Flaubert en 1846. AFP/Getty Images
200 años del nacimiento de Gustave Flaubert

“La felicidad se halla en los caminos que frecuenta la multitud: los senderos de la montaña están llenos de zarzas y de piedras, lastiman y desgastan enseguida.”

Gustave Flaubert, Pasión y virtud. (1837)

La forma cuesta cara,

Paul Valery, El hombre y la concha. (1937)

Proust no admiró tanto a Flaubert como a Balzac, pero es probable que su deuda con aquél sea mayor que con éste.

Mario Vargas Llosa. La orgia perpetua: Flaubert y madame Bovary. (1975)

Escribe Roland Barthes en El grado cero de la escritura, un pequeño esbozo de las relaciones cambiantes y sinuosas entre lengua y escritura. Que más allá de otras cuestiones propias del lenguaje y propias de la historia –no sólo literaria– de Francia, nos aclaran algunas cuestiones centrales del campo social y del campo literario. “Pero los años cercanos a 1850 muestran la conjunción de tres grandes hechos históricos nuevos: la violenta modificación de la demografía europea; la sustitución de la industria textil por la metalúrgica, es decir el nacimiento del capitalismo moderno; la secesión (comenzada en las jornadas de junio del 48) de la sociedad francesa en tres clases enemigas, es decir la ruina definitiva de las ilusiones del liberalismo”. Y en ese caldo de cultivo acontece lo denominado por R.B como “nacimiento de la tragicidad de la Literatura”. Circunstancia de la tragicidad que cumple en esos instantes, como que “en ese momento comienzan a multiplicarse las escrituras. En adelante, cada una, la trabajada, la populista, la neutra, la hablada, se quiere el acto inicial por el que el escritor asume o rechaza su condición burguesa…Desde hace cien años, Flaubert, Mallarmé, Rimbaud, los Goncourt, los Surrealistas, Queneau, Sartre, Blanchot o Camus, dibujaron –dibujan todavía– cierta vías de integración, de estallido o de naturalización del lenguaje literario; pero su precio no es una determinada aventura de la forma, tal logro del trabajo retórico o tal audacia del vocabulario. Cada vez que el escritor traza un complejo de palabras pone en tela de juicio la existencia misma de la Literatura; lo que se lee en la pluralidad de las escrituras modernas, es el callejón sin salida de su propia Historia”.

Baudelaire

Valga tan larga anotación, para centrar el objetivo de estas líneas, a propósito de la conmemoración del universo literario de Gustave Flaubert (G.F.) en su segundo centenario. Que no es tema menor en la medida en que se ha leído y analizado –se ha querido leer de formas sucesivas y encadenadas– la obra de G.F. como clave de bóveda de cierta trayectoria del descubrimiento y conquista de la novela moderna. De igual forma que se han buscado en el normando las claves del desplazamiento de las letras del Romanticismo en favor del Realismo. Incluso el tránsito entre letras Clásicas y Modernas, como señala Julian Barnes (El loro de Flaubert, 1984): “Ese fue, al fin y al cabo, el siglo de Balzac y de Hugo, el siglo que comenzó con el romanticismo orquidáceo y terminó con simbolismo gnómico. La invisibilidad planificada de Flaubert en un siglo de personalidades tan parloteantes, podría calificarse tanto de clásica como de moderna”. También, como hace Barthes en el texto citado y en el apartado ‘Triunfo y ruptura de la escritura burguesa’, concentrando en G.F. los valores centrales del mundo de la burguesía gala del medio siglo del XIX, por más que ese cuerpo social fuera uno de sus monstruos particulares, como ha sabido ver Nabokov en su Curso de literatura europea (1980). Y este carácter despreocupado de las vicisitudes históricas en la escritura de G.F.–parte de la cronología de La educación sentimental, transcurre entre la Revolución de 1848 y el golpe de Estado de Napoleón III en 1851, sin cobrar apenas relevancia en el texto tales acontecimientos– ha supuesto parte de su descrédito en los críticos del otro medio siglo XX, dada la falta de conciencia social en G.F.. Teniendo que esperar la reivindicación flaubertiana a los miembros del Nouveau Roman –Natalie Sarraute, Robbe Grillete, Michel Butor o Claude Simon– y su defensa del objetivismo narrativo, frente a la crítica de aquellos otros autores precedentes que practicaban la Crítica Social del Arte y la Literatura en la estela de Arnold Hauser o del Gyorgy Lukács de El asalto a la razón. Conquista literaria que compone un trayecto que se inicia en Stendhal, pasa por Balzac –a pesar de las valoraciones críticas muy matizadas de G.F. de ambos autores– y llega hasta Marcel Proust. Por no citar los más próximos en el tiempo: desde Zola a Daudet, desde Maupassant a Huysmans. Aportación flaubertiana que no sería soló el tránsito de la novela clásica –objetiva y total, como marca Mario Vargas Llosa en La orgía perpetua– frente al texto moderno –subjetivo y parcial, como prolonga el peruano–, sino en otras consideraciones añadidas que van del tratamiento de la temporalidad a la diversidad de narradores. Baste retener algunas consideraciones producidas sobre el campo literario y sobre sus revelaciones colindantes para llegar a esas conclusiones. Y así, por ceñirnos a aspectos estructurales de la escritura de G.F. en la órbita de Nabokov –aunque lo anotado por el ruso se ciña a Madame Bovary, y pueda extender a otras obras como La educación sentimental (LES)– conviene destacar los procedimientos narrativos de Capas, Contrapunto y Transición estructural que componen los aspectos innovadores en la forma discursiva del relato decimonónico. Aspectos que unidos al posterior Flujo de conciencia, acabarían dando lugar a la narrativa propia del siglo XX.

