Historia del ojo y otras batallas: La crisis de la leche

Bioperiodismo narrativo

Bruselas, 26/11/2012

– ¿Qué tal está? Preguntó a la joven de al lado arqueando interrogativamente las cejas para señalar el libro dejado sobre la mesa.

La joven sopló levemente para ganar tiempo de reacción a la pregunta inesperada del desconocido:

–  …Habla demasiado de esgrima…todo el rato, es un poco aburrido, la verdad.

–  …ah solo tres semanas, y ¿qué te parece la ciudad?

–  Ah, periodismo…

–  Ah, ¿en Santander?, sí, allí estuve en la Menéndez Pelayo…, hace mucho…

–  Lo mejor es escuchar la televisión en francés

–  … seguir clases nocturnas, así además podrás conocer a gente

–  Entonces esa organización ¿es como un lobby?

–  Sí, por aquí cerca

–  Yo también vengo muy a menudo

Era una de las raras veces que hablaba con extrañas. -Adiós.

Al verla alejarse, vio por la ventana una banderita ondeando sobre una marea de cascos blancos de guerreros que montaban la guardia en la gran explanada, inmóviles y sordomudos, apiñados como espartanos formando la tortuga. Apenas se había dado cuenta de cómo habían llegado allí, primero a causa de la joven, y luego enfrascado como quedó en la lectura del periódico: Batacazo soberanista. La banderita negra y amarilla se recortaba contra el enorme muro de vidrio que refulgía con el último rayo de la tarde,  sobre el techo de una máquina de grandes ruedas. Era la avanzadilla de las huestes  indignadas e iracundas que habían ido ocupando la plaza  de Luxemburgo desde el mediodía.

-Hay más periodistas que manifestantes, había dicho a Catherine dos horas antes, cuando le  pagaba la comida en aquel snack de moda junto al Parlamento.

Pero ahora, los números parecían equilibrarse. Manifestantes, policías y fotógrafos llenaban la plaza a partes iguales. Era allí donde los estudiantes tomaban los bocadillos de jamón york y queso en los días soleados y donde los eurofuncionarios más jóvenes se daban cita los jueves por la tarde, convirtiendo las aceras adyacentes en un ágora agitado y festivo, en una babel sometida al imperio del inglés global. La plaza era ahora una kermesse de banderas multicolores, petardos ensordecedores, bebedores de cerveza, sindicalistas agrupados por colores, los cristianos verdes, los socialistas rojos, los eslovenos tal vez blancos. Las faces de los participantes parecían distendidas, contentos sin duda del éxito mediático de la acción del día, que había colapsado por completo la capital de Europa. Ni entrar ni salir del centro. Un cortejo de cientos de tractores bloqueaban las principales arterias, desde la rue de la Loi, al rond point Schumman. Los telediarios abrirían con esa noticia, todos los agricultores europeos gritaban su descontento, y solo era el comienzo. Si no se les escuchaba, volverían a la carga otro día, pero no para contentarse con lanzar leche a la fachada del Parlamento, no,  sino que penetrarían a sacco en el sancta sanctorum del poder político, habían amenazado.

Andrés vio que en un lateral de la plaza se había levantado una gigantesca columna de fuego salomónico que se contorsionaba al son de una confusa música sindical de fondo. Hizo unas fotos con el móvil desde su mesa, -quizás me sirvan para mi artículo, pensó, cogió su maletín y su bandeja y se dirigió a las papeleras de reciclado para tirar el plato de cartón y los cubiertos.

-¡Adiós Catherine!

Cuando salía a la calle, la espesa humareda negra que provenía de la hoguera le obligó a girar la cara, los neumáticos ardían en una pira de aspecto salvaje que ascendía decenas de metros de altura y el calor que desprendía era perceptible a flor de piel. Una joven sonriente le cortó el paso en la acera.

– ¡Hola señor!

El saludo calcaba el bonjour monsieur! formal y respetuoso de los franceses –¿No se acuerda de mí? preguntó divertida.

El profesor, en un segundo inexplicable para la razón, contestó sin pensarlo dos veces.

– ¡Claro, tú eres Astrid!  exclamó con toda naturalidad (pero cómo demonios puedes acordarte de eso, pensó para sí mismo, si hace cinco o tal vez diez años que terminó la carrera…una estudiante normal, anónima como tantas otras, …y con los problemas de memoria que tienes últimamente! Es increíble).

– Pero es increíble!, dijo la chica halagada, ¡qué memoria portentosa!

– Veo que tu vocabulario ha mejorado mucho. Te felicito.

– …en La Laguna, un máster

– Sí para el Sindicato europeo

– Sí, por aquí cerca

– ¿Y no ha visto cuando con las mangueras han lanzado la leche sobre la fachada del Parlamento?

– …más periodistas que manifestantes, dijo él, pero ya notaba que la garganta le fallaba, los sonidos se calcinaban a medio camino. El humo venía tozudamente hacia donde ellos se encontraban, azotándolos en oleadas, penetrando en ojos y bocas.

– También me ha encantado verte. Voy en busca de oxígeno !Adiós Astrid!

