La chica  de la melena azul se deslizaba un poco nerviosa por la cinta mecánica. De vez en cuando trotaba un rato y se inquietaba cuando tenía que pararse porque un par de adolescentes, que hablaban en paralelo con risotadas, o un ejecutivo con dos maletas le impedían el paso por un momento, antes de que ella les tocara el hombro y sonriera, sugiriendo que la dejaran pasar. Por fin alcanzó las puertas de la terminal del aeropuerto. Siguió andando deprisa entre las tiendas y las cafeterías, entre el bullicio y la soledad de los zumos de naranja y los relojes caros, hasta una de las pantallas que informaban de las llegadas de los vuelos. 17: 30  Londres: había llegado a tiempo por un pelo. Los aviones reposaban como pájaros dormidos tras el inmenso cristal que tenía enfrente. Pensó que  un aeropuerto siempre había sido para ella una alegría de libertad y recordó lo que había disfrutado leyendo sola y mirando a la gente mientras esperaba vuelos y sorpresas. Se acercó a una tienda de informática que había al lado y se entretuvo mirando el escaparate. Se volvió nerviosa hacia la pantalla. Una cascada de palabras se deslizó por ella con naturalidad,  hacia abajo: en tierra, en tierra, en tierra, en tierra. Allí estaba él como cada mes desde que lo conoció en Portobello y le regaló los pendientes que ahora se acariciaba con una sonrisa de felicidad y los ojos cerrados.

Se había hecho tarde y no había preparado la cena. Los chicos jugaban al “pro” (ese maldito juego de fútbol)  en el salón, dando voces cuando metían un gol. Su marido no había llegado todavía. Encendió un cigarro y comenzó a hacer un sofrito. El olor del ajo y la cebolla chisporroteando en el aceite se extendió benignamente por toda la casa. El cocker dorado entró en la cocina moviendo la cola y dando ladridos. Ella recordó que no lo habían sacado  todavía y ya era muy tarde, siempre pasaba lo mismo. ¡Hay que sacar al perro!, gritó. Los chicos seguían voceando pero por sus goles, sin hacer ningún caso. Volvió a gritar un par de veces y a la tercera irrumpió en el salón haciendo aspavientos, realmente enfadada. Solo entonces uno de ellos se levantó de mala gana y se dirigió a la entrada donde estaba colgada la correa. Ella siguió con el sofrito mientras escuchaba el ruido del ascensor que acabó por desvanecerse con un golpe seco. Hizo una ensalada, picó patatas y batió unos huevos. Sacó de la nevera el fiambre. Puso la mesa. Sonó el timbre. Tuvo que salir a abrir porque el otro chico no dejaba la consola. Oyó al perro arañando la puerta con las uñas (¡hay que ver como la tiene!) y a su marido y a su hijo riendo a carcajadas. Se secó las manos en el mandil y giró el picaporte. Allí estaban los tres, siempre dejando las cosas para el final y ella, siempre tocándole hacer la cena.

La chica de la melena azul no hacía más que dar vueltas. Tenía el cuello largo como un vaso de leche, tatuado en un lado con una catarata de pequeñas estrellas asimétricas. Se tocaba cada vez más a menudo el topacio de los pendientes  y comenzó a pensar que algo pasaba. El vuelo de Londres parpadeaba y era el único  que no tenía la linea completa. En el lado derecho, arriba y abajo todos estaban “en tierra”, resaltados en color rojo. Pero el vuelo 3724 procedente de Heathrow que tenía que haber llegado hacía una hora tenía un hueco, como el vacío que se iba agrandando en su vientre. Oyó un sollozo un poco apagado. Vio gente se iba arremolinando en uno de los mostradores y ya comenzó a escuchar los primeros gritos. Notó como las lágrimas se deslizaban por su mejillas. Algunas se desviaron por su cuello, atravesaron las estrellas de su tatuaje y terminaron trémulas en la punta de aquel pendiente que él le había regalado hacia seis meses en Portobello.

La cena se estaba quedando fría y ella encendió el cuarto cigarro. Cada vez cenaban más tarde y a estas horas, estaba rendida. Fue al frigorífico y cogió un bote de cerveza. Metió el dedo en la anilla y  escuchó ese sonido chispeante que siempre la había relajado un poco. Estaba bebiendo el primer sorbo cuando sonó el timbre. El chico seguía enfrascado en la consola y tuvo que salir a abrir la puerta. Echó algo de menos pero no lo supo hasta que tuvo delante a los dos policías y a su marido que estaba llorando y le hablaba de un atropello mientras la abrazaba. No había oído al perro arañar la puerta. Estaba allí tendido, junto al felpudo con los ojos muy fijos y sus largas orejas doradas acariciando el suelo.

La mañana de invierno era fresca y transparente como un limón de cristal. Bajó la rampa de urgencias,  compró el periódico en el quiosco de al lado, penetró en el olor dulce de la churrería. Le gusto ver a la abuela partiendo las roscas y al resto de la familia afanándose por atender con presteza a los clientes que pedían cafés o chocolates con un número variable de churros.  Se sentó en su mesa del rincón preferido y dio un sorbo al café con leche mientras hojeaba el periódico y oía los ecos lejanos del televisor.  Pensó que en un bar como aquel siempre estaría a salvo de las cosas malas. Miró a través de la luna a un grupo de madres llevando a los niños al colegio, a parejas de ancianos que caminaban despacio hacia el centro de salud cercano, a una mujer en bata que barría dulcemente la puerta de su casa. Descubrió a un gato gris tomando el sol en el tejado de una casa del “barrio de la hormiga” y a una embarazada que paseaba sonriendo, abrazando dos barras de pan. Todo seguía en su sitio y el asfalto por el que avanzaba aparentaba ser tan sólido como siempre. Pero algo que le contaron anoche le hizo recordar que siempre caminaría sobre un puente colgante amenazado por el viento y con muchos tableros agrietados. Decidió olvidarlo y refugiarse en la intensidad de la mañana que se deslizaba lentamente sobre todo lo que todavía era posible y lo estaba esperando allí, al final de la punta de sus dedos.

* Fotos de Hugo González Granda

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