Marcel Proust

Merlau-Ponty en su obra Sentido y sinsentido (1948), sostiene la prevalencia de las ideas antes que de las formas discursivas en la novela moderna. Estableciendo que “la obra de un gran novelista está siempre sostenida por dos o tres ideas filosóficas” antes que por una voluntad formal y de estilo . Y se extiende después en esas consideraciones del pensamiento en la escritura, por más que salte y omita a G.F. –singularmente y en prolongación de posiciones sostenidas en Le temps modernes en los años cincuenta y sesenta y en la citada estela de Hauser y del realismo social– para acotar, precisamente, a otros autores: “El yo y la libertad en Stendhal, en Balzac el misterio de la historia como aparición de un sentido en el azar de los acontecimientos, en Proust el pasado envolviendo el presente y la presencia del tiempo perdido”. Dejando el hueco inevitable de G.F. en esas ponderaciones de las ideas literarias, por razones de ideas políticas. Como contrapartida de la omisión de Merlau-Ponty sobre G.F., podríamos anotar lo suscrito en 1847 por el propio G.F. en carta a Louise Colete: “Las formas pasan y sólo permanecen las ideas”. Y eso dicho por alguien al que se le ha identificado con cierta obsesión por la búsqueda de la perfección de las formas, resulta sintomático y revelador. De igual forma que, en esa onda, Gilles Deleuze en Lógica del sentido (1969) mantiene ciertos supuestos de literatura como fracaso. “Esta negación del sentimiento en beneficio de la idea fija tiene evidentemente varias razones en Zola. Se invocará primero, la moda del tiempo, la impotencia del esquema fisiológico. La fisiología desde Balzac desempeñaba en la literatura el papel que hoy corresponde al psicoanálisis. Más aún, es verdad que, desde Flaubert, el sentimiento es inseparable de un fracaso, de una falla o de una mistificación; entonces lo que la novela cuenta es la impotencia de un personaje para constituir una vida interior”.

