Recuerdo que en el año 2006 gran parte de bandas y solistas imprescindibles de la historia de rock eran aún para mí sólo nombres que me bailaban en la cabeza esperando el momento de ponerse a escucharlos. Por entonces apenas acababa de tomar conciencia de que los Beatles eran mucho más que un puñado de canciones maravillosas o de descubrir, gracias a Pink Floyd, que el género podía alcanzar una profundidad decididamente trascendental. Con casi todo nuevo por delante, dedicaba un buen tiempo a indagar en múltiples revistas y websites, a la caza de álbumes y artistas que sumar a ingentes listas de descargas (recordemos que aún no existían servicios como spotify o deezer) con vistas a su posterior escucha (que nadie ponga el grito en el cielo. Aquellas obras que más me interesaron me hicieron pasar por caja).
En esas andábamos cuando irrumpieron en escena los Arctic Monkeys, cuarteto de Sheffield cuyos miembros eran descaradamente jóvenes (19 años). Llegaban con un debut bajo el brazo, Whatever People Say I Am, That’s What I’m Not, al que el pleno de la crítica internacional tildó de fenómeno, de revolución, de vendaval, de clásico instantáneo; y que se aupó sin problemas al nº1 de ventas. Como no podía perderme tal acontecimiento, adquirí el susodicho rápidamente, esperando hallar la panacea del rock moderno. Para mi sorpresa, no di con un contenido de esencias clásicas, y por tanto, atemporales (como hacían, por poner un ejemplo, The Decemberists) ni tampoco lo que entendía como gran himno de rock actual (la excelencia melódica y relativa complejidad de los mejores temas de los Muse o los Killers de entonces, incluso de los Green Day de American Idiot), sino una acumulación de cortes demasiado urgentes, donde la única regla parecía ser aporrear guitarras y batería a todo trapo sobre tres acordes y no bajar ese ritmo bajo ningún concepto. No compartí el entusiasmo general hacia el álbum, que llegó a ganar incluso el Mercury Prize, por delante del mismísimo Coles Corner, de Richard Hawley. Sólo escuchas muy posteriores consiguieron que me convenciera de su potencial como artefacto desatado.
Tan acelerados parecían estos chicos que al año siguiente ya tenían consigo un segundo trabajo, Favourite Worst Nightmare, mismo esquema y actitud que el primero, tan sólo con algún momento más de respiro. Aunque me acerqué a él con lógicas reticencias, canciones como la potentísima Brianstorm o Fluorescent Adolescent consiguieron engancharme allí donde las anteriores no lo hicieron. No se podía negar que había algo que funcionaba.
Pero no fue hasta 2008 cuando Alex Turner, mente pensante y líder indiscutible de los monos árticos, me demostró que tenía un talento a considerar, como proclamaban entendidos y modernos de todo el mundo. Al alimón con Miles Kane (por entonces parte de The Rascals, banda surgida a rebufo del éxito de la de Turner, que apenas duró un disco) y rebautizados The Last Shadow Puppets, se sacó de la manga The Age of Understandment, inmaculada colección de temas melódicamente perfectos con orquestaciones brillantes, que destilaban la esencia de los años 60 más sofisticados a la vez que hacían valer su modernidad. Resulta que el chico era mucho más listo de lo que pensaba, que su arsenal creativo era mucho más extenso de lo que se le presuponía, y lo que es mejor, que sabía cómo manejarlo.
De ese prolífico arsenal extrajo en 2009 la tercera propuesta con su grupo habitual. Humbug pilló a todos con el pie cambiado. De repente, los antes taquicárdicos chicos de Sheffield preferían los medios tiempos, temas que desde las mismas bases guitarreras resultaban mucho más esquivos y menos directos. Aquí se evidenció por vez primera una de las grandes virtudes de las composiciones de Alex Turner: su capacidad de crecer. Muchas de ellas parecen de primeras rutinarias aportaciones rockeras, y no son sino las escuchas sucesivas las que revelan su riqueza de fondo. Esto es lo que convierte a Humbug en el disco más interesante de los Arctic Monkeys. Siendo también el más irregular, fue la prueba concluyente de su versatilidad e inquietud compositiva. En progresión natural, Turner y compañía iban madurando junto con su música.
Y entonces llegó Suck it and see. Definitivamente, la tendencia se había invertido. Aquí ya casi no había golpes de guitarra sobre ritmos desenfrenados. Los tiempos lentos y baladas eran protagonistas. Primaban los matices líricos y la calma. Y de paso las canciones eran más consistentes que nunca. En el disco están presentes los recursos sonoros de los dos primeros álbumes, al servicio de una versión mejorada de lo que ofrecía el tercero. Nunca antes habían sonado tan sentidos los Arctic Monkeys (las letras son la evidencia más clara), capaces aquí de pulirse a sí mismos sin que se resintiera su potencia. Al contrario, sus nuevas bombas tenían otra clase de fuerza: tenían mucho más peso. Habían ganado en cuerpo, en intríngulis, en capacidad de penetración, en durabilidad. Como mejor ejemplo de ello se puede citar Black Treacle, quizá la canción más completa del grupo. Y eso que aquel año Turner reservó sus mejores cartuchos para el EP en solitario con el que puso banda sonora a la película Submarine, a todas luces mucho más interesante que la misma película. It’s hard to get around the wind es, posiblemente, su (actual) cima creativa.
Las expectativas frente al recién aterrizado AM se centraban por tanto en la línea que seguiría: si dura y áspera como en los inicios, o sosegada y melódica como los últimos discos. La respuesta del grupo ha sido decidida: a lo que aspiran a día de hoy es a ser clásicos. En el mejor sentido de la palabra.
Eso parecía indicar uno de los adelantos conocidos, Do I wanna know?, de querencias blackeysianas, granítico, genuinamente rockero, auténtico grower.
El resto del disco ha venido a confirmarlo: su estilo está plenamente asentado. Lo que hace AM con él no es otra cosa que retocarlo por aquí y allá, añadirle sutiles variantes (en forma de coros, falsetes, rasgueos) para no reiterar trabajos pretéritos, colocarlas todas ellas en su sitio, sin atisbos de duda, confiando en que esos nuevos pasos se dan efectivamente hacia delante. El resultado es su disco más variado en ritmos hasta la fecha, capaz de recolectar lo mejor de anteriores siembras y cocinarlas cara a un futuro que se antoja cada vez más sólido y convincente, más ineludible, más clásico.
Pues el primer disco sigue siendo mi preferido… y contiene su hit “I bet you look good on the dancefloor” todavía no superado. Muy a favor de que el disco de The Last Shadow Puppets es muy chulo. Los últimos discos de Arctic Monkeys no me emocionan mucho… Felicidades por la reseña, quizás haga revisar mi reciente desafección con ellos…
Su trayectoria de lo mejor de los últimos años, I Bet You Look On The Dancefloor es muy buena, más en directo, pero eso lo dejaron atrás hace años.
Si queréis disfrutar del concierto de esta noche pasaros por mi blog:
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