“Al oír tocar a Monk se tenía la impresión de que la música se exprimía del instrumento, como el vino de los racimos de uvas. La textura del tecleo de Monk era espesa, pero dejaba mucho espacio de aire entre los acordes, y los grandes acordes caían en intervalos sospechosos.”
Con estas palabras, Ross Russel reconstruyó la figura de Thelonious Monk tal cual la debería de haber percibido todo el oído medio de Charlie Parker. Monk, hombre grande como un oso y con perilla de chivo era el dueño del piano en el Minton’s cuando este hacía de cuartel general para toda recluta del jazz a principios de 1940. Thelonious era el perfecto compañero para largas madrugadas de insomnio, y a día de hoy lo sigue siendo. Hiperactivo frente al teclado y balsámico detrás de él, capaz de levantar un armazón musical donde resguardarse de toda tempestad. Cuando hacía su música, la cabeza iba de un lado al otro sin parar, su pie parecía marcar un ritmo que poco tenía que ver con la melodía que se percibía. Pero la placidez en sus construcciones no se veía alterada por nada del mundo.
Thelonious siempre fue caprichoso en cuanto a su manera de hacer Jazz. Exigente y decidido se le podía encontrar siempre reflejado en un gran espejo que colgaba encima de su piano, necesitaba poder vislumbrar como los martillos y las cuerdas iban haciendo su perfecta cinética y asegurarse así que era él quien orquestaba toda la armonización. Los años han hecho su efecto y ahora resulta imposible ver su reflejo en ninguna lámina o formar parte del ambiente que Monk originaba en el Minton’s Playhouse de Harlem. Únicamente se nos ha reservado la posibilidad de ser ese elemento externo a él que se beneficia de la creatividad sonora de este gigante de los esquemas armónicos cuyos acordes nacen del gospel y se agrandan bebiendo del blues. Cuando falta camarada que apacigüe las horas oscuras y densas que marcan el comienzo del nuevo día, Monk nunca nos abandona y siempre irrumpe con su parsimonia y quietud precipitándonos hacia lo etéreo.