Estas posiciones de ambos autores, Merlau-Ponty y Deleuze, que planean más por la filosofía y por lo ideológico que por el campo literario– resultan coincidentes con el desdén sostenido en Francia por la obra de G.F. entre los años cincuenta y sesenta del siglo XX, por autores como Claudel, Valery o Jean Paul Sartre. Quien llega a invertir cerca de diez años en el rastreo de la vida y obra de G.F. –por más que fuera un rastreo parcial, toda vez que explora la primera mitad de la vida de G.F.–, dando luz a su trabajo El idiota de la familia. Gustave Flaubert 1821-1857 (volúmen I y II, 1971 y volúmen III, 1972). Obra incompleta, por demás– pese a los tres tomos y las más de 3.000 páginas–, al quedar aplazada la última entrega y cerrada la obra en 1857, veintitrés años antes de la muerte de G.F. en Croisset, y dejando de lado piezas tan relevantes como Salambó (S, 1862), La educación sentimental (LES, 1869), la versión definitiva de La tentación de san Antonio (LTSA, 1874) y, finalmente, Bouvard y Pécuchet (BYP, 1881). Planteamiento sartriano que resume más bien el empeño analítico obsesivo por realizar un lectura de lo literario a través de cuerpos extraliterarios: un cruce de marxismo, psicoanálisis y existencialismo –como fuentes nucleares del pensamiento ¿abatido? del siglo XX–, para llegar a conclusiones de cierta elementalidad social y personal. G.F. el idiota, que comienza a leer tarde –a los ocho o nueve años–, acosado por un padre autoritario y por una madre protectora, que se recluye en Croisset –se llega a denominar a sí mismo como un oso encerrado en su cueva– tras un fracaso universitario en París y tras una sentimentalidad tortuosa y una sexualidad compleja, es el objeto perseguido obsesivamente por Sartre. Que –otra curiosidad destacada– acaba uniendo –sin conectarlos, pese a todo– a los dos creadores del XIX francés que acabarían transformando la poesía y la novela: Baudelaire y G.F. Ambos autores, cuentan con estudios minuciosos verificados por J.P.S., separados por los veintidós años que son los que separan al Baudelaire (1949) del El idiota de la familia. Gustave Flaubert 1821-1857 (1971), y realizados por J.P.S. con un espíritu investigador más cercano al entomólogo social que al crítico de la literatura. Pero, más aún, de la lectura de El idiota de la familia. Gustave Flaubert 1821-1857, no se percibe ni se desprende ningún elemento de contacto y de relación con el Baudelaire, realizado anteriormente, pese a las coincidencias sostenidas. Como si ambos autores fueran extraños entre sí, cuando bien cierto es todo lo contrario como puede rastrearse.

Honoré de Balzac

No sólo en la correspondencia cruzada y admirativa, entre ambos autores, a partir del intercambio de sus obras – Las flores del mal y Madame Bovary–; el papel estelar y seminal –ya citado antes en sus procesos creativos– en los desarrollos e influencias posteriores en sus campos creativos respectivos; la coincidencia de la cronología – “Testigos [ambos] de la Revolución de 1848 que derriba a Luis Felipe I y da paso a la Segunda República, y de la posterior proclamación de Napoleón III como Emperador, tras el golpe de Estado de 1851; transformaciones que acabarían produciendo en la ciudad de París y merced a la modernización del prefecto Haussmann, el paso de la ciudad medieval a la ciudad de II Imperio”–; la dualidad de aspectos que recorren sus vidas y sus obras –y que ha sabido captar Vargas Llosa en su trabajo flaubertiano como “el desdoblamiento del escritor como el hombre que vive y el que mira”. Incluso contraponiendo, en esa dualidad el optimismo de Balzac al pesimismo de G. F. y redondeándolo en el apartado denominado Un mundo binario– y que, por su parte, Baudelaire deja manifestado en la afirmación de que “La dualidad en el arte es una consecuencia fatal de la dualidad que existe en el hombre.” También la ponderación discursiva de los objetos y su significado en la naciente Vida moderna, donde se verifica la intercambiabilidad entre personas y cosas. Por ello, la sensación de la oportunidad perdida tras la gran peregrinación flaubertiana de Sartre.

De otra naturaleza es el trabajo de Zola, Gustave Flaubert. El escritor, el hombre, sus libros, que había aparecido en 1881 bajo la rúbrica Les romanciers naturalistes, que cuenta desde la proximidad del trato sostenido, la soberbia secuencia del entierro de G.F. Y el lamento zoliano por el desdén de la sociedad de Ruan ante la desaparición de su ciudadano ilustre. Zola produce algunos hallazgos singulares sobre G.F. como que “Siempre he pensado que LES era en muchas de sus páginas una confesión, una especie de autobiografía muy ordenada”. Casi en prolongación de lo afirmado en carta a Louis Colet: “Un día si llego a escribir mis memorias –lo único que seré capaz de llegar a escribir bien si me pongo –, tu ocuparás en ellas un lugar”. Y eso que Zola, en esos momentos, desconocía el caudal de datos proporcionado desde las cartas flaubertianas, por más que supiera de su existencia. La agudeza de Zola en esos registros centrales se limita a las novelas MB, LES, La tentación de San Antonio y BYP. Cuando bien cierto es el otro campo de notas diversas, tanto en su correspondencia como en sus libros de viajes. Notas que, a veces, tienen más carga reflexiva y analítica que los textos centrales narrativos referidos por Zola.

