de comenzar una buena lectura, de coger un libro apetecible entre las manos y abrir su tapa, o darle al botón de encendido, si es electrónico, hay una serie de rituales que varían mucho de lector a lector: llevarnos un libro tras acariciar el lomo atraídos por un apellido, un color, una frase de la sinopsis o la foto bien elegida de la portada; oler la corriente que generan sus páginas al pasar los dedos por todas ellas o, simplemente, seguir la sugerencia de alguien con un criterio que admiramos y que hace de su propuesta nuestro próximo objetivo.

Pero, además de la liturgia personal, cada uno de nosotros se enfrenta a ese placer de manera distinta. Existen los lectores ocasionales como antítesis de los compulsivos; quienes abandonan el libro si sus primeras frases no le enganchan; aquellos que se comprometen con él hasta el final, aunque no les acabe de gustar su contenido; los apasionados que no pueden leer uno solo, y lo combinan con varios, buscando una compañía complementaria; quienes los acumulan en una suerte de torre que empieza a convertirse, poco a poco, en una terrible tortura, en una deuda que carga sus espaldas y que muestra de su incapacidad para relajarse y dejarse llevar por las historias;  quienes van con ellos a todas partes, aprovechando cualquier instante para avanzar páginas, o las subraya de colores, pinta y guarda objetos entre ellas para recordar, pasado el tiempo, quién era cuando leyó aquel título.

Vladimir Nabocov

Pero todo esto no nos convierte por sí solo en lectores. No al menos para Vladimir Nabokov, para quien “un buen lector, un lector de primera, un lector activo y creador (…) es un relector”. Así lo afirma el escritor de origen ruso en su Curso de Literatura Europea, una publicación deliciosa que reúne las clases que ofreció en los años 40 a alumnos del Wellesley College y la Universidad de Cornell, en Estados Unidos, en las que busca las costuras ocultas de siete obras maestras: Mansfield Park de Jane Austen, Casa desolada de Charles Dickens, Madame Bovary de Gustave Flaubert, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson, Por el camino de Swann de Marcel Proust, La metamorfosis de Franz Kafka y Ulises de James Joyce. Para el autor de Lolita, el lector “debe fijarse en los detalles, acariciarlos”,  por lo que una primera lectura se muestra insuficiente para apreciar una gran obra.

Cuando leemos un libro por primera vez -asegura-, la operación de mover laboriosamente los ojos de izquierda a derecha, línea tras línea, página tras página, actividad que supone un complicado trabajo físico con el libro, el proceso mismo de averiguar en el espacio y en el tiempo de qué trata, todo esto se interpone entre nosotros y la apreciación artística. Cuando miramos un cuadro, no movemos los ojos de manera especial; ni siquiera cuando, como en el caso del libro, el cuadro contiene ciertos elementos de profundidad y desarrollo. El factor tiempo no interviene realmente en un primer contacto con el cuadro. Al leer un libro, en cambio, necesitamos tiempo para familiarizarnos con él. No poseemos ningún órgano físico (como los ojos respecto a la pintura) que abarque el conjunto entero y pueda apreciar luego los detalles. Pero en una segunda, o tercera, o cuarta lectura, nos comportamos con respecto al libro, en cierto modo, de la misma manera que ante un cuadro. Sin embargo, no debemos confundir el ojo físico, esa prodigiosa obra maestra de la evolución, con la mente, consecución más prodigiosa aún. Un libro, sea el que sea —ya se trate de una obra literaria o de una obra científica (la línea divisoria entre una y otra no es tan clara como generalmente se cree)—, un libro, digo, atrae en primer lugar a la mente. La mente, el cerebro, el coronamiento del espinazo, es, o debe ser, el único instrumento que debemos utilizar al enfrentarnos con un libro”.

El escritor también nos avisa de que “la obra de arte es, invariablemente, la creación de un mundo nuevo, de manera que la primera tarea consiste en estudiar ese mundo nuevo con la mayor atención, abordándolo como algo absolutamente desconocido, sin conexión evidente con los mundos que ya conocemos. Una vez estudiado con atención este mundo nuevo, entonces y sólo entonces estaremos en condiciones de examinar sus relaciones con otros mundos, con otras ramas del saber”.

Las palabras de Nabokov se muestran aquí como una auténtica carta de navegación, una fórmula que mezcla cercanía y distancia frente al texto, el equilibrio justo que permite apreciar más detalles en cada obra que comenzamos, profundizar en los personajes, vivir en los espacios que habitan… Leer es siempre una aventura incierta, pero sus consejos ayudan a disfrutar de los pequeños hallazgos, incluso en aquellos libros que se revelan peores de lo que prometían. Al fin y al cabo, todo lo que aprendemos suma.

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