Cuando los ciudadanos democráticos votamos, elegimos, pero no callamos. Los representantes que elegimos obtienen nuestra confianza, pero no nuestro silencio. El voto entregado no extingue a la palabra. Por eso la vigencia del voto es efímera y su dirección mutable, mientras que la palabra es potente y persistente, es locuaz y es flexible. Es la esencia de la democracia y la libertad. Nos representa y reúne, nos impulsa y corrige, nos da la razón y nos la quita. Es una evidencia que cuando los seres humanos nos reunimos para “dia-logar” nunca lo hacemos para perjudicarnos, para eso no hablamos. Pero la palabra también puede perder sus virtudes, como sucede cuando se convierte en alarido y algarabía. Entonces puede pasar de voz a violencia con demasiada facilidad.

Viene esto a colación del asunto del ya famoso barrio burgalés de Gamonal y sus efectos secundarios y resonancias mediáticas: “El efecto G”. El caso tiene unas raíces muy profundas y una saca llena de intereses por trasfondo. Hay responsables y culpables, hay cómplices y conniventes, y tiene ascendencia y trascendencia. Quizá demasiadas complejidades para un sencillo destello de invierno.

Pero lo que sí cabe aquí es aprovechar el asunto para recordar a los políticos y gestores que están en el meollo de la cuestión que el voto que les damos no es un cheque en blanco ni una patente de corso. Que cuando se usa así se acaba con la democracia. Y que luego vienen los alaridos, las algarabías, las alharacas y la violencia.

El efecto G es un símbolo ardiente de lo que digo, y los símbolos son la forma más rápida y potente de comunicación que tenemos los seres humanos. A veces son lemas austeros, sencillos, limitados; otras son dilemas críticos y ardientes; y otras son el germen de trilemas revolucionarios de efectos imprevisibles.

El efecto G ya se ha convertido en uno de esos símbolos explosivos que asustan a los políticos recostados en la almohada de los votos y a los gestores y empresarios apoltronados en sus sillones dorados. Y lo curioso es que haya acontecido en una ciudad célebremente acomodaticia, y como consecuencia de un asunto que, bien mirado, no es tan grave como otros que nos amenazan a los españoles. Lo raro es que no haya explotado antes contra los políticos inútiles, los corruptos sacamantecas, los bancos usureros, o las petroleras y sus amigas las eléctricas… por solo poner algunos ejemplos sangrantes.

Los responsables de todos esos negocios y asuntos públicos deberían estar preocupados, pues ya saben que si no escuchan las palabras de los demócratas acabarán atronados por sus alaridos y víctimas de su violencia. Y luego vienen las explicaciones demagógicas y las racionalizaciones estúpidas: Que si son unos pocos violentos anti-sistema, que si son una minoría, que la mayoría no habla… Eso son milongas, señores; que lo de votar y callar no cuela. Que el hecho de que necesitemos trabajo, casas, aparcamientos, gasolina o electricidad no quiere decir que el que los tenga pueda hacer de su capa un sayo. El ya simbólico “punto G” es crítico y sus efectos son imprevisibles. O lo escuchan y entienden o lo valoran y cambian, – como finalmente ha hecho el alcalde de Burgos, posiblemente contra sus propios valedores – o se atienen a sus consecuencias. Y luego no digan que nadie se lo había advertido, que no se habían percatado, que…

Me dirijo a los gestores y empresarios, a los líderes electos y a los gobernantes, a los reyezuelos de la tribu y a también a las majestades de la opereta nacional: Ustedes no, señores, no parecen violentos ni peligrosos, pero a veces son cómplices del grito violento, el que surge cuando a la palabra democrática se le aplica la sordera selectiva. Insisto, la palabra es el fundamento de la democracia y en la actualidad la palabra no solo tiene la misma fuerza de siempre, sino que está reforzada por la facilidad de transmisión global, y lo de votar y callar ya no cuela. Cambien, o la palabra y el grito le hará cambiar, como parece que finalmente ha sucedido en la “zona G”.

 

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