Andrés se puso en marcha, mirando hipnotizado el baile de las llamas, pensó en Falla disfrazado de Savonarola, en los dibujos del día de Pentecostés de la enciclopedia Alvarez, pensó en sus estudiantes, que ignoraban todo de la Biblia, formó un campo semántico con fuego, llama, pira, hoguera, ígneo y fogoso. La circularidad de sus propios pensamientos le fascinaba. Dejándose arrastrar por el azar, había llegado por fin a una zona de la plaza donde el humo negro no podía atacarle y allí desenvainó de nuevo su móvil para hacer unas tomas de vídeo esta vez. Un barrido de 90 grados, ni muy lento ni muy rápido, con un pulso firme a sabiendas de que la poca calidad del equipo daría una imagen temblorosa, como los bombardeos de la población civil en Oriente Medio, o las cargas policiales contra pacifistas en cualquier parte del mundo. Cinéma verité. No más de siete segundos seguidos, según su norma, porque la gente zapea enseguida. Allí estaba como Cappa en el frente, en el sindical, entre el pueblo, comprensivo con sus reivindicaciones aunque le costaran un par de horas más de trayecto para volver a casa, en las barricadas, aunque no estuvieran hechas con caballos despanzurrados. El ojo objetivo, la imagen sin tratar.

Y, de pronto, la bala.

II

Un dolor agudo, como un alfiler, como una dentellada viperina sacudió su cerebro y le devolvió a la realidad. Andrés se llevó instintivamente la mano al ojo izquierdo, tratando de impedir la llegada de esa nubecilla negra que había visto acercarse coleteando como un alien, pero era demasiado tarde, el animal había inoculado ya todo su veneno. Un chispazo en el ojo, como un soldador sorprendido por la escoria.  El dolor no se aliviaba sino que al contrario aumentaba de manera inhumana. Comprendió que un golpe de viento desgraciado había traído un trozo de caucho ardiendo por el aire y se había pegado a su ojo. Tenía la impresión de que éste se estaba fundiendo. Se frotaba, como queriendo quitarse un velo abrasador, un tizón clavado en la retina. Comenzó a correr desesperado, maldiciendo su suerte. ¿Por qué en la inmensidad de aquella explanada, esa partícula candente le había escogido a él? No podía pensar sino en su ceguera, mientras buscaba un bar donde poder entrar  para inundarse de agua, para beber por los ojos, hasta saciarse por completo.

– Agua, agua, necesito agua, pensaba en su ciega carrera a la  vez que se abría paso entre los grupos de manifestantes que seguían arremolinados en pequeños grupos. Se precipitó en el Pullman, un bistró y restaurante que conocía bien, corrió hasta el fondo del local, pero tuvo que darse media vuelta de inmediato. Dónde habían puesto el servicio? ¿Por qué no estaba en su sitio? Andrés volvió corriendo a la barra, donde unos manifestantes extranjeros discutían de la jornada.- Où est la toilette? gritó tapándose el ojo con la mano, como no queriendo alarmar a la concurrencia. La energía de la pregunta pareció no sorprender demasiado a los clientes, que indicaron con un gesto eficaz que el aseo se encontraba a la izquierda, subiendo dos escalones y no al fondo en el subsuelo como él pensaba. Tal vez no estaba en el Pullman, pero no era el momento de hacerse preguntas. Había perdido un tiempo precioso. En esos pocos segundos la quemadura producida por el ascua ardiendo se estaba extendiendo en el globo ocular como el fuego de un pergamino, devorando córnea y pupila. Y seguramente también el párpado había sido tocado. Se veía desfigurado para siempre. Pensó en su colega, que cortando madera un buen día en su jardín con el hacha recibió el golpe mortal de un clavo en el ojo. Andrés se precipitó hacia los lavabos. Estaba aterrorizado con la idea de abrir el ojo malherido y no ver nada. Transpiraba un olor a cebolla ahumada, la ropa le olía a humo negro, maldecía a los huelguistas y pensaba lo que podrían hacer los abogados con su caso. – Agua, agua, necesito agua. Por fin se abocó en el lavabo de los servicios y abrió el grifo. Hubiera querido incendiar en ese momento el infierno. Ni una gota. El grifo bailaba entre sus manos, desenroscado por el tiempo y la desidia. Ni siquiera miró de reojo el espejo que tenía delante por miedo a descubrirse sin pestañas, sin párpado o, lo que es peor, tuerto.

Por suerte un segundo lavabo en el servicio de señoras parecía funcionar. Giró el pomo de manera agitada y el manantial brotó generosamente. El agua formó una pileta en la cuenca de su mano y allí sumergió el ojo. Pensó en los quince mil litros de leche vertidos contra el Parlamento. Instantáneamente, sintió una punzadas de cristales, como diamantes que se frotaban entre sí, recordando el dolor del grano de arena que se aloja bajo el párpado en ocasiones, pero multiplicado por diez. – El dolor, no se pasa, pensaba en su aflicción, abriendo y cerrando el párpado para bombear el agua hacia adentro. Malditos manifestantes, él estaba dispuesto a perder dos horas de su tiempo por sus reivindicaciones y hacer un artículo con fotos, pero no a perder un ojo. Nada valía un precio tan alto.

“¿Vous êtes blessé?”, oyo decir detrás de él. Era una voz atenta, y sintió una mano ligera que se apoyaba en su hombro con delicadeza.

(Continuará)

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