Me gustaba jugar al escondite contigo cuando las tardes caían y la luna se atisbaba entre un horizonte de colores naranja. La luz empezaba a desaparecer entre los muebles ocres del estudio y ya no era tan fácil descubrir el destello de tu pelo cobrizo en alguno de los rincones. Todo comenzó el día que me di cuenta de que te gustaba sentirte perdida y que yo te encontrara, y que repetir ese acto te daba la seguridad de las barajas impares y los objetos imperfectos. Y después reías y reías, y me hacías el amor como si no me conocieras, como si mis ojos nunca hubieran sido mis ojos y fuera la primera vez que desabrochabas mi camisa. Las sabanas se acostumbraban al roce de tus pechos desnudos, y te sentías en calma. Todo recordaba al sabor del batido de vainilla que tomaba en aquella teteria cuando te conocí con uno de tus vestidos perfectos y tu pinta de frágil, tan femenina, y esos tacones que más tarde siempre pedía que te dejaras puestos aunque ninguna otra prenda se sostuviera ya en tu cuerpo.
Pero, una tarde como otra cualquiera, volví a contar hasta 20. Volví a buscarte tras la cama, en la bañera, detrás de la tele, entre cortinas de rayas… y salí corriendo en tu busca porque vi la puerta entornada y, a veces, habías jugado al despiste escondiéndote en el ascensor. Pero si hubieras estado allí esa noche nada de esto tendría sentido, y quizá nunca hubiera intuido que me gustaba jugar al escondite contigo cuando la tarde empezaba a caer.
*Las fotos que acompañan el texto son del fotógrafo Richard Avedon