Imagen de André Kertész.

Me gustaría decirte que aún siento el fuego.

Que estas palabras son algo más que el rastro de una enfermedad que se aviva garganta abajo, una fiebre de ginebra y humo que no alcanza para apagar el ardor de un hambre antigua. Que ya no estás ahí escondida, en el fondo del paladar, envenenando con el poso de tu sudor cada uno de mis tragos. Que oigo algo más que la música de aquella noche en la que hablamos y nos anudamos poco a poco, casi sin saberlo, en aquel bar medio vacío donde cambiamos la fingida oscuridad por un amanecer dormido sobre tu espalda, otra forma de mirar al cielo. Que rompí mi brújula en el mes de marzo para demostrar que no hay más mapas que el de tu piel, y que es ahí donde está mi norte. Que no eres tú con las manos en alto, los brazos arriba, los ojos cerrados, bailando lento, todo lo que el verano me puede ofrecer.

 

Quisiera escribirte que todavía arde.

Que la noche desde la que te escribo es la de la vez primera. Que tengo sobre mis ojos tu mirada animal, esa que se entorna felina cuando la respiración se te entrecorta porque la batalla está empezando a borrar fronteras. Que sigue sin haber un beso limpio. Que en todas las fotos se entromete tu pelo. Que te tengo aquí, con las manos rodeando mi cara, mordiéndome como si este hambre nunca se fuera a acabar, como si faltara algo de sangre que invitar a la densidad de tu aliento, queriendo llegar con los dientes a los rincones por donde pasa de largo la lengua. Que cuando la cama ya no oscila y la guerra cesa, te oigo susurrar mi nombre, derrotada. Que disimulas aunque sabes que me he quedado todas las heridas, que la tuya es una victoria sin cicatrices. Otra conquista de madrugada.

 

Gritarte que me quemas.

Que sigue la persiana bajada para tratar de engañar al día, pero que el sol tenue del patio interior se filtra por las rendijas y siembra de lunares claros tu espalda. Que te haces la remolona entre las sábanas, tendida boca abajo. Que quieres dormir y que yo no te despierte. Un ratito más, otra bocanada. Que las noches que saben a tabaco y ron dejan un rastro pegajoso por la mañana. Que nos queda todo un día por delante en el que busco el valle de tu ombligo y lo repaso con la yema de los dedos. Una caricia callada.

 

Que el calor sigue conmigo.

Decirte que no te evoco cada amanecer, con el pelo sobre la cara, dejando al aire ese rincón donde se resumen tu espalda y tu cuello. Que sigo sentado en aquella habitación debatiéndome entre marcharnos o dejarte dormir. Que no me he despertado. Que el sueño no se ha ido. Que no te escribo sentado en el suelo, entre pilas de libros, nuevos y viejos, que ya he leído o que nunca leeré. Que no me he bebido más de cien botellas para olvidarte. Que en todos los cigarros que me he fumado no te he buscado entre el humo. Que me he acostumbrado a esta soledad que antes se me hacía soportable. Que he aprendido a vivir con ella y contra mí mismo. Que esta noche es la última vez. Que siempre intento seguir adelante.

Me gustaría decirte que aún siento el fuego, pero tengo la boca llena de cenizas.

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