Victor Hugo

Bien diversos son los resultados obtenidos por Barthes, quien otea ya hacia 1850 –pleno proceso temporal de consolidación de la escritura flaubertiana–, quien llega a fijar. “Hacia 1850 comienza a plantearse a la Literatura un problema de justificación: la escritura busca excusas; … toda una clase de escritores preocupados por asumir a fondo la responsabilidad de la tradición, va a sustituir el valor de uso de la escritura con un valor trabajo. Se salvará la escritura, no en función de su finalidad, sino por el trabajo que cuesta…” Flaubert, con más orden, fundó esta escritura artesanal, antes de él lo burgués aparecía como pintoresco o exótico… Para Flaubert el estado burgués es un mal incurable que se adhiere al escritor y que sólo puede ser tratado asumiéndolo en la lucidez –lo que es propio de un sentimiento trágico–. Esta Necesidad burguesa, que pertenece a Frederic Moreau, a Emma Bovary, a Bouvard y Pécuchet, exige, desde el instante en que se la soporta de frente, un arte igualmente portador de una necesidad, armado de una Ley. Flaubert fundo una escritura normativa que contiene, paradójicamente, las reglas técnicas de un pathos. Por un lado, construye un relato por sucesión de esencias, no según un orden fenomenológico (como lo hará Proust); fija los tiempos verbales en un empleo convencional, para que actúen a modo de signos de la Literatura, como un arte que previniera de su artificialidad”. Incluso Barthes en el breve ensayo Flaubert y la frase (1967, acompaña la edición española de El grado cero de la escritura, 1973) ya fijaba algunos problemas como los citados antes de la escritura como trabajo, para prolongar el hallazgo final de que “Para Flaubert, la frase es simultáneamente una unidad de estilo, una unidad de trabajo y una unidad de vida”.

Y ello, a pesar de que páginas antes había realizado la oposición de vida y escritura. “Mucho antes que Flaubert, el escritor ha experimentado –y expresado– el duro trabajo del estilo, la fatiga de las correcciones incesantes, la triste necesidad de los horarios desmesurados para obtener un ínfimo rendimiento…La redacción es extremadamente lenta (‘cuatro páginas por semana’, ‘ cinco días para una página’,’ dos días para la búsqueda de dos líneas’); exige un irrevocable adiós a la vida, un aislamiento despiadado; se advertirá sobre este asunto que el aislamiento de Flaubert se realiza únicamente en beneficio del estilo mientras que el de Proust, igualmente célebre, tiene por finalidad una recuperación total de la obra”. Y desde esta perspectiva de un Flaubert enclaustrado en su madriguera de Croisset, se erige la figura del misántropo y del escritor antisocial que ha construido páginas de desdén y de desconfianza en el género humano.

Stendhal

Desconfianza por el tiempo en que vive, que no impide el ingente trabajo exigido a sí mismo por G.F. –se considera como ‘un hombre-pluma’–para dar forma al estilo y desarrollo que liquida una tradición e inaugura nuevas vías expresivas. Nuevas vías expresivas que no nacen de un impulso puntual, sino que se producen desde una reflexión continuada. Por ello, Nabokov explica el mundo de M.B alternado las secuencias de la novela con las cartas cruzadas con Louise Colet, con Maxime du Camp, con Louis Bouilhet. Igual que pasaría tiempo después sobre otros procesos creativos con la correspondencia sostenida con George Sand, con Sainte-Beuve, con Emile Zola, con Maupassant, con Turgeniev o con Georges Feydeau. Ya se sabe que la correspondencia de G.F. llega a contabilizar 4.488 ejemplares de diversa entidad, constituyendo un mundo paralelo a sus extraordinarios relatos de viaje, por Bretaña y por Oriente. Y es desde esta diversidad de campos escritos, desde donde se proyecta la estatura de G.F. como un factor de impulso del nacimiento de la literatura moderna.

(1) El interés de Proust por Flaubert en sus ejercicios que llama Imitaciones y mezcolanzas es bien claro. Trabajo donde Proust desarrolla pequeños textos –ejercicios de estilo, si se quiere– en clave formal de diferentes autores. Y así desarrolla El caso Lemoine, bajo la órbita fingida de Balzac, de Flaubert o de la crítica sobre el mismo trabajo por parte de Sainte-Beuve.

(2) 1857 coincide con la prohibición de Las flores del mal de Baudelaire y de Los misterios del pueblo de Eugéne Sue. Es el mismo año del proceso judicial contra Madame Bovary.

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