Nos gustan las historias, que nos las cuenten con mimo, que incluyan sorpresas que tiren de nosotros y nos alejen de los horizontes habituales. Desde que somos capaces de enfocar nuestra atención, los cuentos nos construyen, establecen las diferencias entre el bien y el mal y dibujan los límites que conocemos, esos que buscaremos ampliar constantemente, durante toda nuestra vida, con la experiencia y nuevas ficciones. Como afirma el profesor de escritura creativa Robert Mckee en El Guión, “el apetito de historias que tiene la humanidad es insaciable”. Para él, ese apetito responde a la profunda necesidad humana de comprender la pauta de la vida, “no solamente como ejercicio intelectual, sino dentro de una experiencia muy personal y emotiva”. En palabras del dramaturgo francés Jean Anouilh, “la ficción da forma a la vida”.
Pero, contar historias, historias de las buenas, de ésas que levantan las paredes de su propia habitación en la memoria, y cuya puerta abrimos de vez en cuando para comprobar que siguen ahí, que nos producen las mismas sensaciones y que, incluso, podemos descubrir nuevos matices en ellas con el paso del tiempo, contar historias, digo, no es sencillo. Y más difícil es aún construir ésas para las que no basta un lápiz y un papel, sino aquellas que, además, necesitan de un escenario en el que rodarla, una cámara; alguien que tome las decisiones sobre qué escenas dibujan mejor su relato y cuáles pueden confundir al espectador. Los sueños con títulos de crédito son especialmente costosos y suelen llevar, adjuntos con un clip imaginario, una larga lista de planes dispuestos para alcanzar lo imposible.
Y es que, entre los soñadores, los grandes especialistas en lanzarse al encuentro de lo que saben lejano e inaccesible, los más persistentes, son los directores y guionistas de cine. Conocen todos los trucos para no ver dificultades en su camino: desde taparse los ojos con las dos manos o entrecerrarlos para reducirlos a dos finas líneas, hasta meter los obstáculos en un globo imaginario y dejarlo volar lejos, o redondearlos como si fuesen una pelota de alguna masa desagradable y pegajosa que lanzan con toda su fuerza hasta donde no llega la vista… Lo que haga falta para llevar su proyecto adelante. Pura inconsciencia.
Desde sus primeros pasos, con los hermanos Lumiére o George Meliés ideando maneras de convencer al ojo de que era posible reinventar la realidad, hacer cine ha estado relacionado con la locura y la confianza ciega en lo que nadie cree posible, con la capacidad de crear lo que no existe. ¿Cuántas cosas que sólo hemos visto en la pantalla se convierten en objetos o posibilidades reales años después? Todos recordamos cómo Tom Cruise movía carpetas y archivos sobre pantallas transparentes en distintas escenas de Minority Report. Aunque no lo creamos, no había nada parecido en ese año 2002. Hoy, once años después, arrastrar iconos en una pantalla con la punta de los dedos es algo que sabe hacer cualquier niño.
El director o el guionista, ese loco del que hablamos, tiene una trama en la cabeza, pero sabe lo difícil que puede resultar empujarla desde su imaginación, abrirle las puertas para que tenga un sentido en tres dimensiones, para que aterrice primero en papel, con un guión lleno de diálogos que pueda creer y admirar. Como dice Aaron Sorkin, el creador de series como El ala oeste de la Casa Blanca o The newsroom, sus diálogos “no pretenden ser reales. Lo son. Es como hablaría la gente si tuviera el tiempo suficiente para pensar lo que quieren decir, si les dieras media hora para responder”. Para quienes sueñan con historias en 8 milímetros, es imprescindible, además, encontrar a los actores que la hagan creíble, que puedan trasplantarla sin dificultad a la mente de otros…Demasiadas necesidades a incluir en un buen plan de rodaje, especialmente en tiempos como estos, cuando lo que todos llamamos “la industria del cine” pierde fuerza, acosada desde distintos frentes. Tal vez, el primero de ellos sean los abusivos costes de distribución; el segundo, el agotamiento de la gran máquina de Hollywood para impulsar nuevas maneras de contar, de rodar, que siempre se contagia, de un modo u otro, al resto del mundo; otro frente abierto es la propia época en la que que vivimos, en la que parece que la Cultura no es una prioridad, cuando, probablemente, es el momento en el que es más necesario empujarla…
Sea como fuere, más allá de la coyuntura, es estimulante comprobar cómo los locos contadores de historias saltan obstáculos, suben montañas imposibles a priori, desde lugares en los que no hay ni campamento-base, para acabar rodando la fábula que tienen en mente. El soñador puede renunciar a su tesoro más preciado, vender eso que le costó tanto conseguir para poner en marcha su cortometraje; tal vez olvidarse, al menos por un tiempo, del viaje que lleva años planeando; de ese dinero que tiene guardado por si los tiempos vienen mal…
A veces, algunos de esos locos también sueñan para otros que son como ellos, y ponen en marcha festivales de cine en los que los contadores de historias encuentren a su público. Y es que el cine no es nada sin aquél que está al otro lado de la pantalla y le da vida en su cabeza, para quien cada escena establece sus propias conexiones con lo vivido, con todo lo leído, con todo lo visto, con aquello, en definitiva, que nos construye, la cultura que nos permite relacionarnos con el mundo de una u otra manera.
Los sueños, los locos y sus historias se dan cita hoy cada vez en menos festivales en los que encuentran espectadores con los que, de otra manera, sería casi imposible conectar. Uno de ellos, un superviviente, ha entregado los premios de su cuarta edición hace unos días, el Festival de Cine de Castilla-La Mancha, FECICAM, y ha dejado un palmarés tan sorprendente como éste: un largometraje ambientado en la Edad Media sin presupuesto, sólo voluntad, una cámara, varias lanzas y cascos de disfraz, muchos amigos y un castillo, El último caballero; un cortometraje, Reality, realizado con el dinero que da la venta de una moto, que se ha impuesto al cortometraje ganador del Goya de este año; un videoclip, el de Nebulosa Horsehead, realizado por amigos ingeniosos en el campo, y un documental sencillo y eficaz visualmente, Colgados de un sueño, en el que se lanza la ambiciosa pregunta de si el arte puede llegar a cambiar la sociedad… Muchos sueños que buscan hacerse su propio hueco en nuestra cabeza. ¿Les abrimos las puertas?