Paco Nieva: vivir de punta y con viento.

Puede que la coincidencia de la muerte de Francisco Morales Nieva (Valdepeñas, 1927-Madrid 2016) con la desaparición de Leonard Cohen, le vaya a restar presencia informativa, en estos días de penitencia americana. Pero ese, en parte, ha sido algún designio vital de mestizaje y claroscuro, que ha desplazado a nuestro autor valdepeñero a un intermedio teatral o un mutis; intermedio teatral recorrido entre el alcarreño Buero Vallejo y el no menos furioso melillense Fernando Arrabal. Y recorrido, para más evidencia, ese intermedio entre posiciones vanguardistas desplegadas, prontamente, en revistas como Deucalión o Nueva Forma y por actitudes conservadoras prensadas en Las terceras de ABC, incluso de La Razón.

Y ello por hablar, en ese intermedio, de la faceta más conocida de Nieva como autor teatral arrebatado( La carroza de plomo candente, Viaje a Pantaélica o Pelo de tormenta)  pero que no debe hacernos olvidar una multiplicidad de intereses y de ocupaciones, que viajan desde la pintura como primer enclave formativo y fuente de interés, a la escenografía y la decoración; del periodismo incisivo y avanzado a su escritura teatral, para terminar en el memorialismo intenso que nos ofreció hace años, casi como un balance vital anticipado, en 2002, con ‘Las cosas como fueron’. De igual forma, que visto desde hoy, resulta revelador que hace exactamente cuarenta años, Nieva escribiera en el suplemento del vespertino Informaciones, Arte y letras, un premonitorio artículo Los movimientos de vanguardia en la posguerra, justamente un once de noviembre, tal día como hay pero de un ayer movido. Es decir, hace cuarenta años Nieva, antes de su memorialismo factual, ya daba cuenta de la centralidad de sus intereses vitales y de su trayecto intelectual: Movimiento, Vanguardia y Posguerra.

 

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En las referidas memorias de Pa­co Nieva, ‘Las cosas como fueron’  pieza que debe escrutarse desde la centralidad del recuerdo escrito y del olvido hablado, se abrían, como suele ocurrir en este género literario, no pocos in­terrogantes y se cerraban algunas hipóte­sis desplegadas en torno a la valora­ción crítica del autor de Valdepeñas. Interrogantes de muy diverso calado, porque no en balde con la visión es­crita del pasado, se sancionan mu­chas interpretaciones y se fija una vi­sión que se pretende definitiva. In­cluso el propio autor que revuelve en su pasado -con dificultad y con dolor según confesaba ese año, en las páginas de El País– y que trataba de ordenarlo desde el presente; ya establecía su diagnóstico y formulaba su propia síntesis en el horizonte de 2002. Que puede que sea similar al que podría haberse desplegado hasta ayer mismo.

Síntesis ya fijada de antemano, en la extensión otorgada a los tres libros que componen el trabajo y que vie­nen a formar, como en una trama te­atral de planteamiento, nudo y de­senlace, el varadero de las infancias soñadas y soñadoras, la melodía de la juventud formativa y las ondas apa­gadas de la madurez complacida. Hay en ese esbozo un peso enor­me del pasado o, si se quiere del plan­teamiento de la pieza teatral; pero no sólo del mundo de la infancia propia de Valdepeñas, Cazorla, Venta de Cárdenas o Venta Quemada sino, en un tour-de-force proustiano, en las vicisitudes precedentes de abuelos, tíos, padres y bisabuelos, algunos de ellos, obviamente desconocidos-pe­ro no por ellos faltos de atención. Porque en Nieva, todo el pasado condi­ciona y determina no sólo el presente, sino su obra misma y su ulterior desarrollo. Pero un pasado familiar de saga y casta, de cerrado y sacristía y no un pasado geográfico, como el cantado, sorprendentemente; en 1993 en su discurso del día de la Región.

 

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El pasado, ese pasado vasallo, como por­venir del presente. O, al menos, esa era su pretensión: leer su vida desde los resultados de sus obras y explicar sus obras como consecuencia de lo real­mente vivido y a menudo soñado. Como si se viviera de una determi­nada forma, para luego aprovechar esos retazos biográficos y componer con ellos un cuadro, un acto, una me­lodía o un poema. O como en Rimbaud, en quien todo lo que se vive, lo es para ser contado en un libro. En esa pretensión todas las catas de sus recuerdos eluden un presente terrizo, mulero y terco, y buscan su refugio en un, no tan lejano, siglo XIX mullido y elegante, melancólico y musical, tierno y sibarita. El silencio de sus memorias de niño de la guerra de esos años de plomo, sangre y miedo, contrasta, por ejemplo, con la densidad de estos acontecimientos en casos de autores ­coetáneos a Nieva como fuera, El pretérito imperfecto” de Castilla del Pino. Igual que ese sesgo de amor  por el pasado, acabaría dando salida a un, claramente, antimodemo Nieva, que describiría con sorna y con tino, la imposibilidad de pintar desde el esquematismo maquinista de las vanguardias. Pero ese antimodemo Nieva, que ya lo era en ciernes, ­tuvo que coexistir con un aprendiz de vanguardista y de pintor feroz relacionado  con COBRA, con RIXES,  con los restos del surrealismo y con el Postismo.

