Le sobrevino la desgana, como casi siempre le pasaba cuando empezaba un montecristo ansioso de dar dos caladas, no más. Sólo lo hacía por la imagen de distinción con que el olor le bañaba, y porque miraba hacia atrás y la veía a ella en la niebla; no era un recuerdo del primer día, pero será que su memoria no quería que la evocara de forma nítida.
–Vaya atrevimiento el de este muchacho– fue lo que pensó ella al verlo por primera vez. La borrosidad no era más que una artimaña interior para evitar pasar el mal trago de reconocerse un desvergonzado.
Es ahora cuando recuperaba el buen gusto de la infancia: ya de bien niño rechazaba el pecho de su madre de leche, pellejoso y colgandero, mientras señalaba una lata adornada con florituras que contenía leche en polvo. Dado su precio, uno se preguntaba si se obtenía de pasar alas de ángeles por un rallador.
Hubo una época feliz. Vino una triste.
Y no sabía decir en cuál se encontraba ahora. El médico le decía que remontaba, que estaba en la recta final del tratamiento, que estaba saliendo del túnel y otras bufonadas típicas y tópicas que te salen cuando intentas animar a alguien. Él respondía con asentimientos silenciosos; ya había dejado de preguntarse dónde fabrican a especialistas así.
Y es que ella se fue, despacito, sin ruido.
A su vuelta de la consulta, dejó un pañuelo sobre las sábanas, heladas y heladoras, de seda, y vio cómo se deslizaba hasta la alfombra de piel de carnero mientras se desanudaba sus zapatos de piel de serpiente. Serpiente y carnero: como él y ella.
Se fue deslizándose, como el pañuelo, como planean las hojas al caer de los árboles, o como lo hacen los aviones de papel que lanzan los colegiales con nostalgia de cómo lo hacían cuando aún tenían clorofila. Si estos luchan contra la ley de la gravedad, ella lo hizo contra la gravedad de la ley inexorable de la enfermedad, que a todos alcanza alguna vez.
Desde el veintinueve de noviembre, la corbata era negra, y al carajo todos los que nombraban el alivio de luto. Que no, que no tenía el cuerpo para bailes, ahora sin pareja; ni para museos, ahora sin alguien con quien debatir con un popova haciendo de testigo; ni tan siquiera para un paseo por la dehesa… al menos, que no sea en otoño.