Drago-es y mazmorras

De Fernando Sánchez (hasta aquí mi padre, lo distintivo viene justo ahora) Dragó recuerdo una entrevista en la que era objeto, no sujeto, del interés mediático, y en la que contaba que en su entonces última visita rutinaria al hospital -siempre se jactaba de una salud de acero, por lo visto gracias a las enseñanzas recibidas en el misterioso y profundísimo Oriente: le hubieran gustado mucho a Dragó las futuras películas Marvel del Dr. Extraño…- le había cautivado una máquina de esas sensibles a la vez que mostrencas que miden tus constantes vitales, esas que son como televisiones que están siempre emitiendo en la vieja carta de ajuste, hasta el punto de que luego se había comprado una para auscultarse los chakras de vez en cuando, especialmente cuando follaba, porque ya todos sabéis de sobra (él no paraba de ponderarlo, con propios y ajenos, y aunque la víctima propiciatoria estuviera a su lado) que Dragó follaba como un león, o, si se quiere, como un Dragón. Por eso justamente le gustaban las chicas jóvenes, porque eran las únicas que estaban a la altura de su salvaje y sobreabundante vigor, y siempre sin preservativo, que era para él como la valla de Melilla del amor. Entre una hazaña sexual y otra viajaba por el mundo y escribía con algún farrago sus impresiones de lo que veía, que solía ser siempre a sí mismo viendo otra cosa cualesquiera (naderías, tipo la basílica de Santa Sofía, pongamos por caso…) que desde el fondo le realzaba y como magnificaba extraordinariamente a él mismo -Dragó inventó el selfi literario antes de que se inventase el selfi fotográfico, así como inventó la entrevista literaria en la que el entrevistador es más interesante y culto que el entrevistado y utiliza expresiones y vocablos harto más arcaicos y relamidos que la Gramática Castellana de Antonio de Nebrija.

También recuerdo aquella vieja querella con Umbral, que parecía que iba a dar para numerosos cruces de refinados insultos a la manera de las grescas entre Góngora y Quevedo en el llamado Siglo de Oro, pero que se quedó en nada, murió en un triste fuego de salvas, en cuanto Fernando puso la oreja en la pared de su casa y creyó advertir el sonido del grifo de la cocina de Paco aguando un whisky como preámbulo ominoso de echarse a enhebrar prosa con cacha y filo -¡carnívoro cuchillo!- en la máquina de escribir, que hacía las veces de silla eléctrica en la manos de Umbral. Igual me equivoco, pero siempre pensé que esa manera de calzar la gafas de erudito que gastaba Dragó la había tomado de Günter Grass, pero como después se puso a arremeter contra todo lo que merecía algún respeto y a defender con uñas y dientes la causas más apolilladas de la Tierra (lo último, el Brexit, Trump y Vox), comprendí que no, que había sido una falsa impresión, y que esa lentes desde las que emergía sencillamente las llevaba porque le otorgaban cierto aspecto de Premio Nobel de Literatura. Leo en Wikipedia, en una entrada que tiene toda la pinta de haber sido escrita por él mismo (y cuajada de súbitas revelaciones y trasformaciones espirituales propias del Jerjes de 300: el origen de un imperio), que Una nueva especie de escarabajo descubierta en Namibia fue denominada Somaticus sanchezdragoi en honor a él, algo que considera “el más alto honor que la vida” le ha otorgado”. Pues mira, ahí estamos de acuerdo. Ya me gustaría a mí dar nombre a un bicho (y más a un escarabajo, que cuenta con millones de subespecies todas ellas fascinantes), o a una estrella, o a una modalidad de pizza, lo que fuera, antes que a una triste calle donde orinen los hooligans. Y lo cuento, además, como una gran prueba de la humildad de Dragó, que bien hubiera debido reclamar su nombre para la basílica de Santa Sofía (SantaSofía sanchezdragoi, digamos).

Que sea eternamente feliz en cualquiera de los infinitos empíreos en los que creyó…

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