 

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Frente a esta reconstrucción memorialística del pasado –incluso del pasado desconocido, que no puede construirse, si no es desde premisas de un mestizaje con la ficción: “no me han pasado tantas cosas, sólo que las recuerdo muy bien” –contrasta la brevedad otorgada a sus años formativos. Esos años, madrileños ya, en los que Nieva es, tempranamente retratado por Ángel Crespo en Albores de espíritu en 1948, como un pintor ya ex-surrealista y hoy postista, y que ha labrado en su ciudad natal una amistad de añil y barro con el poeta Alcaide. El surrealismo de Nieva que ­latiría, años después, en su Pintura del caos y en su Teatro furioso, es captado como una pieza fresca y temprana, por Crespo de forma anticipada. Años formativos recorridos por las miradas cruzadas por sus amistades des con Ory, Chicharro, Fernández Molina, Ginés Liébana o con sus aproximaciones cinematográficas en el mundo CIFESA.

 

José Maria Morera con Francisco Nieva y Joan Alfons Gil Albors

 

Todo ese sesgo de miradas cruzadas, de estancias parisinas, de anécdotas de Roland Barthes y de Genet, componen el núcleo duro del nudo nievano. Esto es su abandono de la pintura y su descubrimiento de su alma de escritor teatral, primero, y de escritor a-secas más tarde. Y, también diría yo, de su enorme papel de actor de su propia vida. Años franceses, en los que todavía Nieva muestra su vena plástica en las colaboraciones de la revista Artes, que dirigiera Isabel Cajide. Y no sólo en aquellas críticas  pictóricas –de Kitaj a Gilles Aillaud –, sino sobre todo en sus notas sobre el diseño industrial o sobre la escenografía, nos advierten a un aten­to y desafiante Nieva. Años luego ve­necianos, con Peggy Guggenheim, entre otras presencias, años de madurez y del final del nudo. Años en los que el fin de la fiesta del veneciano Palazzo Contarini-Corfú  adquiere un aroma del Fellini de I vitelloni. Allí, Fascisti, mascalzoni  gritado al hap­pening decadente, por los albañiles sudorosos del canal; aquí  Laboratori de la ma­sa esbozado por Alberto Sordi, sobre una vía de Rímini a los currantes de la carretera en obras; nos advierten de esos extraños movimientos de clausura y coinci­dencia.

 

 

Más tarde, el tercio final del  texto en forma de desenlace y conquista, y así lo denomina Residencia en el otro. De todos es ya conocido: un Nieva premiado y asentado en la Academia, autor teatral de éxito y escritor que formula, curiosamente, una fuerte transgresión dramática y escenográfica; pero que sigue siendo tercamente antimodemo. Véanse sus lanzadas contra Antonio Saura: “toda la vida pintando con la misma estampilla”. O sus barruntos arquitectónicos, como demostraba hace unos años a propósito de la ar­quitectura moderna (Arquitectura del diablo); condenada esa Arquitectura moderna e incomprensible, desde el sillón académico al más feroz de los infiernos pantaélicos; al tiempo que establece la brillantez (¿…?) de un arquitecto como Fernando Hi­gueras, autor del consistorio (¿brillante, también…?) de Ciudad Real.

Y este es uno de los misterios no desvelados en esas páginas de memoria y en esa vida escrita, que nos cuentan cómo fueron las cosas; pero a veces olvidan decirnos porque fue­ron así y no de otra forma. La respuesta de Nieva, ya se sabe cuál es. Leer mis obras y entenderéis mejor todo lo que os preocupa sobre mi y sobre mis avatares. Pero también ese sesgo de la obra sobre la vida, se voltea en un movimiento inverso y extraño: “vivir en punta, me ha gustado sensiblemente más que la literatura y el arte, que só­lo como ilustraciones al margen están muy bien”. Ilustraciones al margen para ilustrar otros márgenes. Lo otro, lo más vita y próximo, sería la coincidencia fugaz, hace ya treinta años al menos, con Paco Nieva y Norberto Dotor, en las Cruces de Piedrabuena, una soleada tarde de mayo, desplazándonos en esa representación tópica de la religiosidad popular, feliz y piadosa, con modos de un Naturalismo panteísta. Para acabar bailando el sesentón Nieva como un alocado adolescente.

 

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Ignazio Gardella, Casa Cicogna, Venecia, 1957.
El problema interpretativo de la Casa Cicogna –conocida usualmente como la Casa...
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