Antonio Gala: el ardor de las palabras y el frío de la vida

Creo recordar que Antonio Gala ya salía con bastón (leo que comenzó a utilizarlo en 1973 después de la perforación de una úlcera de duodeno) y el pelo muy engominado por la tele en blanco y negro antes de que yo hubiera terminado el bachillerato. Tenía, ya entonces, un verbo muy florido, algo untuoso y respuestas muy elocuentes para casi todas las cosas de la vida. Por entonces ya ejercía de andaluz de corazón profundo aunque hubiera nacido en Brazatortas y había sido muchos otros hasta llegar a ser él mismo en el momento social adecuado: un niño prodigio, licenciado tres carreras, opositor a notarías y hasta Cartujo en Jerez lo que, aunque aducía que lo expulsaron, creo que siempre le dio esa seguridad moral que procura el haber frecuentado de cerca los tejemanejes celestiales y haber conseguido relativizarlos con una cultura considerable hasta poder permitirse justificar el vivir a su manera, lo que no era fácil en aquel entonces. Eran tiempos de apertura y tenía un talento literario evidente que tocaba muchos palos además de una gran capacidad de comunicación mediática amplificada por un carácter y una apariencia sumamente pintureros, como de torero muy fino.

Nada más llegar a Madrid en el 75, no sé si antes o después de morir Franco, tuve la fortuna de asistir como a un acto iniciático, en el Teatro Reina Victoria, a una representación de ¿Por qué corres Ulises?, una obra que tuvo gran éxito, sobre todo porque el erotismo y los pechos de Victoria Vera se convirtieron en el presagio de un horizonte de libertad que era ampliamente deseado por amplias capas de la población. Para entonces Gala ya había estrenado nueve obras de teatro con cada vez mayor éxito (sobre todo “Anillos para una dama“) y creo que ya escribía en El Pais donde, durante muchos años, leí sus artículos con bastante agrado porque a veces encontraba párrafos que me parecían muy bien escritos. Tuvo su momento de gloria en el Referendum de la OTAN de 1986 (después de haber formado parte de la Sociedad de amistad España-URSS por esos años) donde su opción perdió pero a él le permitió situarse en ese espacio de cómoda superioridad moral “progresista” desde la que tronó durante algunos años con mayor o menor estruendo y acierto (“La tronera” se llamaba su sección ya en el diario El mundo de Pedro J) contra todo lo divino y lo humano. En 1990 con El manuscrito carmesí que ganó el Premio Planeta y luego en 1993 con La pasión turca, que fue llevada al cine por Vicente Aranda, inició una exitosa carrera de novelista un poco orientada a un publico proclive a las intensidades sentimentales y a los amores imposibles. También escribió poesía y sus “Poemas de amor” fueron muy vendidos.

Me paso la tarde picoteando sus memorias (“Ahora hablaré de mí”), leyendo algunas de sus “Charlas con Troilo” o alguno de sus “Poemas de amor” y viendo algunas entrevistas con el Loco de la Colina, donde creo que se revela muy bien el personaje y su evolución a través de los años. La seguridad en sus juicios y su elocuente pasión por la vida y el amor (casi con mayúsculas) cuando era más joven, también su decepción y maledicencia con casi todo cuando ya era muy mayor y estaba enfermo de cáncer. Pero siempre sin perder esas maneras de predicador, de situarse un poco por encima, como si creyera conocerlo todo y sin embargo ignorara todas su contradicciones a través del tiempo o quizá que es peligroso emborracharse de palabras y confundir la propia biografía con la edad del mundo que siempre está comenzando de nuevo. Aunque a un escritor hay que juzgarlo sobre todo por sus textos y estoy seguro que tendrá algunos magníficos que probablemente representen mejor su sensibilidad y talento literario que los que lo han hecho más famoso.

Antonio Gala que ha formado parte del paisaje del país y también de mi vida.

