TOC

Fotografía: André Kertész

Se sentó y primero hablo de unos dolores de barriga que tenía desde hacía unos días. Su padre lo miraba desde la silla de al lado, sin decir nada, con la mirada algo escéptica, como perdida en una vaga y persistente  irritación. El médico lo escuchó un rato y luego le dijo que se tumbara en la camilla donde le palpó el abdomen que estaba blando y sudoroso, sin dolor, sin bultos, con algún borborigmo, sin ningún signo de alarma. Le dijo que se levantara y el muchacho delgado y aterido, que tenía 16 años, volvió a su sentarse.

– “Si es que ha empezado otra vez con esas ideas que se le meten en la cabeza”, dijo por fin, el padre con cara de cierto fastidio.

Entonces el médico recordó quien era el chico al que solo había visto una vez y que tenía entre su lista problemas el diagnóstico de TOC. Lo miró y observó su aspecto, su cuello torcido hacia la derecha, su cara un poco asombrada, entristecida y como llorosa.

-“Ahora le ha dado por pensar en la muerte y eso que ya llevaba un tiempo bastante bien” dijo de nuevo el padre, moviendo la cabeza, como un poco harto de sus cosas, de haberlo tenido que llevar a muchos psiquiatras y psicólogos desde muy pequeño que no le daban una solución definitiva.

-“¿Y qué es lo que piensas de la muerte?”, le preguntó el médico, un hombre mayor que llevaba más de cuarenta años trabajando y había visto muchos muertos o, sobre todo, muchas amenazas de muerte, más o menos sutiles, que aparecían como cartas siniestras en cualquier radiografía, en unos folios de papel que contenían las cifras de unos análisis, en una masa que se palpaba en cualquier sitio de un cuerpo, en un dolor en el pecho que oprimía como la pata de un elefante.

-“Pues que no la comprendo, que no sé por qué nos tenemos que morir, que es injusto que podamos morirnos en cualquier momento”

El médico recordó algunos de los pensamientos que le  hostigaban en las madrugadas, cuando el campo de minas era más nítido y más transparente, cuando las balas silbaban más cerca y era más fácil que las emociones tuvieran el filo más afilado ante cualquier idea o imagen amenazante. Miró al chico, que se había puesto las manos en el pecho y retorcía con ellas su jersey, estrujándolo, como queriendo sacarse algo muy doloroso que sentía debajo o, al menos apaciguarlo un poco.  Tenía gafas de pasta, el pelo teñido de rubio en la parte de arriba y lo miraba fijamente, no exactamente con miedo sino con sorpresa, como si se hubiera dado cuenta de algo trascendental y no fuera capaz de describirlo. No con palabras. También el médico fue consciente que él comenzaba a sentir calor en la cara.

Fotografía: André Kertész

El padre movía la cabeza apesadumbrado y quizá cansado de que el chico fuera así, de que no pensara en otras cosas más alegres o menos profundas como otros chicos de su edad. Que se dedicara a jugar al fútbol o los videojuegos como sus amigos. Entonces el médico comenzó a hablar. Era consciente de que lo hacía como un chamán, con la misma evidencia científica que si le prescribiera sanguijuelas para una neumonía o una purga para un constipado.

-“Llevas razón. No queremos morirnos y probablemente es injusto. Pero nos morimos.”

El padre tragó saliva con un gesto de incredulidad y el chico se apretó más fuerte el pecho con una expresión de agonía en el rostro.

-“Esto es así. Siempre ha sido así y siempre será así a no ser que inventemos algo. Hay mucha gente intentándolo, pero ya veremos.  Todos desde que nacemos somos conscientes de esto, nos da miedo y no hay refugio que nos proteja del todo. Sabemos que todo está perdido desde el principio. Y no sirve de nada estar pensándolo todo el rato.”

“Pero no puedo evitarlo” dice el chico. “Tengo mucho miedo y no puedo pensar en otra cosa”.

-“Estás huyendo hacia atrás. ¿Por qué no pruebas a huir hacia adelante? Cuando la muerte está nosotros no estamos. Nos da igual. Y mientras tanto se pueden hacer muchas cosas. Incluso algunas muy agradables. Eres joven. Lo más probable es que todavía te quede tiempo.”

El padre lo miró fijamente con cara de asombro, a punto de decir algo, pero también con un gesto de preocupación que había aparecido alrededor de sus ojos, como si se hubiera soltado un resorte sujeto mucho tiempo y se le hubiera disparado un aullido de alarma. Tuvo al chico muy tarde y ya tenía más de sesenta años.

-“Pero hombre como se atreve a decirle eso, estando como está” dijo al fin, levantándose,   “si yo solo venía para que lo mandara al psicólogo”.

Fotografía: André Kertész

Mientras, el chico había parado de retorcerse el jersey y miraba al médico fijamente, aunque también miraba su interior, hacia algún sitio oscuro, allá abajo, del que salían murciélagos y dragones que él trataba de mantener a raya con su espada, sin haber parado de luchar, ni un segundo contra ellos.  Sin embargo había dejado de llorar y su rostro se estaba relajando como si hubiera estuviera cediendo un dolor o como si se hubiera dado cuenta de algo esencial que lo consolara de alguna manera.

-“¿Entonces no hay nada que hacer?

-“ Solo intentar vivir lo mejor posible aceptando el azar. Y poniéndose unas gafas de sol algunas veces. Ni al sol ni a la muerte se los puede mirar fijamente.”

El chico miró a su alrededor y reparó en la cara de su padre que había adquirido cierta lividez y lo miraba en silencio. Se pasó los dedos por su pelo y se estiró el jersey. Miró a su alrededor como si solo ahora percibiera los objetos o fuera consciente del ruido de la calle tras la ventana.

-“Vámonos papá, tengo que volver al colegio. Es más fácil huir hacia delante”

El padre no podía levantarse de la silla y ahora era él el que se apretaba el pecho.  El médico lo miró y le dijo:

-“Tome estas pastillas. Le vendrán bien cuando se despierte algunas madrugadas. Se lo digo por experiencia”

Lectura adicional: ¿Y si las falsas creencias te hacen feliz?

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