¡Gaaala! (tea)

Antonio Gala no sólo era el novelista y poeta (dramaturgo también, pero menos exitoso) que aparecía en una canción de Joaquín Sabina como el paradigma del escritor para señoras, sino que además era todo un personaje mediático, el hombre que en España necesitábamos para creer que la verdadera poesía seguía existiendo y no sólo en personajes dudosos pero brillantes como Ángel González o Claudio Rodríguez. Gala, con ese apellido tan daliniano, nos exoneraba de leer cosas difíciles, tanto en prosa como en verso (no te fuese a dar por abrir Herrumbrosas lanzas de Juan Benet, tan poco eróticas, tan poco populares….) Reconoced, todos, que nos ocurría un poco eso: escuchabas una elocuente y florida entrevista a Gala en su chalé de no-sé-dónde y ya habías cumplido con tu deber literario de ese mes. Era, pues, Antonio Gala, como nuestra ITV cultural, que pasábamos mal que bien cada año. Eso no quita, ni mucho menos, para que Gala no poseyese un verdadero y coruscante talento. Sacó adelante varias carreras como quién mea, como dice Ramón González Correales, y frente a un micrófono es cierto que era el hombre del bastón más encantador y elocuente de la piel de toro. Para colmo, solía ser de izquierdas, y los chavales a los que seducía estaban encantados de tan solícito y gran mentor. Transmitía, Antonio Gala, auténtica pasión por lo que hacía, y eso era algo que la España de charanga y pandereta necesitaba más que comer, como necesitábamos el golferío de Javier Krahe y Joaquín Sabina. Gala era el Giocondo de Pacumbral en persona, pese a ser la antifigura literaria de Pacumbral, el cronista rudo y borde. La verdad es que somos de los que no hay, los españoles: Alemania adorando a Gunter Grass, Inglaterra al recién fallecido Martín Amis, Francia a nihilistas como Michel Houllebecq y nosotros yendo a cortar las flores de invernadero de Antonio Gala. Y eso que Gala era muy poquito español, no era como Juan García Hortelano o Juan Marsé. Él viajaba a oasis de pasión, como La pasión turca, porque los bárbaros aman mejor que nosotros, los bárbaros violan a Ana Belén con violencia, pero también con el ardor de Sandokán y de las Mil y Una Noches…

Yo tengo La pasión turca en mi casa, pero en versión amputada. Me la regalaron mis primeros alumnos de Segundo de Bachillerato en la pública, allí por Alcalá de Henares, y es una versión satánica y cachonda. Los tíos dedicaron una o dos tardes a señalar en fosforito las letras clave para que en acróstico la cosa de Gala fuese la novela más guarra del mundo, y lo cierto es que acertaban. ¿De qué trataba La pasión turca sino de sexo alternativo al del pobre e inepto marido de la protagonista? Lo que ocurre es que además mis chavales horadaron el ejemplar para que sirviese para esconder petacas de guiski, de manera que ya no lo puedo leer ni aunque quisiera… Sin embargo, debo decir que durante años sí que leí todos los artículos de nuestro querido Antonio a sus perros, fuesen Tobías, Troylo (por Shakespeare, ya se sabe), o Scooby-doo. En la endecha acerca de la muerte de uno de ellos hasta lloré, en un camping nudista de Perpignan, como un tonto. Pero Gala no era filo-galo, sino filo-árabe, como Paul Bowles o Juan Goytisolo, y por parecidos motivos sexuales (hay quién dice que Michel Foucault más, pero no me lo creo mucho). Resulta muy significativa esta huida de nuestros escritores posfranquistas a enclaves fuera de España donde fuera posible la sensualidad, fuera violenta o tierna, voluntaria o de pago. ¿No fue Jaime Gil de Biedma, también, el Cónsul de Sodoma? Se dio, creo, por parte de todos ellos una cierta voluntad de ser Galatea, buscando fuera de la patria cainita su hosco Pigmalión. Antonio Gala recibió mil premios, aunque sólo fuera por lo mucho que vendía. Lo mismo hasta un día de estos leo una novela suya, si me siento abandonada y triste. Entre tanto, le deseo una eternidad meliflua, la contraria a la que soñaban los vikingos. O como versificaba el gran Juan Ramón Jiménez…

¿Porqué morir ha de ser
lo que decimos morir,
y vivir sólo vivir,
lo que callamos vivir?
¿Porqué el morir verdadero
(lo que callamos morir)
no ha de ser dulce y suave
como el vivir verdadero
(lo que decimos vivir?)

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