Para ellos era como un ritual. No sé cuándo se inició ni si ya andábamos por aquí los pequeños que ahora somos grandes y que vinimos a llenar las ausencias que más tarde se crearían, pero la primera noche que los vi me sentí crecer un poco, como si empezara a entender de qué iba esto del mundo con tan solo siete años. Abrí los ojos entre el sudor de una pesadilla temprana y escuché la música bajo la puerta, colándose por las rendijas. Y entonces los vi: giraba sobre el viejo tocadiscos una música serena sobre la que una voz lloraba mientras mis padres bailaban, con pasos muy cortos, en el espacio reducido del salón. La puerta entreabierta me los enseñó cogidos de la mano, con la otra rodeándose las cinturas y las cabezas pegadas, una al lado de la otra, tocándose. En el primer acorde que presencié vi los ojos de mi padre cerrados, unos acordes después estaban también cerrados los de mi madre, su mujer, mientras ellos giraban muy despacio al ritmo de un lamento que más tarde supe que era de Carlos Gardel.

Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando.Volví al escondite de la puerta a la noche siguiente, pero el salón sólo me devolvió oscuridad. Seis noches conté tragándome silencios hasta que el lunes siguiente, desde la cama, volví a sentir los primeros acordes y salí disparado hacia ala luz: allí estaban de nuevo, los dos, abrazados. Moviéndose despacio, dejando que la noche fuera solo suya.

Su boca que era mía ya no me besa más.

Hubo entre ellos muchos años y esos años tuvieron muchos lunes. Todos esos lunes tuvieron sus noches. A cada noche le correspondió un baile. Nunca repitieron, no había más que una canción por semana. Eran tres minutos para ellos solos, una pequeña pausa que se concedían en mitad del teatro cotidiano para reafirmar, quizá, que aquello que habían construido y que seguían edificando no se podría derruir jamás. Descubrí su secreto con siete años, me fui de casa con veinte. En esos trece años crecí con aquella costumbre de lunes, con ese baile tranquilo de semana en semana. En esos trece años temblé desnudando a algunas mujeres, sudé de manera inconsciente sobre otras pieles en las filas traseras del cine y me descubrí llorando muchas noches por aquella que se fue. Jamás encontré nada que se pareciera a aquellos tres minutos de pasos entrelazados al ritmo de Gardel. Nunca descubrí mejor definición del amor.

Fue mía la piadosa dulzura de sus manos.

Siempre creí que exportaría aquel baile a mi vida cotidiana, pero llegado el momento de la verdad no supe cómo hacerlo. Tampoco pregunté nunca cómo lo habían hecho ellos porque no hubiera encontrado una razón. Un lunes por la noche mi padre levantó la aguja del tocadiscos y la dejó suavemente sobre los surcos de la pena de Gardel. El baile fue, simplemente, lo que tenía que pasar.

Por qué tus alas tan cruel quemó la vida.

No pudo la pobreza, que la hubo, detener ese danzar melancólico ni una sola semana. Tampoco pudo la enfermedad. Aun convalecientes, se levantaban de la cama para robarle tres minutos a la debilidad y construir su pequeño castillo de pasos cortos, cada vez más arrítmicos, todos los lunes por la noche. No compartí el secreto con nadie. Cuando se acercaba la hora de costumbre, que los años adelantaron poco a poco, dejaba mi casa, a unas manzanas de allí, para ir hasta la suya con la excusa de fumar y sentarme en la puerta, sin llamar, con la oreja pegada a la madera y los ojos cerrados, mientras escuchaba muy de fondo la música y los imaginaba bailar.

Yo sé que ahora vendrán caras extrañas.

Llevaban muchos bailes en las plantas de los pies cuando a él se le fue la vida. Murió un domingo, fiel a su costumbre de terminar todo aquello que empezaba. Ese lunes, en medio de la involuntaria intimidad que te concede el luto vi a mi madre sentada en el sofá, con casi noventa años, los pies colgando como una niña. La cabeza baja. ‘¿En qué piensas, mamá?’, le dije. Levantó la frente y me miró desde aquellos ojos escondidos detrás de sus mil arrugas, antes de decirme con toda la pena que pudo reunir: ‘que no sé poner la música’. Cuando llegó la noche dejé a Gardel cantando y fui a rescatarla del sofá. Cuando pudo levantarse la canción ya iba por la mitad, pero nos dio el tiempo suficiente para dar unos pasos en aquel salón. Los años de su mano sobre los errores de la mía. Su mano fría. Me pregunté si con mi padre también las tenía así o era, simplemente, que se había empezado a apagar.

La muerte agazapada marcaba su compás.

La semana pasada no pude sacarla a bailar. No pudo levantarse. Aun así puse el disco y me senté con ella en el sofá. Le cogí la mano y dejamos que Gardel nos cantara. Se fue tres días después. Y hoy, lunes, he vuelto a la casa que ya hemos puesto en venta a poner el disco por última vez, y mientras dejo que el humo del cigarro se estrelle contra el techo me parece sentir sus pies sobre las baldosas: no son los pasos decididos de aquella primera vez; son pies que se arrastran por los muchos años de vida, por las muchas horas de baile. Y no necesito hacer memoria para saber qué canción me vino a la mente cuando sus ojos se cerraron.

…y el mundo sigue andando.

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Para seguir disfrutando de Nacho Ballestero
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