“Mis lectores y yo” (Fragmento de “Ahora hablaré de mí”, 2000)

Cuántas veces me habrán preguntado por qué escribo. Sería más fácil decir por qué no escribo. No escribo para que me quieran, como dicen algunos compañeros mártires. No escribo como procedimiento de ser conocido o famoso o de despertar admiraciones. No escribo ni siquiera para que mi experiencia le sirva a alguien, porque no me sirve ni a mí. No escribo, en último término, ni para ser leído, cosa que puede no suceder con más frecuencia de la que se cree y a más gente de la que nos imaginamos. Creo que escribo porque lo necesito para sentirme vivo. Si se me impidiese hacerlo, moriría: de alguna forma no previsible, pero moriría. A mí no se me ha dado otra opción. No es una vocación para mí, sino un destino. Y debo cumplirlo con un rotulador en la mano: porque, para más inri, escribo todo a mano: mi salto tecnológico más grande ha sido pasar de la pluma estilográfica al rotulador, y me ha dejado exhausto y con una cierta sensación de adulterio. Por eso agradezco enormemente a mis lectores, a quienes no tengo presentes mientras escribo, que me lean y que mantengan cierta fidelidad personal y cierta tendencia a relacionarse con el autor al que han leído. Si mis primeros colaboradores son la soledad y el silencio, los últimos en el tiempo son precisamente los lectores: ellos son quienes concluyen en definitiva el libro.

Para mí escribir es vivir: mi forma intransferible de hacerlo. Comprendo que vivir, en realidad, es meterse hasta los dientes en la vida, en su fruición y en su vehemencia. Ser testigo y declarar, para los que no han sido predestinados a ello, es perder una parte de la vida. Yo sé que cuando vivo como un hombre común, que ama y desama y presencia injusticias y goza y está triste, no lo vivo para contarlo sino que lo cuento para vivirlo más, con mayor intensidad, y para recrearlo de nuevo. El acto de la creación lleva en sí su propia dicha y su propia desdicha, la compañía y la soledad. Lo que sobrevenga luego, sea éxito o fracaso, no afecta esencialmente al creador, ni aminora la soledad sentida ni le presta la compañía sustancial interior que todo ser humano, cada uno de una forma personal, necesita.

Por descontado, no es lo mismo escribir una comedia, en que los personajes hablan como tales y no son sosias de quien la piensa y la traduce; en que son precisos los intérpretes que den su versión, es decir, que la digan con su lengua después de haberse pasado el texto por la cabeza y por el corazón. No es lo mismo, digo, escribir una comedia que una novela, en la que el relato tiene su propio ritmo y su exigencia, y en la que el escritor obedece a una voluntad superior, ejercida por el tema, que marca la forma y rige el vocabulario y los párrafos y los capítulos y el fin. Ni es igual escribir un poema, que en general nos es dado, como una dádiva generosa a veces, impuesta en ocasiones, dictada en otras cuando el creador hace de amanuense, aunque pueda luego volver sobre los versos y corregir en frío. No es igual escribir un artículo, trate de lo que trate: en mi caso, trata mucho de mí, porque acaso soy la persona de la que más sé, aunque no sepa demasiado, y que tengo más cerca; o trata de hechos comunes, a través de una visión individual contados o enjuiciados.

Quizá al no habérseme dado otra opción que la de escribir, la vida, en cuyas manos aspiro a ser un rotulador dócil, me ha regalado la posibilidad de encontrarme cómodo ante cualquier género literario. Siempre que la obedezca. Si me rebelo, si busco imponer mi opinión sobre aquello que debo escribir y cómo, la vida me retira sus poderes y suelo hacer un churro. En la vieja polémica entre lo dionisíaco y lo apolíneo, lo curvo o lo recto, lo mágico o lo reflexivo, el rito o la razón, cada vez doy más crédito a lo que indebidamente ha sido considerado nuestra mitad inferior. Lo animal no se equivoca casi nunca; lo instintivo acierta casi siempre. Mientras lo preternatural, la razón decidiendo en total lucidez y en plena vigilia, yerra a menudo. Al menos, en mi caso. Yo me entrego cada vez más al abandono que supone esperar que llegue la luz, la orden, la sugerencia. Ahí reside para mí la garantía de acierto y la mejor conexión con mis lectores. No tengo otra manera de expresar esa inmediatividad que compruebo que existe entre ellos y yo, esa comunidad de sangre, ese recado que va, como el eslogan de un refresco, del naranjal a los labios.”

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