Los perros sólo ladran a quienes no conocen
Heráclito
A veces, la literatura y el pensamiento se funden casi hasta confundirse. Hay quien asegura, incluso, que la filosofía no puede encontrar mejor vehículo que la narrativa para darse a conocer y, más allá, para conseguir que su mensaje quede impregnado eficazmente en sus destinatarios.
Pilar Gómez Rodríguez no sólo logra, mediante los trece relatos que componen La carretera de los perros atropellados, aunar reflexión y literatura; además, a través de los personajes que pueblan sus historias, realiza todo un análisis crítico de la sociedad contemporánea a través de un concepto de clara raigambre filosófica: el tiempo. Así, por ejemplo, Heidegger declaraba en uno de sus opúsculos que “si el tiempo encuentra su sentido en la eternidad, entonces habrá que comprenderlo a partir de ésta”. O al decir de Aristóteles (Física, 219 a ss.), el tiempo es aquello en lo que se dan los acontecimientos.
Esos de los que me burlaba antes, los que se empeñan en ver y hacerte ver las bondades del momento, del presente y del porvenir, cuando tú ni ves presente ni porvenir, porque para ti no hay presente y el porvenir sabes que no existe. Pero no porque no quieres que exista sino porque el porvenir no cuenta contigo, simplemente no estás en sus planes (Pilar Gómez Rodríguez, Medea contra Medea”, en La carretera de los perros atropellados).
En el prólogo del libro, la autora explica que el epicentro de los relatos son las “horas perdidas” que todos malgastamos cada jornada (¡y que no vuelven!): “Vi que todos aquellos que a diario se juegan la vida así, casi por nada –porque ¿qué es llegar en punto al trabajo, a un miserable trabajo la mayoría de las veces, sino nada?–”. Todos, al fin y al cabo, somos “perros atropellados que, día sí día no, mueren triturados y despedazados en una cuneta para engordar unos números y una estadística encargada de ocultar para siempre sus historias cotidianas de peleas, sinsabores y rutina”.
Este aparente pesimismo existencial que irradian las palabras de Pilar no nos conduce, sin embargo, a un callejón sin salida. En estos relatos, lo real se mezcla con lo literario; una realidad que, en la mayor parte de los casos, llega a superar lo ficticio, y que por esta misma razón empuja a la creación literaria y artística en general.
La carretera de los perros atropellados es el tercer libro publicado de Pilar Gómez Rodríguez, tras Siete paradas en el país de las sombras (Edaf) y La otra vida de Egon (Gadir). Pilar posee un estilo propio que le diferencia de otros autores contemporáneos y que le ha permitido cultivar no sólo el complejo género del relato breve, sino también la novela y, en su ocupación profesional, el género periodístico. Las editoriales siguen apostando y publicando sus obras, signo de la pervivencia de la característica cadencia y hondura que ofrecen todas ellas.
La profunda –pero severa– sensibilidad que envuelve cada una de las historias de La carretera de los perros atropellados nos muestra que la complejidad humana no puede indagarse científicamente; que la pregunta por el destino (que siempre parece arrastrarnos) y las motivaciones y sentimientos humanos debe estar guiada más por la literatura que por la biología. Al fin y al cabo, “esta vida en miniatura que es cada día” se compone de elementos intangibles (ánimo, voluntad, sentimientos) que piden ser expresados al modo de una narración para poder, con ello, extraer alguna conclusión que permita aducir “una serie de excusas para agarrarse a la vida”.
En La carretera de los perros atropellados encontramos una de las características más relevantes de la literatura de Pilar Gómez Rodríguez, que se da cita en los tres libros que ha publicado hasta el momento. Una característica del todo hamletiana: la continua –aunque también pertinaz, puesto que perseveramos a pesar de todo en la existencia– convivencia de aspectos trágicos con los asuntos más cotidianos, casi nimios. Lo más lamentable de nuestra sociedad llega a parecernos en extremo habitual a causa de su funesta y ordinaria repetición.
La autora huye en todo momento de un lenguaje rebuscado, y con una prosa barojiana (cercana pero contumaz), que ayuda a inspeccionar el alma de cada uno de los personajes de sus relatos. A pesar de la amplitud temática, las historias siempre giran en torno a la complejidad humana, y desde este punto de vista, Pilar analiza el difícil entramado constituido por nuestras aspiraciones, anhelos y deseos. Una maquinaria que, como sabemos, nunca cesa.
Gómez Rodríguez fija su atención, especialmente, en personalidades que –por unas razones u otras– permanecen en un ostracismo no siempre justificado: “Ellos son los que se quedan fuera, los excluidos, los que se mueren de hambre ante la connivencia y el silencio general”, escribe en uno de los relatos de La carretera. El ejemplo paradigmático, en este sentido, es su novela sobre la vida del artista Egon Schiele, de la que podemos extraer un interrogante significativo: “¿Es que había que estar dividido, desgarrado, seccionado siempre en vida?”. Esta contraposición, que observa al otro como a un extraño inaccesible, impenetrable, desconocido y a veces hostil, es también una constante en La carretera de los perros atropellados.
El tiempo pasa, la vida sigue (como suele decirse), y la memoria, frágil cuando se la interpela ante el tribunal de la conciencia, huye despavorida en busca de consuelo. Este consuelo supone una de las mayores preocupaciones de la autora. Debemos intranquilizar, inquirir y alarmar a nuestra propia conciencia, despertarla del más horrible despotismo que padece: el adocenamiento.
Un libro en el que el lector encontrará un gran componente de (necesaria) crítica social, un examen exhaustivo de las relaciones humanas (tanto de las horizontales como de las verticales), y el desarrollo de un símil con el que Pilar pretende –y consigue– inquietarnos: el de los perros y las personas. Si bien los primeros dependen del arbitrio de sus amos, nosotros (animales parlantes de grandes aspiraciones) no podemos dejar de preguntarnos por el que acaso sea el más implacable señor: el desconocido porvenir, nuestro desamparo ante un futuro por el que sufrimos, por el que nos esperanzamos pero, sobre todo, por el que amamos y por el que luchamos… aunque sea por algo que puede que, como explica Pilar en uno de los relatos, no exista.
Es la hora de los tres perros que, de pronto, se encuentran un montón de carne inmóvil tendida en el suelo: la mesa puesta, el sueño de cualquier chucho hambriento y poco tímido. Los animales rodean el cuerpo. Lo olisquean, uno de ellos empieza a lamer la sangre tibia […]. Las sirenas se aproxima: no puede ser, esta vez no, piensan los perros con su cerebro de perro. Pero así es: esa es la historia y la vida de los perros de la calle: huir, correr, escapar.